La insurgencia colombiana y el gran espacio bolivariano

No por casualidad fue Bogotá el destino político de Carmona Estanga. La
capital colombiana es el polo de las fuerzas más rancias de la América
Andina. En esa ciudad sobrevive políticamente uno de los últimos
reductos de una oligarquía colonial, de blancos criollos en línea
directa, que ha venido siendo sustituida con el tiempo en todo el resto
del continente. La oligarquía colombiana es una oligarquía de verdad y
no, como ocurre en Venezuela, un motón de nuevos ricos pitiyanquis e
ignorantes, la mayoría de ellos “importados” o creados por el desarrollo
petrolero del siglo XX. La clase dominante cachaca no procede de la
hambruna europea, viene de un linaje de dominadores antiguos e
inteligentes. Esa es su fortaleza pero también su debilidad, ya que,
siendo un arcaísmo político, no puede actuar sino de un modo
completamente inútil para conseguir la asimilación de las grandes masas
populares a un sistema de dominio estable o hegemónico, a la manera de
la falsa democracia liberal.

Con un siglo y medio de diferencia, la guerra actual neogranadina
resuena en sus gritos a nuestra guerra federal. Imaginemos por un
instante que Ezequiel Zamora y su ejercitó popular no se hubiesen
levantado en medio de las consignas: “tierra y hombres libres”, “horror
a la oligarquía”, “respeto al campesino”, “desaparición de los godos”;
¿qué habría pasado en nuestro país? Lo más probable es que nosotros
tuviésemos también unas FARC y un ELN y Chávez, en vez de ser el
presidente constitucional de la República, sería hoy un comandante
guerrillero. En Venezuela, gracias a nuestra vieja guerra civil, Pedro
Pérez no tiene que ser blanco ni acomodado para que le digamos “Señor
Pedro Pérez” ni Juana González tiene que casarse por la iglesia católica
para ser “la Señora Juana”. En ciertos ambientes bogotanos y paisas
llamar “señor” a un pobre o a un negro es considerado de muy mal gusto.

Colombia vive hoy una guerra decimonónica postergada. Allí todavía el
santanderismo y el bolivarianismo son fuerzas en conflicto. Aunque
parezca una extrapolación demasiado fácil, y /mutatis mutandi/, sabemos
que los discípulos de Santander son los amos del Estado, y para-Estado,
colombiano mientras que los herederos de Bolívar se encuentran en la
insurgencia, en aquella armada pero también en aquella que pelea sin
armas, la del subsuelo, la que comparte un destino junto a las osamentas
de los indios.

La relación de Venezuela con el problema colombiano no es un asunto
meramente “humanitario”, es una cuestión vital para la supervivencia de
ambos países. Lo que pasa en Colombia es para nosotros un problema
interno y viceversa. Entre el Estado colombiano y el venezolano siempre
ha existido una gran tirantez, junto a una mutua sospecha, producto del
origen antinatural que dio nacimiento a los dos países soberanos, pues
ambos nacen por el abandono del proyecto originario de las luchas
independentistas. Sin embargo, otra soberanía, invisible pero real, se
teje, como se ha tejido siempre, con los finos filamentos populares.
Somos un mismo pueblo repartido en varias naciones. Esta verdad siempre
la pagaremos caro hasta que ese pueblo no pueda reconstruir la unidad de
su gran patria.

Este es el contexto real de toda posibilidad de liberación tanto en
Venezuela como en Colombia. El gran espacio bolivariano debe significar
el primer paso importante hacia la federación de Nuestra América. Sólo
si comprendemos bien el contexto general de la guerra que libramos,
sabremos quién es el enemigo y quien es el amigo. Las FAN venezolanas no
están emparentadas con las FFAA colombianas, a las cuales Venezuela debe
ver siempre como hostiles, incluso en un escenario de “paz”. Los aliados
naturales, por su ascendencia y por su tendencia, son los ejércitos
populares de Colombia. De hecho, el calificativo administrativo de
“terrorista” que la burocracia bogotana le ha dado a las FARC se orienta
más a impedir una vinculación más clara de la insurgencia con países
hermanos como Venezuela que al hecho de seguir insistiendo en su
deshumanización y aniquilamiento. Los temas, los modos y los fines de la
marcha del 4F son prueba de ello.

También es verdad que los medios empleados por las FARC podrían serles
de ayuda para mantenerse financieramente pero las dejan muy mal paradas
desde el punto de vista político. Aunque si bien no somos nadie para
justificar o condenar desde la comodidad de nuestras vidas, nos sentimos
autorizados a decir que la retención de no-combatientes, más la
extorsión y el secuestro de civiles, viola cualquier código de honor de
un soldado, sea este “irregular” o no. La ética no sólo es una
estrategia, debe ser también una táctica, la mejor de todas,
especialmente cuando el fin de la lucha transciende la mera razón de
Estado para instalarse en el horizonte de la utopía.

Pero si bien a veces los métodos de las FARC barruntan la mera
criminalidad en desmedro de su legitimidad, no podemos sustraer los
desmanes de la insurgencia de la atrocidad generalizada en la que vive
Colombia. La guerrilla podrá ser “ilegal” pero no por ello es
necesariamente el actor más condenable. Basta con recordar la mantaza de
los miembros de la Unión Patriótica que no sólo aniquiló a un sinfín de
dirigentes civilistas sino que impulsó la degeneración de los medios en
la lucha armada de los sobrevivientes. También están los mercenarios
americanos, los paramilitares, los narcotraficantes, el terrorismo
judicial, los medios de comunicación falsificadores de la realidad, el
sicariato político y el sistema perverso que los vincula a todos en una
sola fuerza siniestra, encubierta en la legalidad espuria de la
“seguridad democrática”.

No se trata de calcular quién es más infame sino de reorientar la lucha.
Todo moralismo abstracto, del tipo que emplean los medios de
comunicación, sólo pueden ocultar un gran genocidio. Por ello el
moralismo idiótico de los medios, tanto de “derecha” como de
“izquierda”, es la principal arma de cuarta generación. Los palestinos,
los iraquíes y los colombianos menos aturdidos lo saben. No se trata de
andar condenando o no, se trata de hacer un llamado a un cambio de
estrategia más efectiva. El zapatismo nos ha mostrado a todos la
inteligencia y la altura ética que debe tener la insurgencia
contemporánea para obtener verdaderas victorias políticas. Con esta
orientación, las FARC podrían producir lineamientos que, sin abandonar
el terreno concreto de su lucha, les permitan vencer la batalla esencial
de los corazones y producir nuevas relaciones sociales que tiendan a
favorecerlas en vez de debilitarlas. Lo mismo también sirve, dicho sea
de paso, para la organización popular de nuestro país, donde el esfuerzo
se ha ido volviendo cada vez más leguleyo y menos efectivo. No se trata
de una mera digresión moralista; pero la insistencia en una posibilidad
real donde la guerrilla, sin abandonar sus conquistas, debe comprender
el contexto político mayor en el cual una victoria es posible. Este
contexto mayor no es otro que la necesidad de la restauración de la Gran
Colombia, cuya forma moderna no será, por supuesto, igual a la que fundó
el Libertador, aunque sí de su mismo espíritu originario. Solamente
dentro del gran espacio bolivariano la lucha insurgente tiene esperanzas
de conseguir una paz con justicia. Sin embargo, este es el escenario más
difícil.

Para ello, los venezolanos también debemos entender que el espacio vital
del bolivarianismo no puede reducirse a Venezuela, porque esta
limitación no sólo traiciona el proyecto libertario de Miranda y
Bolívar, sino que, sobre todo, sería un suicidio geopolítico, incluso
para la unidad de nuestro pequeño Estado nacional. Venezuela está en el
centro de la guerra colombiana y la guerra colombiana envuelve sin duda
el futuro de nuestro país. Tarde o temprano el peligro de un conflicto
más global entre Venezuela y la plutocracia del país vecino será más
probable que posible. Para ello debemos estar preparados creando
multitud de redes orgánicas entre el pueblo venezolano y el colombiano,
que son en realidad el mismo pueblo con un enemigo común.

Vivimos momentos delicados. Los santanderistas del continente y los
mamonitas del mundo andan unidos y empeñados en dominar el espacio
bolivariano para fragmentar sus riquezas y crear islas de bienestar en
un océano de sufrimiento. Este es el modelo del nuevo capitalismo global
que lamentablemente las clases medias de ambos países contribuyen a
fomentar con su ceguera política. Pero la insurgencia también cae
fácilmente en el papel del “Coco” colaborando indirectamente con este
modelo paranoico de poder. Venezuela debe ayudar en la evolución
política de las FARC, la petición de Chávez para que se considere su
beligerancia va en esta dirección; mientras que las FARC deben
garantizar a Venezuela la contención de la estrategia bogotana, en
alianza con las fuerzas del nuevo orden mundial, para la
desestabilización de Venezuela, Ecuador y Bolivia.

El papel de la insurgencia colombiana en el eje Caracas-Quito-La Paz,
debe pasar primero por un salto cualitativo, ético, organizacional y
político, de sus formas de lucha y adecuarse a la guerra de cuarta
generación, pues su papel es fundamental en el freno del anti-eje
Medellín-Bogotá-Lima. De hecho, el que nuestro país pueda jugar un papel
pacificador en el conflicto colombiano pasa también por lo que pueda y
deba hacer la insurgencia para evitar una conflagración catastrófica
entre Colombia y Venezuela que alejaría del horizonte la construcción
necesaria del gran espacio bolivariano.

ekbufalo@gmail.com


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Erik Del Bufalo

Profesor de filosofía, textor, crítico sociocultural. "No me escuchen a mí, escuchen al logos."

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