Producto del deterioro sistemático de la visión de un Estado fuerte, que garantice al ciudadano el acceso a cubrir las necesidades básicas y que permita el acceso a servicios que satisfagan la dignidad humana en el marco de los Derechos Humanos, en nuestro país, aquellos espacios que debían ser cubierto por el Estado, tanto por lo estratégico como por lo lógico, desarrollaron un vertiginoso desplazamiento hacia la desidia durante el período de la Democracia Representativa.

Esto respondía a un plan preconcebido que minaba la calidad de lo público, permitiendo una anomia generalizada, dando paso a la falta de procedimientos claros, pautas preestablecidas para el acceso a los servicios, y por ende, a la anarquización de los servicios públicos, caldo de cultivo perfecto para la corrupción, el compadrazgo, y en general, dio paso a la “adequidad”, síndrome del declive del puntofijismo, que más allá del partido, se arraigó en la cultura del venezolano de manera perversa.

El proceso revolucionario, no sólo implica el cambio de un modelo, es la superación de la anarquía pública, asumiendo la calidad de los servicios públicos como bandera del socialismo.

La política desarrollada por la Democracia Representativa, de abandono de los servicios y espacios públicos, tenía una intensión muy clara; generar las condiciones necesarias para que la ciudadanía reclamara como única opción la privatización como solución a la ineficiencia del Estado. Esto se lograba por distintas vías: a través del recorte presupuestario de las instituciones responsables de brindar algún servicio; colocando personas no aptas en cargos de dirección del servicio y a través del desprestigio sistemático de la institución y colocación emergente de un servicio alternativo en el ámbito privado. Esta política se alinea con la concepción de un Estado mínimo, norte del neoliberalismo de los 90´ en el mundo.

La carencia de un Estado eficiente, baja calidad de los servicios públicos, funcionarios corruptos, falta de supervisión y en general, desidia institucional, incide de manera directa en el inconsciente colectivo de la ciudadanía, fortaleciendo aún más la situación anarquizada de la Ciudad o País, afectando profundamente la autoestima de quien al verse vulnerable en un estado de impunidad, arremete contra el sistema, encarnado en el otro, generando un entorno de violencia y agresividad que cotidianamente se vive en las calles, al conducir, cruzar una calle como peatón, o montarse en el Metro, perdiendo el respeto al otro, empujando sin reparo, u orinando en la calle, en medio de una cola, abriendo la puerta del carro en plena avenida, o simplemente arrojando una lata de refresco desde la ventana del vehículo o desde la ventana del apartamento.

En nuestro país, aún a pesar de la mejora por automatización de algunos servicios, y el inicio de la colocación de taquillas únicas, sigue siendo cada vez más, deplorable acceder a algún servicio público, desde lo médico asistencial, el acceso a una cédula catastral, sacar un certificado médico, o ser matraqueado por un fiscal de tránsito o un Guardia Nacional, gestionar una licencia de conducir, o sacar un acta de defunción.

Por todo lo anterior, los niveles de agresividad, como consecuencia de la falta de conexión entre lo que se planifica como política pública y la calidad del servicio, aunque heredada de la democracia representativa que tenía como objetivo privatizar todos los servicios, aún después de diez años sigue intacta, e incluso en proceso de empeoramiento, a pesar del emerger del poder popular y comunal como contralor de los servicios.

Esto nos llama, desde la base, y aún más desde el Estado, a tomar medidas en torno a la reeducación cívica de nuestros ciudadanos, teniendo como política previa, el reeducar a los funcionarios públicas, para ser verdaderos “servidores públicas”. Después de diez años, aún no es tarde.


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