Binóculo Nº 561

La muerte de los libros

El primer libro que leí, fue “Platero y yo”, escrito por el español Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura 1956, considerado uno de los mejores escritores de todos los tiempos.

Entonces yo tenía unos 11 o 12 años. Pero en la biblioteca de mi papá había aquella famosa colección de libros que vendían para pagar por cuotas y que iban los vendedores a venderla casa por casa. Esta se llamaba Bruguera. Aunque “Platero y yo” me lo leí porque me lo compró un amigo en un remate de libros, de esos que abundaban en el centro de Caracas, y que podías comprarlos hasta por un bolívar. Eso fue exactamente lo que costó Platero y yo. Me encantó ese libro. Y creo que, por haber despertado esa fascinación en mí, fue que me aficioné a la lectura. En la biblioteca de mi casa en la colección de libros que creo eran 24, estaba uno que me llamó la atención, Don Quijote de la Mancha. Así que una tarde me senté a leerlo, y jamás se me olvidó el primer párrafo, que cito de memoria aún hoy en día, para hacerle creer a las personas que soy un intelectual: “En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un fermoso hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Todas las tardes cuando regresaba del liceo, me ponía a leer mi novela y no sé cuánto tardé, pero creo que fue un poco más de un mes. Espero no morir sin volver a leerlo.

Ese fue el punto de partida para leer, y no detenerme jamás. De allí, fueron cayendo a mis manos un libro tras otro, de todo tipo, fundamentalmente literatura e historia. Y debía tener unos 15 años, cuando me tropecé con Isaac Asimov y un libro titulado “El fin de la eternidad”. Es un libro tan fascinante que me introdujo en la ciencia ficción, de la que soy fanático hasta hoy día. Pero al mismo tiempo, comencé a militar en los movimientos de izquierda, y entonces debí compartir la lectura con la formación política. En mis tiempos de militante, teníamos la obligación de leer un libro por semana, ficharlo y exponerlo ante el grupo de camaradas con el que operábamos. No siempre era así, pero casi siempre. Eso me creó una disciplina que me fue muy útil años después cuando se me ocurrió ir a dar clase en las universidades. Hace como 10 años, le doné mi biblioteca completa a la comuna el Panal 2021, en donde había unos 1.200 libros, incluyendo más de 50 dedicados por sus autores para mí. ¿Cuántos de esos libros se habrán leído quienes frecuentan el lugar? No lo sé. Pero estoy seguro de que no son muchos.

Yo les decía a mis alumnos de la universidad, que no les gustaba leer porque no sabían. Y es que es menester aprender a leer, porque el lector debe leer utilizando los signos gramaticales, haciendo las pausas, respirando, usando las comas, los puntos y aparte. No puedo imaginar leer a Baudelaire, leyendo el “Himno a la belleza” como una ametralladora, sin ritmo, sin música; o leyendo sin sentido, sin sensación “El barco ebrio” de Rimbaud, dos de los llamados “poetas malditos”. Porque leer, es una pasión, una afición y una militancia, no una obligación.

Recuerdo la anécdota de un amigo a quien no le gustaba leer. Y le dije que agarrara un libro y leyera una página diaria, una sola, todos los días. Al mes iba a estar leyendo 50 páginas al día. Pero no le provocaba nada. Cuando le pregunté que le interesaba saber y me respondió que le gustaban los asesinatos, los muertos, la planificación, la escatología, pues. Entonces le regalé cuatro libros, que eran las obras completas de Arthur Conan Doyle, y le expliqué la técnica. Dos meses después no solo se había leído los cuatro tomos, sino que ya estaba comprando a los grandes escritores de suspenso y crimen. De hecho, al final yo le consultaba sobre este tipo de literatura. Era un lector voraz de este tema. Murió en noviembre del 2023 a causa de la diabetes con apenas 52 años. Ya llevaba la cuarta parte de la novela El Monstruo y el asesino en serie del español Vicente Garrido.

Les explicaba a mis alumnos que, si aprendían a leer, les parecería una fascinación y con toda seguridad saltarían de un libro a otro, como me ocurrió a mí y a tantos otros de mi generación. ¿No me creen? Lean “Los Tres Mosqueteros”, “El nombre de la rosa”, “La guerra del fin del mundo”, “El amor en los tiempos del cólera” o “Pedro Páramo” y verán que es cierto lo que digo. Siéntense a leer las 800 páginas de Crimen y Castigo y sentirán la impresionante capacidad de Dostoyevski de controlar tu centro de atención. O, pónganse a leer las 1.200 páginas de Guerra y Paz de Tolstoi, y verán el poder de hipnosis de esa novela. O, traten de entender a Leopold Bloom y Stephen Dedalus, dos de los personajes principales de Joyce en su novela Ulises, quien incursiona tanto en los estados del yo, que necesariamente debes ir a preguntarle a Freud, cómo es la aberrada psique del ser humano. Me leí 500 de sus páginas y lo abandoné, porque sentí que me estaba haciendo daño. Tres años después me leí las 500 que me faltaban.

El Códice Botánico Medicinal

Estoy echando este cuento, porque estando en Caracas en 1971, un amigo me invita a visitar a un padrino de él, quien a su vez era ahijado de José María Siso Martínez, y profesor de historia en el Pedagógico de Caracas. Esa madrugada, los noticieros daban cuenta de la muerte del ex ministro de Educación de Raúl Leoni. Nos recibió apuradito y nos invitó que lo acompañáramos a la casa del ministro, que no recuerdo si estaba en Los Palos Grandes o La Florida. Así que nos montamos en su Maverick cuatro puertas nuevecito de color verde y nos fuimos. Llegamos en menos de una hora. Cuando entramos. Había gente como sacando, más bien saqueando la biblioteca, con toda seguridad para hacer negocios. libros tirados por todas partes, pisoteados. Tirado en el piso nos encontramos “Doña Bárbara” empastada en cuero de colores y dedicada por Rómulo Gallegos a Siso Martínez. Mirando con tristeza el desvalijo, obras de arte, cosas hermosísimas tiradas en el piso y pisoteadas. Allí, yo, me encontré un librito como morado, empastado como en una especie de fieltro. Cuando lo abrí me quedé impresionado. Estaba lleno de dibujos de plantas de diferentes tipos, con muchos colores y códigos. Era una hermosura. De inmediato se me acercó el profesor y me lo pidió para investigarlo. No me quedó más remedio que dárselo. Seis meses después, el profesor llamó a su ahijado, mi amigo y le dijo que lo visitáramos en el Pedagógico. Dos días después fuimos a su oficina en el instituto. Él mismo estaba impresionado de los datos que recolectó. Resulta que el librito, de unas 150 páginas, era un Códice Botánico Medicinal que descubrieron en unas ruinas y se estima que se imprimió en 1550, que era totalmente hecho a mano. Al parecer, está escrito en Náhuatl, aunque algunos dicen que es Olmeca, es decir, que pudiera ser más antiguo. Lo cierto es que, al parecer, el 1968, el ministerio de Educación de México, decide replicar el libro, exactamente como se hizo en su momento, con los mismos materiales, el mismo papel, la misma tinta, incluso con las mismas plumillas con que se hicieron 400 años atrás. Había que fabricar todo de nuevo. Pero se hicieron solo 100 ejemplares, de los cuales a Venezuela llegó uno solo, dirigido a Siso Martínez que era ministro de Educación. Y estaba tirado en el piso y pisoteado por los inconscientes que desconocen el valor de un libro.

La mano junto al muro

Por allá, por 1972 o 1973, estando yo en Caracas me encuentro con un gran amigo, quien me dijo que el día anterior había muerto Guillermo Meneses. Meses atrás, yo había leído “La Mano junto al muro” y “La Balandra Isabel llegó esta tarde”. Mi amigo era una especie de contacto con las editoriales para imprimir los libros de Meneses; y él iba a la casa de Meneses en La Florida, a ver qué estaba pasando con su biblioteca, porque el escritor había muerto en Margarita, por lo que la casa estaba vacía. Allí lo acompañé y me dio tanto dolor ver como había un montón de trabajadores montando cajas y cajas de libros, cuadros, etc, en una camioneta sin ningún criterio, sin ningún cuidado. Había libros tirados en el piso, pisoteados, sin que nadie se preocupara por saber qué eran. Qué hubiera sentido el escritor si hubiera vivido eso. Quien ama un libro sabe el dolor que produce ver una escena como esa.

Jamonuda mampostería

Yo era un fanático de leer a Domingo Alberto Rangel, porque no solo era un tipo lúcido, sino un erudito, con una enorme capacidad docente. Sus libros no se leían, se tragaban sin problema alguno. Mi generación toda, o casi toda, leyó: “Gómez, el amo del poder”, “La oligarquía del dinero”, “Alzado contra todo”, “Aula abierta”, “Cipriano Castro: semblanza de un patriota”, “La revolución de las fantasías” y otros.

El investigador vivía en Las Mercedes, en una hermosa casa de jamonuda mampostería, con una biblioteca que provocaba fascinación. Fui a hacerle una entrevista para el medio donde entonces trabajaba. Me pareció curioso que me recibió con una media puesta y la otra no. Hablaba como a destiempo, era de noche ya, pero nos sentamos a conversar hasta las 11 de la noche. Un año después, en septiembre del 2012, se anunció su fallecimiento. Me perdí esa conversación pendiente y esa gigantesca biblioteca que no sé dónde estará, o a dónde se destinó.

Tres autores

En mis tiempos de docente en algunas universidades, siempre les dije a mis alumnos que era fundamental leer a tres investigadores, porque cada uno trabajaba en un componente que, sumados, lo llevaban a uno a entender, lo que alguna vez dijo Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias”. Es decir, el hombre y su crecimiento, el hombre y su yo interno y el hombre como ser social en la centrífuga de la economía.

Por ello aún creo que es fundamental leer a estos tres genios: Charles Darwin, quien dio una de las batallas más duras para convencer a la pacata e hipócrita sociedad inglesa a mediados de 1800, quien esboza tres elementos fundamentales para corroborar que la evolución era el elemento fundamental de crecimiento del hombre: Variación Genética, Selección Natural y Ancestros Comunes. Darwin fue vapuleado, perseguido y amenazado. Murió de casi 80 años, sin que se reconociera el valor de sus investigaciones. Al final, sabemos que tuvo razón.

El otro gran investigador fue el neurólogo austríaco Sigmund Freud, quien, partiendo de sus investigaciones sobre el cerebro y la conducta del hombre, crea el psicoanálisis, que es un término para describir su teoría sobre el funcionamiento de la mente y el método terapéutico que desarrolló para tratar los problemas mentales. Y en la medida en que fue ahondando en el funcionamiento de la “torre”, descubre que hay tres instancias de la personalidad, a las que llamó: Ello, Yo y Superyo. Ello: Es la parte primitiva y más básica de la personalidad, impulsada por instintos y deseos básicos. Yo: Es la parte de la personalidad que se desarrolla a través de la interacción con el mundo exterior y busca satisfacer las necesidades del Ello de manera realista. Y el Superyó: Es la parte de la personalidad que representa la moralidad y los valores sociales aprendidos, actuando como una voz interna que juzga y controla.

Vale decir, acoto yo, que Freud desarrolla su investigación sobre el comportamiento del hombre y sus patologías. Pero al mismo tiempo, sus investigaciones corroboran la teoría de Darwin sobre la evolución.

El tercer personaje centró toda su preocupación en la interacción del hombre con la sociedad, como se produce esa interrelación y que factores acentúan o modifican esa relación. Y quizás lo más importante: determina que la sociedad está dividida en ricos y pobres; es decir, propietarios y medios de producción, y que ese es el punto de partida, que en su desarrollo y en su complejidad, genera el enunciado más importante de “El manifiesto comunista”: “La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”.

Carlos Marx es quien explica por primera vez sobre las complejisimas relaciones sociales de producción, y que la fuerza de trabajo, es en realidad el motor del mundo; pero que está en manos de los propietarios de esos medios de producción. Esa relación de trabajo, se convierte en un proceso de explotación, donde quien realmente produce riqueza, es el asalariado; y el propietario de la fábrica, se convierte en el explotador. Toda esa madeja social es la responsable de la desigualdad y del mundo capitalista que se apropió de la humanidad.

Cada uno de estos investigadores y sus aportes, forman una tríada que es fundamental leer para entender al hombre y sus circunstancias, el hombre y su realidad, y el hombre como protagonista, de esta muy destartalada sociedad.

El libro lleva un camino acelerado a su desaparición. No encontré estadísticas que informen sobre quién compra libros y qué edades tienen, pero con toda seguridad su porcentaje ya es insignificante. No hace falta ser un mago para saber que las redes sociales, han penetrado ese nicho de manera brutal. La gente es más adicta hoy en ver un reel o un video, que sentarse a leer un buen libro. Es un reto que en mi opinión está perdido. Es posible que en 20 años el libro haya desaparecido. Y es posible que a partir de ahora sea necesario diseñar una nueva estrategia para lograr que un adolescente de 15 años entienda el inmenso valor de un libro y se sienta a leerlo.

Caminito de hormigas…

Al parecer, el combate al dólar no ha producido mucho efecto. Ya lo están negociando a 120 y a 150. Es obvio que el castigo debe ser mayor.



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Rafael Rodríguez Olmos

Periodista, analista político, profesor universitario y articulista. Desde hace nueve años mantiene su programa de radio ¿Aquí no es así?, que se transmite en Valencia por Tecnológica 93.7 FM.

 rafaelolmos101@gmail.com      @aureliano2327

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