El sagrado tubérculo

La papa, que nos obligaron por la fuerza a regalarle al mundo occidental, es en Venezuela más que un componente de la dieta: es el alimento mismo, de cualquier tipo, con el que nos nutrimos. Vamos a papear, decimos, cuando vamos a comer algo; trabajamos para garantizarnos la papa, o sea, la comida. Al que está fornido, musculoso, decimos que está papeado. En fin, esta chica del reino vegetal, variedad tubérculos, evoca imagenes gratas de barrigas satisfechas.

Ahora, y de antemano le pido disculpas a los lectores, me tengo que meter en asuntos que, por serios, prefiero tratar con ironía para no provocar malestares. Verán, aprecio mucho la papa, pero, ¡Qué mala leche con el marido de la papa, chicos! No se conforma, el beato hacedor de puentes (muéstrenme uno, por favor), con estar sentado en lo más parecido a un trono, como símbolo de hombre superior y por ende figura de abyecta supremacía en el mundo de los iguales. No le basta con que le besen el anillo los fieles prostrados y genuflexos, ansiosos de recibir lo que, como consta por su nombre de combate, él ya ha recibido: la bendición. No parece tocarle el corazón la vista de la masa que ante él se arrastra en hinojos pidiéndole interceder con su verbo a favor de la paz mundial y la conciliación de las diversas religiones.

No, este símbolo de los antivalores que usurpa el papel del Cristo redivivo tiene su agenda, y, como siempre ha sido, su compromiso es con las élites del gobierno mundial del cual es parte. En vez de tender puentes, se lanza a ofender al Islam, justo cuando al imperio le hace falta satanizar al mundo musulmán para desviar la atención del sospechoso derrumbe de las Torres Gemelas. Este hombre, cuyo apellido indica que zinga con ratas, envestido con la responsabilidad de guiar al mundo cristiano, se entrega a la labor de las ratas: infectar el mundo con la peste de la guerra. Ya su antecesor, cuya llegada al poder vino teñida de coincidencias fatales, tras la repentina muerte de Juan Pablo I, se había encargado de desligar las raíces socialistas del cristianismo de las corrientes emancipadoras latinoamericanas... ¿recuerdan cómo regañó a Ernesto Cardenal al llegar a Nicaragua? Como producto, se derrumbó el modelo socialista en Europa y las corrientes de izquierda en Latinoamérica, necesitadas de un sustrato teológico que sustentara sus aspiraciones, se encontraron básicamente con el mensaje de ofrecer la otra mejilla: ¿acaso la teología de la liberación exhortaba a combatir gobiernos injustos?

Ahora a este nuevo Papa le toca implantar las tesis del fundamentalismo cristiano para avalar las acciones del imperio sobre las bases que en su tiempo fueron usadas para las cruzadas. Basta leer con detenimiento los documentos que reseñan como se fue modelando el papel de la iglesia en el siglo XX en los USA para entender el mensaje de los principales evangelistas tipo Billy Graham o Pat Robertson, a cuya par se pone ahora Ratzinger. Son otro mecanismo más de lavado de cerebros, otra herramienta de la propaganda en el control de la opinión pública.

Este es el momento de empezar a evaluar nuestra ancestral necesidad de buscar respuestas divinas a problemas terrenales. Todos fuimos marcados con el pecado original al imponérsenos, antes de poder elegir, una u otra religión o corriente teológica. Nuestros padres y madres prolongaron en nosotros un estigma que ellos a su vez habían recibido sin serles consultado. ¿Vamos acaso a seguir haciendo lo mismo? ¿Vamos a echarle agüita en la cabeza, o a cortarles un trozo del prepucio, u otra manifestación ancestral de pertenencia a un determinado grupo de seres, a nuestros bebés? ¿No les parece que ya es hora de debatir sobre este tema? Porque lo que estaríamos haciendo es poniéndoles una marca en un lugar de donde no se borra: en la mente. Les estaríamos diciendo: "Tú eres diferente de aquél hombre o aquella mujer de allá". Y eso es lo último que necesitamos: sembrar el sentimiento de desigualdad.

Necesitamos construir al ciudadano del futuro, y ese futuro nos quiere y nos requiere iguales. Todos, cristianos, judíos, musulmanes o budistas, somos iguales, y debemos hacer presión para que las creencias religiosas dejen de influir en campos que no les corresponden. Ya el papel histórico de las religiones como medios de control social ha pasado: la evolución del pensamiento y la necesaria separación de la iglesia y el gobierno deben materializarse en concepciones de convivencia basadas en el bien común, la solidaridad social y el amor al prójimo. No hacen falta altares, templos ni estatuas de yeso para tener fe en un futuro mejor: lo que sí es necesario es sabernos iguales en derechos y responsabilidades.

Así que tomemos conciencia de nuestro papel revolucionario para interpretar en su justo sentido y propósito las alocuciones de los líderes religiosos. El Dios vivo es la acción, y ésta debe dirigirse hacia caminos de paz y bienestar colectivo. Si Benedicto XVI quiere representarnos, que se someta a elecciones; en lo que a mí respecta, es otro reyezuelo más, elegido por un selecto cónclave de príncipes en un país remoto. Y eso, en el tercer milenio, suena anacrónico. Y más anacrónico sería tomarlo en serio, si no fuera por el peligro que representa el hecho de que muchos buenos cristianos en el mundo lo toman en serio.

Ing. Franco Munini. muninifranco@gmail.com


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