Hacer renacer la Navidad

En esta Navidad no quiero ese pavoroso intercambio de productos entre manos que no se abren en solidaridad, con pasión y cariño sin vergüenza. Quiero al Niño libre en lo más íntimo de mí mismo, sembrando ternura en todos los espacios en que las piedras sofocan a las flores.

En esta Navidad no me interesan las oscilaciones de los índices financieros, ni las promesas viciadas de los políticos, ni las tarjetas postales impresas a granel, llenas de colorido y carentes de originalidad. Quiero las evocaciones más tiernas: el olor del café colado en la mañana por mi abuela, el sonido de la campana de la iglesia, el radio Philco pregonando el jabón Eucalol mientras mi padre me miraba saltar por el patio.

No quiero las amarguras familiares que se guardan como polvo en los dobleces del alma, ni las envidias que me alienan de mí mismo, ni las ambiciones que me vuelven triste como las gallinas, que tienen alas y no vuelan. Quiero las rodillas dobladas en el atrio de la iglesia, la cabeza inclinada ante el Trascendente, la perplejidad de José ante la preñez imprevista de María.

En esta Navidad no viajaré lejos de mí mismo, en búsqueda de una tierra en la que me sienta extranjero, hablando un idioma cuyo significado se me escapa. Bucearé en lo más profundo de mi subjetividad, allí donde las palabras enmudecen y la voz de Dios se deja oír como llamado y desafío. En esta Navidad no me saturaré de castañas y nueces, panetones y carnes rojas. Ni dejaré que lo que me resta de sensatez resbale por el cuello de una bebida destilada. Pondré sobre la mesa a Dios convertido en pan e invitaré a la fiesta a los hambrientos de bienaventuranzas.

Es insoportable la avalancha desencadenada por las fiestas de fin de año. El consumo compulsivo de productos, el apetito compulsivo de comilonas, la máscara de la alegría dibujada en el rostro para encubrir el bolsillo vacío, la afluencia a los espacios de jolgorio, las carreteras atascadas, las filas interminables en los supermercados, las campanas de papel envueltas en cintas rojas de los centros comerciales, e incluso esa musiquita pícara, todo eso satura el espíritu.

¿Será ese anticlima un castigo divino a nuestra reverencia pagana a la figura de Papá Noel?

Navidad es poco a derechas y mucho al revés. En pleno trópico, nuestro mimetismo recubre de nieve de algodón el árbol de lucecitas intermitentes. Y devoramos castañas, nueces, avellanas y almendras, cuando la salud pide legumbres y ensaladas.

Ya que el espíritu arde de sed de aquella Agua Viva del pozo de Jacob (Juan 4), se ahoga el cuerpo en alcohol y gorduras. La gula de Dios busca en vano saciarse en el hecho de hartarse en la mesa.

Tal vez sea en Navidad cuando se notan más nuestras carencias. Damos regalos sin darnos, recibimos sin acoger, saludamos sin perdonar, abrazamos sin afecto, damos a la mercancía un valor que no siempre reconocemos en las personas. En lo profundo de nosotros mismos estamos inclinados a la simplicidad del pesebre, el malestar procede del hecho de que nos sentimos más cercanos a los salones de Herodes.

Cambiemos nosotros y la Navidad. ¡Abajo Papá Noel! ¡Viva el Niño Jesús! En lugar de regalos presencia –junto a la familia, a los que sufren, a los enfermos, a los seropositivos, a los presos, a las familias de las víctimas de crímenes, a los niños de la calle, a los drogodependientes, a los deficientes físicos y mentales, a los excluidos.

Hagamos de la cena cesta para quien tiene hambre, y del abrazo un lazo de solidaridad con quien clama por justicia. Instalemos el pesebre en nuestro propio corazón y dejemos germinar a Aquel que se hizo pan y vino para que todos tengan vida en abundancia y alegría. Dejemos a un lado el árbol muerto recubierto de lentejuelas y plantemos en el fondo del alma una oración que sacie nuestra hambre de transcendencia. Dejémonos preñar, como María, por el Espíritu de Dios. Entonces algo misteriosamente nuevo tendrá que nacer en nuestras vidas.

Traducción de José Luis Burguet.



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Frei Betto.ALAI, América Latina en Movimiento


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