Los Estados Unidos construyeron el Canal de Panamá, finalizándolo en 1914; Francia, el de Suez, en 1869. Pero los estadounidenses quieren imaginar que ellos también construyeron el de Suez para ordenar su paso gratuito a través de él, como ya lo hacen con el primero.
El apego gringo a su hechura, por la que pagó después un arrendamiento de 250 mil dólares anualmente hasta 1999, podría estar escenificando en la mente comercial de Donald Trump una confusa explosión conceptual de derechos de propiedad, autoría, regalías, que lo impulsan a decretar que ese canal es suyo, de urgente recuperación.
No le debe resultar admisible que su país haya tenido que pagar 10 millones de dólares a Panamá para ellos mismos construirlo, además de la renta indicada. De puño y bolsillo yanquis, es el colmo que la estructura sea de otros. «El Canal de Panamá es nuestro, lo construimos, gastamos», debe de estar devanándose el seso Trump, «¡Lo retomaremos! ¡¿Qué hacen los chinos allí?!»
No hay mesura ni consuelo para considerar que el canal fue prácticamente estadounidense durante casi un siglo, usufructuado en el ínterin. En la turbia mente presidencial hay resistencia para separar propiedad de usufructo, la figura del uso y disfrute del bien ajeno. ¿Qué cabe esperar de quien nada tuvo que ver con el Canal de Suez, ni con Groenlandia, y ya los proclama como suyos? Ha poco Panamá es de su propiedad como Canadá podría ser el estado 51 de su imperio.
Los gringos son responsables técnicos en gran medida de la construcción de la centenaria industria petrolera venezolana, pero, para sus efectos, son sus dueños, dueños hasta del petróleo, y por esa razón, más allá del rol de patio trasero que le encasquetan a Venezuela, no toleran que se vendan hidrocarburos a terceros.
Tuvieron también que ver con el fallo del Laudo Arbitral de Paris (1899), que despoja del Esequibo a Venezuela, y no es de extrañar que ahora quieran revivir algún extraño derecho de propiedad o arbitraje para cogerse las riquezas de esas tierras.
Cabe pensar que, para acabar con la codicia o con los locos sueños de propiedad, bueno es no hacer tratos con la hormiga o, en su defecto, acabar con el néctar irresistible, como pensó hacer Saddam Hussein en su tiempo al querer volar los pozos petroleros para quitarse la maldición gringa de encima.