La convocatoria urgente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para el 23 de diciembre de 2025, con el objetivo de tratar los ataques imperiales contra Venezuela, constituye un momento histórico que desnuda las tensiones más profundas del sistema internacional contemporáneo.
No se trata únicamente de un episodio aislado de agresión: es la expresión de un patrón sistemático de intervención, coerción y desestabilización que el poder hegemónico estadounidense ha desplegado durante décadas contra los pueblos soberanos que se niegan a subordinarse a sus designios.
El Consejo de Seguridad, órgano encargado de la paz y la seguridad internacionales, se encuentra atrapado en una contradicción fundacional: pretende ser garante de la soberanía de los Estados, pero está dominado por la lógica de los cinco miembros permanentes, entre ellos Estados Unidos, que ostentan el poder de veto. Esta arquitectura institucional convierte cualquier intento de frenar las agresiones imperiales en un campo minado.
La pregunta que titula este artículo, ¿podrá el Consejo de Seguridad parar al imperio estadounidense? revela la paradoja: el juez y el acusado son, en gran medida, la misma figura.
La historia reciente ofrece ejemplos contundentes. Las invasiones a Irak en 2003, la intervención en Libia en 2011 y las sanciones unilaterales contra países como Cuba, Irán y Venezuela fueron ejecutadas al margen del derecho internacional, muchas veces con la complicidad o la parálisis del propio Consejo.
El principio de soberanía, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, ha sido sistemáticamente vulnerado por la política exterior estadounidense, que se ampara en narrativas de “seguridad nacional” o “defensa de la democracia” para justificar actos de fuerza.
En el caso venezolano, los ataques imperiales han adoptado múltiples formas: sanciones económicas que buscan estrangular la vida cotidiana del pueblo; campañas mediáticas que intentan deslegitimar sus instituciones; operaciones encubiertas para fomentar la desestabilización política; y amenazas militares veladas que buscan intimidar a la nación.
Estos actos no son simples diferencias diplomáticas: constituyen violaciones flagrantes del derecho internacional, en particular del principio de no intervención y del derecho de los pueblos a decidir libremente su destino.
La reunión del 23 de diciembre se convierte, entonces, en un escenario de disputa simbólica y jurídica. Venezuela, al llevar su caso ante el Consejo, no solo denuncia las agresiones, sino que interpela a la comunidad internacional: ¿será capaz de defender los principios que dice encarnar, o se resignará a la impotencia frente al poder imperial?
Más allá de las resoluciones que puedan surgir, lo que está en juego es la capacidad de los pueblos de reafirmar su soberanía frente a la hegemonía. La soberanía no es un concepto abstracto: es la posibilidad concreta de decidir sobre los recursos, la economía, la cultura y el futuro político sin injerencias externas.
En el caso venezolano, defender la soberanía significa proteger el derecho a construir un modelo propio de desarrollo, a mantener relaciones internacionales basadas en la cooperación y no en la subordinación, y a preservar la dignidad nacional frente a las presiones imperiales.
El Consejo de Seguridad, limitado por su estructura, difícilmente podrá detener por sí solo al imperio estadounidense. Sin embargo, su reunión tiene un valor estratégico: visibiliza la denuncia, genera un registro histórico y abre espacios para la solidaridad internacional.
La verdadera fuerza para frenar la agresión no provendrá únicamente de las resoluciones diplomáticas, sino de la articulación de los pueblos, de la construcción de bloques regionales soberanos y de la resistencia activa de las naciones que se niegan a ser colonizadas.
El Consejo de Seguridad puede ser un espacio de denuncia, pero no será el instrumento definitivo para detener al imperio. La historia demuestra que los pueblos han conquistado su libertad no por concesión de las potencias, sino por su propia lucha. Venezuela, al acudir a la ONU, reafirma su compromiso con el derecho internacional y expone la contradicción de un sistema que proclama la paz mientras tolera la guerra imperial.
La pregunta inicial, entonces, se responde con una doble afirmación: el Consejo de Seguridad difícilmente podrá parar al imperio estadounidense, pero los pueblos sí pueden hacerlo.
La reunión del 23 de diciembre será recordada como un acto de dignidad, como un llamado a la conciencia internacional y como un recordatorio de que la soberanía no se mendiga: se ejerce, se defiende y se conquista.