Colombia: ¿Qué lleva a tres jóvenes universitarias al suicidio colectivo?

No se necesita un análisis dialéctico para concluir que Colombia padece una sociopatía colectiva, secundaria a un síndrome traumático por el conflicto bélico prolongado que vivimos. Deliberadamente digo traumático, porque aún no estamos en el postconflicto, así algunos quieran presentarlo de dicho modo por razones políticas. Solo hay que atender las noticias de estos días donde se resaltan las bajas que sufrieron nuestras fuerzas armadas y su respuesta contundente con más muertos causados a las FARC.

Cuando un individuo exento de enfermedades mentales decide quitarse la vida, generalmente obedece a una condición depresiva, causado por soledad, antecedentes familiares de suicidio y otras causas, y donde el juicio se altera, llevando al suicida a la conclusión que esa es la única salida a sus problemas. Los suicidios colectivos tienen otras connotaciones de tipo social profundas, que podrían corresponder a una reacción contundente ante una situación opresiva con el fin de no claudicar en sus principios (sitio de Masada durante la revuelta judía o el suicidio colectivo de indígenas en el sur de Colombia como resistencia ante el invasor), o como medida fundamentalista en algunos cultos religiosos (Waco, Texas o Jim Jones, en Guyana).

Por eso la tragedia de los jóvenes tolimenses estudiantes universitarios que tomaron la decisión libre y espontánea de quitarse la vida en la Costa Atlántica, lejos de su terruño y de sus afectos debe llamarnos a capítulo. ¿Qué los impulsó a ello? Recordemos que Tolima se ubica en el centro del conflicto Estado-guerrilla y es encrucijada de la ruta oprobiosa de la cocaína proveniente del sur de Colombia. Habiéndose apeados en San Juan de Nepomuceno, Bolívar, estos muchachos pagaron veinte mil pesos por una habitación de hotel donde llevaron a cabo el pacto de muerte.

Todos, y especialmente los jóvenes, somos bombardeados como si de un medicamento se tratara cada ocho horas por los noticieros con información violenta, donde se destacan las acciones de los grupos armados legales e ilegales, desfalcos al erario y la correspondiente impunidad que cobija a los responsables, violaciones sexuales, casos alarmantes como el de los sacerdotes que pagaron su propio asesinato. Es decir, una realidad truculenta que supera en mucho la fantasía más delirante. Se suma a lo anterior, las angustias del diario sobrevivir de los jefes de familia para no perecer en un Estado que los tiene inmersos en la mayor desigualdad del planeta en cuanto a la distribución de la riqueza.

Para rematar, el sistema educativo colombiano se mueve entre extremos. Uno lo constituye la largueza y mediocridad del sistema educativo público, corroído por la politiquería y el sindicalismo docente que no acepta evaluaciones de los educadores; y los mismos profesores que no leen ni la prensa. Por otro lado, los colegios privados, con prácticas no tan santas. El gobierno expidió el año pasado un decreto perverso que amarra las tarifas de las pensiones a los resultados de los estudiantes en las pruebas estatales de conocimiento, lo ha que desatado una campaña infernal contra los estudiantes orientada a “prepararlos” para dichas pruebas.

A los estudiantes se les imponen horarios extendidos con una recarga académica que los priva de estudiar por placer y los convierte en depósitos, un sin eje axiológico. En Cartagena el propietario de un establecimiento que casi siempre ocupa los primeros lugares en estas pruebas, dijo públicamente que las actividades deportivas y culturales en los colegios constituyen una pérdida irrecuperable de tiempo y, señala con desdén desde la ventana de su oficina a la Universidad de Cartagena como un claustro que por ningún motivo debe estar entre las aspiraciones de sus estudiantes. Quizá a semejante parecer se deba que las universidades mejor calificadas en Colombia, al mismo tiempo aportan porcentualmente el mayor número de delincuentes presos hoy por parapolítica y desfalcos al Estado.

Con este panorama desolador nuestros jóvenes crecen en la mayor desesperanza, sin saber si el esfuerzo que hacen por superarse será recompensado por un Estado insensible que no garantiza nada, ni siquiera la vida y un ambiente digno para el libre desarrollo de la personalidad. Murieron, tal vez, sin embelesarse en la inmensidad salvaje del mar. Qué bueno haberse extraviado en las noches preciosas del centro de Cartagena y con los veinte mil pesos aquellos alquilar a una pieza en la calle Larga para hacer el amor hasta que la gaviota del nuevo día les indicara que era hora de reiniciar el goce de la juventud.


munerag@gmail.com


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