¡El interior grita! Mérida en el olvido

Soy oriunda de Mérida, y a veces pienso que se me debe notar mucho, porque en Caracas alguna gente se me queda mirando con cierta intriga al cruzarse conmigo en la calle. Las miradas de arriba a abajo, detallando cualquier particularidad, parecieran indicar que de lleno saben, con sólo verme unos segundos, que no soy de la Capital. El asunto me queda claro porque hay quienes incluso, no temen acercarse furtivamente, para decirme casi frente a frente, "gocha" o "gochita"; que a bien sé que les sale del alma. Asumo yo todo ello, como producto de la picardía propia del central, así como también, parte de lo que considero, una especie de estigma histórico, de aquel a quien se presume más vulnerable. Esto me ha sorprendido, ¿cuál será el sello indeleble de mi gentilicio, tan evidente? No tengo los cachetes rosaditos ni mi acento al hablar es tan marcado. Y no uso ruana -por el calor-. Pudiera ser, tal vez el caminar pausado. Lo cierto es que desconozco los fundamentos que rigen este reconocimiento de lo que en el exterior de Los Andes, se considera andino, -gocho-, y que también me ha tomado por sorpresa en Maracaibo, todas las veces que he ido de visita o por trabajo. Aunque es importante aclarar que ser merideño, es distinto a ser trujillano o tachirense. Nuestras formas son marcadamente distintas. Sin embargo, entre muchas cosas, puedo decir que nos une, el delirio por el café con pan, a eso de las cuatro de la tarde.

Tengo cerca de mes y medio aterrizando en el fulgor envolvente que representa la vida en Caracas, y todo me es nuevo y a la vez profundamente común. Estuve cerca de año y medio en el exterior, y la alegría, la vitalidad y la buena vibra del caraqueño, se conjugan perfectamente, y logran dar ánimo al más infeliz. En Caracas, todo pareciera estar re-viviendo, como si algún combustible divino, haya permitido encender un automóvil que hasta hace nada, todos empujaban para siquiera darle arrastre y moverlo tantito hacia delante. Las calles están llenas de vendedores de todo tipo, llenas de mercancías, negocios por doquier; la gente gozando, comprando y comiendo de todo, en todos lados. Hay actividades deportivas, musicales, espacios culturales retomando su curso por donde se mire. La gente anda creando maravillas con su ingenio y pulso. El dinero pareciera moverse -más en unas manos que en las de todos, claro está-, pero en general, prima la sensación de que se empieza a dar rienda a algo que había permanecido quieto a la fuerza. Todo esto me generó una motivación increíble, e imaginaba entonces, que este escenario se replicaba a lo largo y ancho del país. O al menos, yo albergaba ese deseo en mi corazón.

No obstante, mi perspectiva respecto a este motor que parece haber arrancado, ha ido lastimosamente cambiando, ahora que emprendí camino hacia mi terruño. No sé hasta qué punto, el centro del país comprende con real dimensión, lo que sucede fuera de sus límites. Basta con llegar a Valencia para empezar a percatarse de las carencias, -las primeras colas largas de gasolina-, y a medida que uno se adentra a lo profundo del interior, el olvido o el dejo, -porque no sé de qué otra forma describirlo- se percibe como una tremenda bofetada en la cara, para quienes han padecido por años, el cruento peso de la situación nacional.

Después de pagar 30 dólares en el terminal de La Bandera para viajar en un encava -bus sin baño ni aire acondicionado- a Mérida, precio que me parece inaccesible a la mayoría de los venezolanos; y tras pasar no menos de veinticinco alcabalas, donde a la gente humilde le revisan hasta los calzones, llegué a mi ciudad amada. Los bajones de luz, -aunque ya no quiten la electricidad por 8 o 12 horas seguidas-, son constantes. Hoy, mientras escribía este artículo, la electricidad se ha ido tres veces en los Sauzales, y los cambios de voltaje a veces se mantienen por largos períodos o en intermitencia, deteriorando los equipos que la gente con mucho cuidado, trata de conservar. La poca certeza del surtido de gasolina, y los traumas y los rumores que recorrieron el país, sobre las interminables colas que la gente debía hacer por días para llenar el tanque de su vehículo, hacen de esta ciudad, pese a lo bella, interesante, valiosa y turística, un paraje de los menos deseables para visitar.

Me pregunto, ¿qué venezolano sencillo, quiere y sobretodo puede costearse, pasar esta temporada de Semana Santa en Mérida?

Me he dedicado esta última semana, a recorrer con mi sombrero verde a tope, sus plazas, Bolívar, Milla, Belén, Las Heroínas; así como las calles angostas y de antaño del centro de la ciudad, a las que conozco y amo a plenitud. Luego, virando hacia la avenida Las Américas, con el sol de frente y la primavera eterna acariciando la piel, o hacia La Parroquia, o Los Próceres, e incluso echándome una escapadita furtiva al pueblito de Tabay y al sector de "La Mucuy Baja" para visitar la Biblioteca de Jean Marc de Civrieux. Mérida sigue siendo bella, pero me queda muy claro que existe una gran distancia entre el tratamiento privilegiado para mantener pujante y activa a Caracas, y la atención fugaz y que raya hasta en el desprecio, para atender las necesidades y querellas en las regiones del interior.

Luego de varios días andando de aquí para allá, a pie o en transporte público, me ha invadido un tremendo sentimiento de desosiego, en especial al recordar cuán pujante y vital ha sido Mérida en el desarrollo profesional, científico, intelectual, artístico, agricultor y turístico del país, y al ver cómo ahora sus calles y plazas de encuentro se sienten desiertas, sus centros de estudios y formación están casi en la ruina, y mucha de su gente joven, simplemente ha decidido irse, porque no hay campo laboral disponible. No hay casi tráfico de automóviles -aunque eso parezca positivo-, ni siquiera se ve mucha gente rondando por ahí, cuando antes era imposible considerar ir a almorzar a la casa en los días laborales, y no había temporada de asueto en que Mérida tuviese habitación o hueco alguno disponible, para recibir un turista más. Las colas para entrar al Mercado Principal nunca acababan. El Valle se llenaba de gente de todos lados comiendo pastelitos y comprando vino de mora. Por los predios del teleférico era mejor ni intentar asomarse. Ni que decir de subir al Páramo, visitar la Laguna de Mucubají, o comerse un desayunito andino en Mucuchíes.

Este choque entre Caracas y Mérida me ha causado un gran disgusto, ¿por qué se sigue dando prioridad excesiva al empuje de la Capital en detrimento del resto del país? ¿Vamos a seguir con el eterno cuento de que "Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra"? ¿Por qué el interior del país no tiene dolientes?

Resulta que Caracas, tan costosa o más que cualquier capital del mundo, se ha convertido en la tacita de oro, intocable. Todo para Caracas. Y no es que critique para desmeritar el que se le de empuje y se busque encaminar su mejoría, pero ¿por qué tiene que ser a costa del empobrecimiento y el dejo del resto de las regiones? ¿No hemos padecido suficiente ya en el interior, los embates de esta crisis económica y eléctrica? ¿Hasta cuándo este castigo y este desprecio?



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Adriana Rodríguez


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