Amnesia histórica o la urgencia de alquilarse para sobrevivir

En su artículo «Lo que ocultan los discursos de odio», Armando Blázquez Ginés detalla que «el odio de clase es el más temido por las elites capitalistas de todo el mundo. Entiéndase odio de los de abajo a los de arriba, porque del odio de las castas a la gente trabajadora, nadie habla. El odio de arriba abajo es invisible y se tapa convenientemente con edulcorados mensajes para calmar a la inmensa clase media que somos todos y todas en Occidente. ¿Es odio la explotación laboral? ¿Odian los caseros a los inquilinos cobrándoles rentas escandalosas? ¿Es odio desahuciar judicialmente a personas que no pueden pagar sus alquileres? ¿Es odio despedir a un trabajador o trabajadora? ¿Es odio mantener a la intemperie existencial a personas sin recurso alguno para subsistir? ¿Es odio la saña sionista asesinando niños y niñas palestinas y torturando en sus centros especiales a personas detenidas vulnerando todos los derechos humanos en vigor? ¿Es odio negar asistencia sanitaria si no tienes dinero para pagarla? Hay miles de preguntas similares a estas». Con mucha razón, Paulo Freire enseñó que el sistema no teme al pobre que padece hambre sino al pobre que piensa. Esto lo han entendido muy bien los sectores dominantes, sea cual sea la época y el país en que hagan sentir sus zarpas de opresión y explotación; cuestión en la que se hicieron acompañar, durante largo tiempo, por los representantes de la cristiandad, reforzando la labor de sumisión absoluta que los primeros ya habían iniciado. Hoy tienen a su disposición otros mecanismos de persuasión, más sutiles, gracias en gran parte a los avances de la tecnología, incluso aceptados de buena gana por aquellos a los que están dirigidos, que hacen de la dominación y la explotación cuestiones naturales, legales e incuestionables.

La sobreabundancia de información banal y trivial -destacada, sobre todo, a través de las diferentes redes sociales a las que se afilia cada vez más un número creciente de personas de todo el planeta- ha terminado por afectar cognitivamente a millares de éstas, a tal punto que su capacidad de raciocinio disminuye severamente, induciéndolas a vivir una realidad inexistente e incidiendo, por consiguiente, de una manera significativa, en sus particulares modos de vida; todo lo cual -nos guste o no- está provocando una gran ola de decadencia intelectual, ética y moral que únicamente les resulta altamente rentable y útil a los grupos poderosos que controlan la economía mundial, junto con sus vasallos políticos. Es irrebatible que los grandes adelantos alcanzados en las tecnologías de la información y la informática han repercutido, de forma negativa en la mayoría de los casos, en las relaciones de poder, la estratificación social y los valores culturales que rigieran hasta hace poco tiempo la sociedad en general. La democratización de su uso ilimitado y sin muchas responsabilidades ha servido para imponer una visión sesgada de la realidad, donde es cosa común que personas, instituciones y movimientos sociales sean víctimas reiteradas del odio visceral de aquellos que los cuestionan y aspiran anularlos por completo; desconociendo adrede cualquier principio que respalde el respeto a la diversidad, la humanidad y la inclusión social. Eso ha sido acompañado por lo que algunos analistas han terminado en identificar como una teoría «elitista» de la democracia, en abierto y profundo contraste con aquella que legitima la soberanía del pueblo y, en consecuencia, la que haría factible la organización, la autodeterminación, la participación y el protagonismo de los sectores populares.

De algún modo, para ciertas personas resulta inexplicable (por no decir menos) que los ámbitos tradicionales de la política, de la democracia, de la cultura y de la ética se hayan visto trastocados de gran manera, generando un estado de inseguridad e incertidumbre generalizado en cuanto a cuál será el futuro de la humanidad y, junto con ella, del tipo de sociedad en que se desenvuelve y del planeta que le sirve de soporte vital. Porque si hay algo constatable es que los cánones o paradigmas que sirvieron de base al modelo civilizatorio construido en los últimos doscientos años de historia humana tienden a ser vistos como obsoletos y poco atractivos o llamativos por quienes están convencidos de que lo mejor es deshacerse de ellos, si se aspira obtener éxito, fama y fortuna en la vida. Para el capitalismo en su versión neoliberal esto es algo que debe asumirse si se pretende alcanzar un estatus de riqueza y desarrollo como ocurriera con empresarios y naciones del llamado primer mundo, reemplazando toda noción colectivista por una más mezquina, desarraigada e individualista; despojada al mismo tiempo de fines y de orientaciones morales. Las muchas contradicciones que todo esto supone, envuelven las diversas realidades a las que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI; cuya comprensión no se ha esparcido más allá de los círculos intelectuales o académicos (aunque esto también tiende a disminuir, dada la «ofensiva contracultural» de las redes sociales en donde se prefieren las expresiones menos racionales que cualquier individuo, con acceso a internet, podrá publicar y replicar en cada ocasión que así lo quiera). En este día, por ejemplo, debiera escandalizarnos a todos que se siga utilizando la palabra negro en un sentido peyorativo, cuando ésta se utilizó para justificar directamente la propiedad de los esclavistas blancos, como si no hubiera ninguna evolución en los valores y los derechos que debieran caracterizar al tipo de civilización actual. Lo mismo vale en cuanto al trato discriminatorio que reciben las mujeres, los indígenas y otros sectores de esta sociedad.

Somos testigos y partícipes de un proceso de subordinación total de la gente (sin excluir naciones enteras) a las directrices e intereses del mundo empresarial. Ésto, a pesar de la resistencia ofrecida por sectores y algunos regímenes de signos izquierdistas, nacionalistas y progresistas, marca la vida de muchos individuos alrededor del planeta, obligándolos a alquilarse para sobrevivir, en condiciones que niegan, sin ninguna oportunidad de apelación, todas las reivindicaciones cimentadas en los últimos dos siglos; dándosele una completa preeminencia al mercado. Hoy se repite con los migrantes forzados, lo que fuera la nefanda historia de los africanos esclavizados, vendidos como cosas y explotados hasta su muerte y excluidos como personas por la sociedad colonial fundada por españoles, portugueses, ingleses, franceses y holandeses en lo que comprende el territorio de nuestra América. Como se sabrá, a los africanos se les negó toda noción de humanidad; despojándolos de todo elemento que diera cuenta precisa de su origen, de sus credos y de su cultura, de manera que no tuvieran más opción que adaptarse y negarse a sí mismos para poder sobrevivir. De paso, los migrantes deben soportar, sin defensa de las autoridades, los ataques de quienes se expresan contra ellos con discursos y actitudes abiertamente xenófobos y fascistoides.

Para el filósofo portugués José Saramago, "la alternativa al neoliberalismo se llama conciencia". Esto implica algo más que darse cuenta de lo que es la realidad circundante. Es signo de resistencia y es preámbulo de lo que podría ser un amplio proyecto de organización alternativo de la vida social que tienda a enfrentar decididamente los estragos causados desde largo tiempo por el capitalismo neoliberal, manifestados en esa especie de amnesia histórica que envuelve a un porcentaje significativo de individuos que no parece preocuparles las consecuencias de su forma de pensar al estar centrados en su propio bienestar y mostrar una total indiferencia ante lo que le ocurra a su país de origen y a sus semejantes; aunque ello suponga subordinarse por completo al poder imperialista estadounidense, como éste siempre lo ha pretendido por todos los medios posibles.



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Homar Garcés


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