Sin clases sociales, sin capitalismo y sin Estado


Conocida la experiencia fallida de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cabe afirmar que una revolución que se proponga eliminar las diferencias de clases sin eliminar, al mismo tiempo, el poder político y la fuerza del Estado, corre el riesgo inevitable de consolidar el Estado y a atribuirle la totalidad de los derechos, lo que -al final- se traduciría en el nacimiento de una nueva sociedad de clases y una nueva clase dominante. Esto vale igualmente para todo proceso revolucionario que se autoproclame socialista pero mantiene inalterables las distintas relaciones y estructuras que caracterizan y sostienen el sistema capitalista. En el fondo, lo que se hace -si se obvian tales elementos- es una lucha por reformas parciales, algunas de carácter constitucional, que contribuirán a eludir siempre el cambio estructural y servirán de válvula de escape ante el auge de las luchas populares en su fase prerrevolucionaria.
Principalmente, el desplazamiento del cual es víctima la dirigencia tradicional la impulsa a reaccionar en contra de cualquier tentativa revolucionaria, no obstante que ésta vendría a reforzar o a destacar los puntos debilitados de su gestión, aún aquellos que formaron parte preferente de sus discursos oficiales, como el de la justicia social y la igualdad de oportunidades. Consciente de ello, busca exacerbar el miedo inculcado en la gente durante décadas de propaganda y de represión anticomunista para recuperar el poder y privilegios aparentemente perdidos. Ello es cosa común en toda la amplia geografía de nuestra América, lo cual favorece que el imperialismo yanqui encuentre receptividad e identidad de intereses comunes en quienes constituyen la clase dominante y conservan viva la ilusión de que todo volverá a ser como antes.
Sin embargo, como ya ocurriera antes con Guatemala, Cuba y Nicaragua, tanto el imperialismo como sus asociados latinoamericanos nunca descartan el uso de las armas y, cuando les es propicio, recurren al manido golpe de Estado, convencidos de la penetración de las Fuerzas Armadas Nacionales, siendo su ejemplo más acabado el dado en Chile y, más recientemente en el tiempo, en Venezuela. Esto obliga a que cualquier revolución popular debe ahondar los cambios de modo contundente, tanto que se hagan sentir en todos los órdenes de la vida social, incluida la cultura y la espiritualidad, porque no se puede establecer una revolución a medias, por etapas y, menos, volcada a un solo elemento. Hay que precisar, por consiguiente, que el accionar de la oposición reaccionaria descansa en la visión cortoplacista y reformista asumida por algunos dirigentes “revolucionarios” en cargos de gobierno y al frente de organizaciones políticas y sociales, estancando y hasta impidiendo el protagonismo, la formación y la organización autónoma de los amplios sectores populares. En esta situación, la revolución debe asumirse a tiempo completo, sin institucionalizarse y dejando espacios abiertos para su profundización a manos del pueblo consciente. No basta, por ende, insertar en el texto constitucional los cambios que se desean ni regir todas las instancias del poder, si persiste la vieja creencia de que sin Estado la humanidad estará envuelta en un caos permanente. Si ésta es una falla sin ánimo de corregir, entonces el experimento revolucionario socialista involucionará y se convertirá en socialdemocracia u otra denominación, pero dejará de ser, por lo mismo, revolucionario y socialista.
Se debe entender que sin los de abajo, la clase generalmente explotada, desasistida y excluida de la sociedad, resultará imposible cualquier revolución popular verdadera, por muy altruistas y diligentes que sean sus propulsores. Por eso mismo, sus pasos deben dirigirse a acabar con la situación preexistente, antes de su irrupción en escena: la diferencia de clases, sustentada en la desigualdad y explotación económica, y el poder político y la fuerza del Estado que la legitima y le sirve de muro de contención, lo cual constituye una forma de opresión, por muy sutil que ella sea.-




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Homar Garcés


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