Duele la patria

Sí, duele, a este costado izquierdo del pecho.

Cuando desandamos sus calles y constatamos la devastación atroz. Duele esta heredad lacerada. ¿Qué sombra maldita cayó sobre sus campos, sobre sus ya apocadas fábricas, sobre sus hospitales y escuelas? Duele esta física, tangible ruina que nos empobrece a todos.

Duele su gente, humillada, expoliada, traicionada. Este pueblo abandonado al que la providencia parece haberle dado la espalda. ¿Es que ya no tenemos una segunda oportunidad sobre la tierra, según la condena final del afamado libro?

Duelen el hambre, las enfermedades, las penurias.

He allí mi país. Musical y sonriente a pesar de todo. Duele incluso su humilde, su ingenua esperanza, este empeño venezolano en creer, en creer siempre.

Duele su rostro. Duelen sus cicatrices. Duele su cuerpo de mujer mancillado por los viles.

Y más que todo, duele el odio sembrado al fondo del alma de muchos, ése que nos desconoce, ése que nos niega, ése que nos desmerita. ¿Hacía cuánto que el rencor no mostraba sus fauces de bestia por esta comarca? ¿Cien, cientocincuenta años?

Hubo causas y hubo culpas para llegar aquí. A este lodazal de malquerencias. A este liderazgo menguado a lado y lado. Atrás quedaron los tiempos en que decirse líder político no era una ecuación mediática sino la consistente resulta de años, de décadas de formación en la forja de la lucha social. Ahora son tan pero tan pocos los que se distinguen de tanta medianía.

Duele la estólida ambición de quienes manejan el poder como si de un botín se tratara. Ésos que se aferran al disfrute sensual de sus prebendas con patética tozudez. ¿Valdrá la pena gobernar así, convirtiendo el palacio en trinchera?

Duele, avergüenza, humilla, desonra que muchos, demasiados, miren al norte en desesperado ruego de guerra y furia. Y apenan aún más los que promueven esta prédica de esclavos. ¿No fueron nuestros guerreros los que llegaron hasta el Potosí plantando por doquier la bandera de la libertad? ¿Dónde quedó el orgullo, dónde la dignidad?

Duele el silencio de los tibios. Duele el apocamiento de los contemporizadores que calculan, que sacan cuentas en medio de la desgracia de una nación. Falta la audacia de los grandes proyectos.

Duele la ineptitud, la impericia de quienes condenamos a diestra y siniestra y nunca terminamos de construir algo que valga la pena, un tinglado al menos, algo que aunque sea se parezca a un sueño político.

Escribe Cortázar en uno de sus poemas:

Esta tierra sobre los ojos,
este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles,
esta noche continua, esta distancia.
Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba,
pobre sombra de país, lleno de vientos,

de monumentos y espamentos,
de orgullo sin objeto, sujeto para asaltos,
escupido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas,
repartiendo escarapelas en la lluvia.

Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado...

Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía...
te quiero, sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho...


Pero sé que más allá está un país de silencios, una mayoría buena, que aguarda, que espera. Alguien, tal vez, alguna vez, sepa de esa arcilla siempre fresca levantar la alta columna de oro que Venezuela se merece.

Porque, para volver a Cortázar,

...te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo saldrá de este sentir.



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Enrique Ochoa Antich

Político y escritor de izquierda democrática. Miembro fundador del Movimiento al Socialismo (MAS).

 @E_OchoaAntich

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