Han pasado nueve años desde aquellas navidades atípicas. Fueron distintas, pero las hubo. No pudieron impedirlas. Las recordaba cuando escuchaba el aguinaldo “Corre, caballito”, interpretado por Serenata Guayanesa en la Asamblea Nacional. El extraordinario grupo musical de Ciudad Bolívar recibía, terminando noviembre, el homenaje del parlamento venezolano con motivo de su declaración como patrimonio cultural viviente de Venezuela. Y estaba allí, con Gualberto Ibarreto, merecedor también del reconocimiento de su pueblo.
El 2 de diciembre de 2002 se lanzó lo que una oposición descarrilada denominó “paro cívico”. A la patronal Fedecámaras y a una decadente y desnaturalizada CTV, se le sumó en la acción la engreída meritocracia de Pdvsa. La composición contra natura de esta “vanguardia” llevaba en sus entrañas el germen de la derrota, para decirlo con el lugar común de cierta izquierda que se fue como la tarde.
De aquellos días, como en una suerte de collage, me quedaron algunas imágenes que me asaltan y laceran cada cierto tiempo, como esas pesadillas recurrentes. Veo todavía, frente a las costas de mi país, a los enormes tanqueros petroleros fondeados en la bahía de Puerto La Cruz o en el lago de Maracaibo. Miro a un señor con las manos quemadas salir de su autobús envuelto en llamas. Observó día y noche las interminables y estoicas colas de vehículos frente a las bombas de gasolina. Enumero la fila de bombonas de gas que rodeaban manzanas completas en procura del combustible para cocinar las hallacas. Y veo los tres rostros que todos los días, a las seis de la tarde, por cadena nacional de medios privados, nos lanzaban su prepotente y arrogante parte de guerra. Otra vez las voces cavernarias de Fedecámaras, la CTV y los “dueños” gerenciales de la vieja Pdvsa.
Fue una arremetida colosal contra la industria petrolera y la economía venezolana. El golpe empresarial-militar del 11 de abril de ese mismo 2002 se quedó pálido. Pdvsa no sólo fue paralizada totalmente, sino saboteada, desde su infraestructura pesada hasta su cerebro electrónico. El objetivo del “paro cívico” y “civilista” era hacer colapsar al país todo. “Comeremos hallacas en febrero”, fanfarroneaban los sindicalistas profesionales, seguros de su triunfo.
Pero a pesar de ellos hubo navidad. Donde no llegó el combustible a las cocinas, el viejo fogón de leñas resolvió el problema. La meritocracia petrolera, una clase aparte divorciada del pueblo desde siempre, no podía creer lo que veía. La jefatura empresarial tomaba sus aviones para pasar las pascuas en Aruba o Curazao, mientras dejaba a sus seguidores en las autopistas. Así no se gana ninguna batalla. Los jerarcas sindicales, sempiternos vendedores de los contratos colectivos y apostadores de bingos y casinos, exclamaron impotentes a la caída de la tarde: ¡Qué país del mundo resiste un paro petrolero de estas dimensiones!
Tenían sobrada razón: cualquier otro país se habría derrumbado, con su principal o única industria paralizada. Pero lo trabajadores y el pueblo no sólo fueron activando poco a poco Pdvsa, sino que resistieron todas las privaciones a las que un grupo apátrida y soberbio los sometió. Había algo curioso en el ambiente: en los sectores populares, la gente oía los “partes de guerra” en medio del retumbar de las gaitas. Cuando Fedecámaras, la CTV y los meritócratas del petróleo lanzaban sus proclamas, el país coreaba con Serenata Guayanesa “Corre, caballito”.
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