Acatalepsia. Una novela por entregas. Capítulo 2

¿Cómo destella para ti ese sentir de Juan Costudo sobre lo que viene acaeciendo en el Guamo? le pregunta Raycón Beló a Constancio Mercerón que ya había terminado de tomarse el café y se limpiaba la bigotera de espuma. ¿Qué dice, y quién es él? Un profesor de esos que no sé por qué siempre alguien lo pone a consideración, ostentándolo como experto. En este caso en el Guamo. Dice que en el desencuentro que hay entre Terepaima Ojeda, Idígoras Moreno y Ariel Saldivia, ve muy poco margen para la negociación, dado que Idígoras y Ariel, de origen ilegitimo y oscuros ambos, tienen como único empeño, cual palántidas, el que Terepaima salga de su silla a empellones, siendo que éste, lo que desea, y con mucha razón, es quedarse. Y así no se puede. El ser mientras tiene aspiraciones vagabundea. ¿No? Y sobre todo si lo aspirado es bellaco. Sí, ojalá que se quede. Pero es que también hay opiniones de verdulería, como esa del mocho Moreno, tú sabes, el hijo mayor de Idígoras, que opina que la trama debe resolverse mediante par o nones, porque lo que más cardinal le parece, según, es la estabilidad emocional y el respeto, y que, en tal sentido está presionando para que se dé esa salida dentro de los márgenes de lo estrictamente razonable. ¡Oye, ojalá que así sea! Sí, pero a la vez dice y con desfachatez que eso no es problema de más nadie, sino de ellos mismos, cuando incluso –y lo confiesa– está imponiendo... Que lo mejor que se puede hacer es nada, dejando en manos de ellos la solución. Luce atildado el mocho Moreno creyendo, además, que les presume algo de madurez para eso. ¿Y por qué no? Pero es que resulta artera su oración, porque él, por razones de sangre claramente se inclina –y se ve–, por su padre, resultando un juego peligroso y luciendo por tanto que para él, mejor sería, que pusiera su atención en otro asunto donde pudiera comportarse de forma más provechosa. Creo que tienes razón en eso. Juan Costudo también –continúa expresándole Raycón Beló a Constancio Mercerón a propósito de cómo se veía a Terepaima Ojeda fuera de las fronteras del Guamo– aseveraba que lo interesante, por no decir curioso, era que a Terepaima pretendían verlo como una frustración cuando él mismo había sido producto de una frustración, dejándose llevar de la crispación habida por los cambios y, por una propagada comedera de cable, que por cierto no era exclusiva de él, ni por él inventada. Sí… Eso no se ve equilibrado. Y es lamentable. Pero también desde su docto punto de vista apreciaba, que Terepaima Ojeda emergía como enunciado de la reacción que se notaba, mucho más allá, contra el fracaso de aquel consenso, tú sabes, habido entre académicos y economistas comanches, mediante el cual se inventaron diez instrumentos para apuntalar un sistema mundial basado en una supuesta libertad dentro de la que debían predominar los más aptos en una especie de intrincada selva, donde la vida debía concebirse gobernada por las leyes de la competencia y el conflicto y donde, además, el crecidamente apto arrollara necesariamente al más débil. Sí, ese consenso terminó convirtiéndose en un simple censo con… Y es notable el fallecimiento reciente, tras barrotes, del trimardito Rajor Wundela, idigorista, que tuvo unos días últimos no tan sufridos como en equitativa intensidad merecía. En su celda número nueve había venido sufriendo de unos abusivos dolores físicos, mientras las madres de sus víctimas habían venido haciéndolo (y desde añejo tiempo) pero de unos irresistibles de signo moral. Había perdido la armonía corporal mientras fregoteaba, sobre una lisura babosa y afortunada, su asquerosa colmena celular, pues no le bastaba para seguir viviendo bañarse con esencia de lluvia de oro ni de tierra como jabón, ya que estaba sahumado de un inmenso estoraque de sangre. Era un ser, tan servicial para los seres disminuidos espiritualmente, que era su ambulancia… Constituía él solito pues las cuatro grandes pilastras de la crueldad. Y como no tenía alma, pensaba que los demás no la tenían para alcanzar descubrirlo. Jamás perdió su dignidad y entereza, decían con admiración sus cómplices. Sí… Asombra lo optimistas que resultan los asesinos verdaderos. Pero es que ante estos asombradores tiempos –¡y vaya con qué atrevimientos!– nada, empero, debe asombrar. ¿Y asombrar para qué? ¿Qué gana uno con asombrarse? Hay como un innegable riesgo de caer en franca ridiculez por eso de asombrarse. Cuando me asombra algo no lo digo, ni de casualidad. Me lo guardo para que, cuando esté en casa meciéndome en el chinchorro diga, y en condiciones de absoluta seguridad contra la crítica: ¡Qué bolas, mano! ¡Cómo es posible esa vaina! Porque si lo hago delante de testigos presenciales, aun cuando sean de confianza, puedo llegar a merecerme ese tan guamoneano e imprecatorio, ¡Ay papá, este carajo como que no ha dejado de ser pajúo todavía! ¡Hace de cualquier mentecatez un melindre! ¿Y pudiera resultar innegable tal afirmación? ¿Pero cómo que de cualquier mentecatez, Constancio? Tú… ¿cómo que eres? ¿Resulta cualquier mentecatez asombrarse por eso de cómo trajina el mundo hoy, si es que acaso esto puede llamarse mundo? ¿Resulta mentecatez asombrarse de que Rajor Wundela –¡el genocida Rajor Wundela, precisamente!– haya acudido gimoteando ante una comisión dizque de derechos humanos pidiendo amparo por las verdades que le fricciona en la nariz Terepaima Ojeda? Un Rajor Wundela, que desde que ha estado en este mundo, la preposición de origen se entiende cargada de un significado, tan horrendo, que se torna inequívocamente abusivo y que, si hubiese existido un grupo de verdaderos supresores de la virtud, resultaba él su indiscutible presidente. Un Rajor Wundela que niega conocer a Idígoras Moreno existiendo un daguerrotipo donde aparece, tan severamente abrazado a él, que pareciera, o que le dice algo muy confidencial, o que le calienta raramente la oreja. ¿Resulta una mentecatez asombrarse ante semejante cinismo? ¿Resulta mentecatez asombrarse por ejemplo al ver a un idigorista apoyado por el civilizado Rajor Wundela rajándole el pecho a un hermano muerto, arrancarle el corazón y morderlo, con tanto odio, y ver además a un encapuchado asesinar a once hombres arrodillados y vendados con sendos tiros en la nuca, sin acordarse de Idígoras Moreno, que se reputaba como el armero del diablo? ¿Sería exagerado pensar, pues, que así mismito actuaría en su caso ante el cadáver de un ojedeano o ante ojedeanos por el mero hecho de haber sido ojedeanos? ¿Ante qué riesgos estaban, entonces, cuando había tanta demanda de acabar con el crimen y la violencia? ¿Resulta mentecatez por ejemplo asombrarse porque dos fantasmas se pasearan por el Guamo como Hades? ¿Una mujer por el barrio Necachar e Idígoras Moreno por el Surcomer sin saberse a ciencia cierta cuál de los dos resultaba más fantasma? ¿Y resulta mentecatez por ejemplo asombrarse por lo que ha dicho en su panfleto Júpiter de Dios? Qué el billete debe servir y no joder. Edgar Burral parecía pensar lo mismo, pero no sé si con franqueza. Qué el culto al billete y el poderío del capital se habían convertido como en un becerro de oro carente de rostro y fin humano. Qué millones de personas sufren las resultas ominosas de la diaria precariedad, incluso en escenarios ricos, razón por la que experimentan un gran desasosiego y desesperanza. Qué los seres humanos, como bienes de consumo, son utilizados y desechados. ¿Habrá sinceridad en ese constructo, Raycón? Quién sabe. Y hablando de becerro de oro, Constancio, ¿resulta una mentecatez (y por último) ver la descomunal desvergüenza del joven párroco Cintio Quiñones que fuera tomado con la media sotana arremangada y los negros pantalones a la rodilla y, arrodillado ante su bendita y erecta “ostia”, un joven feligrés practicándole tan novelesca felación y no acordarse de Idígoras Moreno, pero sólo en el sentido de negar con cinismo alcaponeano que él nunca había estado allí ni se reconocía en esas imágenes sin el más mínimo empacho, así como negar también el haber incitado al asesinato de veinte ojedeanos al ordenarle a sus exaltadas huestes que salieran a la calle a vaciar sus respectivos estanques de rencor? ¿Resulta esto una mentecatez? Y así tantas otras cosas asombradoras más que pudieran compilarse. Sí, Raycón, cómo negar eso, acotaría Mercerón fingiendo un desconcierto epileptoide. Y no dejó de llamarme la atención, Constancio, la fábula de aquel apuesto joven de rostro adamado que con unos trapos descuidadamente puestos en la cabeza provocaba en las mujeres revueltas hormonales que hacían inevitables los punibles arremangues… Y en particular porque últimamente había notado que todos los daguerrotipos que sacaban los medios de Idígoras Moreno pretendían presentarlo como el hombre bello del Guamo, evidentemente maquillado, buscando quizás que las mujeres se arremangaran por él ante un quimérico nuevo voto, o también que fuera expulsado del Guamo y se instalara con los vecinos en otra parte… Y bien protegido como presunto exiliado… Sí, Raycón. Creo que Idígoras Moreno ya no daba más que para eso. ¿Y sobre lo munérico, Constancio? ¿Sobre lo munérico, Raycón? Pues dime… qué. Imagínate, que por allá en el nordeste de no sé dónde, se cuadraron diez tipos a fin de iniciar conversaciones para la formación de la zona más grande del mundo. ¿Más grande del mundo en qué, y para qué? Bueno, para eso de las trapacerías, de las acomodaciones vulgarmente convenientes. ¿E Idígoras Moreno está metido en eso? ¿Lo vas a dudar, tú que casi nada dudas? Sabes, que como todo a él se le da tan despejado, se cree un esmero de Dios… El acuerdo firmado para ese zonón, diría yo, los comprometía en una década a desarrollar dicha área libre de todo (incluso de penalidades contra cualquier trápala) y, por un monto de millones y millones y millones, ¡y millones! provenientes de esas pingüedinosas rutinas. Y que a pesar de que el estancamiento, no hubiera perjudicado a Idígoras, sin embargo la realidad estaba allí firme y diciendo presente. La falta de confianza parecía ser la gran traba, ¿sabes? ¿Sí? Claro, porque un tal Paco Mierd, acosado por las solicitudes que le hacían, puntualizaba sobre un rosario de misteriosos fraudes que, a su comprometido entender, ocurrían en el Guamo. Misteriosos digo, Constancio, porque parecía mentira que allí pudiere haber misterios insondables, sobre todo tomando en cuenta toda la decencia de la que el gentilicio presumía. Sí Raycón, no cabe la menor duda: ¡donde hay misterio, habrá siempre misterio! O mejor: ¡a pequeños misterios siguen grandes misterios! El verdadero significado de los misterios se alcanza al llegar al pórtico del templo de la Sinceridad Perdida, hecho que debiera acaecer ya bien matriculados todos en la razón. Allí deben realizarse las ceremonias más cargadas de sentido, las más cargadas de enseñanzas doctrinarias. Lo que importa entonces es darle rienda suelta a la imaginación con actos más reales que aparentes. Porque lo que más resultaría, a la larga, es no ser diestros en noticias recónditas. Interesante conclusión en la que no crees. ¡Gracias en cuanto a interesante conclusión, refiérase! ¿Y por dónde pasa ese rosario de corruptelas? Imagínate: por unos groseros descuentos comprobados, el fraude se acercó a veinte millardos. Por evasiones, por retenciones debido a la tercerización y venta de información estratégica, otro tanto. Por exenciones y costos duplicados, casi dos millardos. Y por un nido de corrupción hallado en lo alto de las ramas donde las comisiones vagabundeaban, no sé cuánto más. Pero por la descapitalización y transfusión de activos a gente de alto vuelo poético, la cosa llegó a catorce millardos anexos. Y también a esta suma llegó la violación de cuotas para debilitar los precios, y complacer así a Idígoras Moreno. En fin. Y ante estas menudencias de fraudes, tendría que decir, simplemente, que todo es posible, a menos de que no lo sea. ¿Y tú qué piensas? Bueno, que eso se ve muy enmarañado. Penetrante eso, Constancio. Y lo peor era que la pobreza se afincaba y ser corrupto casi pasaba a ser una virtud. Y tú has tenido en semejante situación, Constancio, mucha culpa por tu ostensible alcahueteria. Y esto te lo digo con la mayor cordialidad debida. ¿Culpa yo, Raycón? ¡De bolas! Y por aquí estuvo también Lacosta Ricino muy absorto en cuanto a que, en el Guamo no hay una discusión real alrededor de la verdad, porque tanto Terepaima Ojeda como Idígoras Moreno lo que tratan es de encubrir la realidad que no les conviene cuando lo que se requiere es todo lo contrario. (Que no dicen la verdad en su verdadera dimensión, elucido). Que los poderosos luchan a brazo partido por recuperar sus espacios, dado que Terepaima Ojeda no les sirve para dominar a la mayoría, porque su sola espontaneidad, le basta. Que Idígoras Moreno sigue tratando de sacar a Terepaima y que es el que más oculta la verdad para intentar de ser él mismo o, colocar a uno de su compartida conveniencia, con el objeto de gozar del producto bruto e interno que se genera desde fondo de la Sinceridad Perdida. Y que esta refrendada altercación viene de muy atrás, además de que por estar trancado (el flujo dialéctico, quiero decir) pudiera llegarse a una fatal confrontación. ¡Lapidario! Me luce que se atormenta a la imaginación y que las voces se escuchan como campanas rotas. Además de que Idígoras Moreno pareciera lucir apartado como fuego y lejos como espada… De su cabeza pues nunca desaparecerá esa insubstancial esperanza que hace nido en los insulsos, cucarachas escarbadoras de polvo buscando sustento, mientras esperan ser aniquiladas por un violento pie, o, que buscando morocotas, lo que alcanzan hallar son filosos culos de botellas. Ad efesios, Raycón. Pero exoneradme, Constancio, que la tarde está muy cerrada de cielo y es bueno que por hoy paremos esto. Además, en la distancia oigo el latido de un perro con tres cabezas, y lo que deseo escuchar más bien es el susurro de los sosegados riachuelos unido a la trova multicolor de los pájaros. Cuánto quisiera estar pendiendo de las ramas de un guayacán. Nada ni nadie debe turbar mi merecido descanso de bienaventurado. Quisiera estar en un lugar donde no tenga sitio la muerte, ni el dolor, ni la vileza, ni la tirria, y ni siquiera la pelusa… ¡No en este averío!



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Raúl Betancourt López


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