Desde la teoría marxista solemos analizar la lucha de clases en forma unidireccional desde la perspectiva de la clase trabajadora, como clase oprimida en el marco de la relación de dominación propia del capitalismo. En este contexto, con frecuencia se apela a la expresión "odio de clases" para referir el antagonismo que engendra la relación de explotación y la usurpación del plusvalor por parte de la clase dominante (burguesía en la terminología marxista) a la clase oprimida. Sin embargo, rara vez nos detenemos a pensar en el odio de clases en el sentido contrario, es decir, el odio de la clase dominante hacia la clase oprimida. Y ello no es gratuito. Rara vez el odio en esta dirección requiere ser explicitado discursivamente, al menos en el discurso público. Y es que, al poseer la clase dominante el poder político y económico en la sociedad, este odio viene implícito en las relaciones institucionalizadas de esa sociedad, cuyo marco jurídico es definido y controlado por la propia clase dominante. Recordemos en este punto la concepción marxista del estado, definido como un aparato de dominación religioso, cultural y político, dirigido a legitimar la relación de dominación de la clase dueña de los medios de producción sobre el resto de la sociedad. Lo mismo que Gramsci denomina "Hegemonía".
Ahora bien, el que no sea explícito en el discurso público, e incluso que sea considerado políticamente incorrecto, no significa que no sea omnipresente en las relaciones cotidianas, incluso en su forma discursiva en los espacios íntimos o privados de la sociedad. Ese odio de clases del opresor al oprimido se expresa en el desprecio y la subestimación con la que se suele estigmatizar a las grandes masas de pobres en cualquier sociedad. Expresiones cotidianas del ámbito privado tales como: "Los pobres lo son porque así lo quieren", "como no van a ser pobres si se gastan todo en cervezas", "Yo no voy a ese sitio porque está lleno de monos", "No hables duro que te oye la que limpia", y un sin fin de frases y conductas de corte similar, denotan ese "odio" propio de los miembros y "aspirantes a miembros" de la clase dominante hacia las clases que consideran más pobres.
Desde la década de los noventa, a partir de investigaciones lideradas por la filósofa y catedrática Española (Valenciana para más señas) Adela Cotina, se viene acuñando el término "Aporofobia" ("áporos": pobre, y "fobia": temor) para denominar el rechazo a los pobres que, a su juicio, es la verdadera causa que subyace detrás de muchas conductas indeseables asociadas comúnmente a comportamientos racistas y xenófobos en las sociedades europeas. En este sentido, declara Emilio Martínez Navarro, Profesor de filosofía de la universidad de Murcia, que "La aporofobia consiste en un sentimiento de miedo y una actitud de rechazo al pobre, al sin medios, al desamparado". Es fácil suponer que detrás de este sentimiento se enmascare una suerte de "culpa" por la responsabilidad social indirecta que pudiéramos sentir frente a la existencia de seres en situación tan vulnerable materialmente, y al mismo tiempo, una especie de miedo al reflejo que nos devuelve el espejo de la pobreza, sabiéndonos igualmente susceptibles de formar parte de ese conglomerado de desamparados si ciertas "causas y azares" convergieran desfavorablemente a nuestro destino.
Sabemos de los grandes esfuerzos en términos de investigaciones y prácticas de conducción social, institucional, y empresarial que hacen los gobiernos y las sociedades bajo control político de las clases económicas pudientes para contener el resentimiento de clase que opera detrás de las relaciones de dominación propias del capitalismo. Conscientes del precario equilibrio que supone el mantenimiento de la paz social en una sociedad fundamentada en la injusticia social, se saben obligados a regular el discurso en el marco de lo considerado políticamente correcto, para no exacerbar el odio de clases, y a establecer mecanismos formales (jurídicos) e informales para limitar el maltrato y la discriminación excesiva en las relaciones sociales y laborales.
Ahora bien, imaginemos por un momento un contexto social en el cual la clase dominante perdiera momentáneamente el poder político, mas no así el poder económico. Imaginemos como se expresaría socialmente la aporofobia. En tales circunstancias, la amenaza psicológica que opera detrás de la aporofobia adquiriría connotaciones de amenaza concreta, en virtud del impacto que inevitablemente tienen las decisiones políticas sobre las circunstancias económicas de una sociedad, aún cuando no subviertan propiamente las relaciones económicas imperantes. Si agregamos a este cóctel una realidad adversa en lo económico, bien sea por desaciertos en política económica, o por motivos exógenos a la política interna derivados de circunstancias inherentes a la geopolítica internacional, creando condiciones objetivas para el descontento social tales como desabastecimiento, inflación, depresión económica, etc., nos colocamos en una posición de extrema fragilidad para el mantenimiento de la paz y la estabilidad política.
De allí la importancia, casi vital, para la supervivencia social de hacer esfuerzos, aún mayores que en el esquema tradicional, para contener el odio de clases en el sentido inverso, es decir, la aporofobia, que amenazaría con demoler a la sociedad toda con su carga de rabia, en parte legitimada por las circunstancias objetivas adversas, pero en gran parte motivada por el desprecio contra lo que considerarían un gobierno ilegítimo de origen por no representar "lo más graneado de la sociedad".
Esta realidad exigiría que un gobierno en semejantes circunstancias moderara el discurso y las acciones que pudieran exacerbar la aporofobia, tal como lo hacen los gobiernos de las sociedades tradicionales para contener el resentimiento social de los oprimidos. Exigiría, igualmente, concesiones significativas en lo político, en lo económico y en lo social, frente al contingente social que lo adversa, en función de encauzar la aporofobia en el marco de lo institucional. Exigiría el más estricto apego al contrato social suscrito para disminuir los argumentos que pudieran camuflar en lo discursivo la pulsión aporofóbica haciéndola indistinguible de otras expresiones de descontento que pudieran tener un origen legítimo. No atender estas precauciones y pretender gobernar desde el desconocimiento del otro, de sus pulsiones y de sus razones, es no solo ingenuo, sino irresponsable con la sociedad toda que, inevitablemente, derivaría en una entropía inmanejable por unos y otros, legitimando el discurso aporofóbico, y dando al traste, no solo con la clase política en el poder circunstancialmente, sino con la posibilidad de preservar las conquistas derivadas de la obtención, también circunstancial, del poder por parte de la clase tradicionalmente oprimida.
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