Olor a Tierra

Arnaldo apenas contaba tercero de bachillerato cuando su padre deja esta vida. Con su padre también se van las ilusiones: culminar la secundaria e ingresar a la academia militar o estudiar ingeniería en alguna universidad pública del país. Se sintió universitario desde que la prensa reseñó una batalla campal entre estudiantes y policías en los duros enfrentamientos de entonces, y los azules fueron violentos de tal forma que una estudiante recibió una bomba lacrimógena en la cabeza que la internó en el hospital hasta el día de su muerte dos años después. No obstante, Ahora sabía que las posibilidades de la universidad habían quedado atrás. Tampoco quería quedarse en aquel pueblo remoto en donde la siembra era lo fundamental y no había más conversación en kilómetros a la redonda que con las vacas que mugían al oír el canto de los campesinos mientras las ordeñaban. No estaba hecho para esa vida, así lo sentía. También sabía que dejar ese trabajo era llevar a la madre a la pobreza infinita y eliminar la oportunidad de que sus hermanos pudieran estudiar.

Luego de meses de reflexión caminando por esos montes entre la soledad infinita, decidió emigrar a la capital de la república. Había meditado que podía conseguir un trabajo, podía ganar dinero y enviarlo a sus hermanos para que continuaran sus estudios; y además, podía seguir estudiando él. Por eso habló con su madre y sus hermanos. "Nunca he ido a la capital, pero aprendo rápido", les dijo. "Desde allá podré ayudarlos mejor. Me estableceré rápido". Nadie comentó nada, ninguno hizo objeción. Sólo alcanzó a escuchar el sollozo de su madre quien le ordenó que vendiera alguna de las ocho reses para financiar el principio de su estadía en la ciudad.

A pesar de su ingenuidad pueblerina, Arnaldo también poseía un instinto natural a la sobrevivencia y delimitaba con rapidez las capacidades y las intenciones de quienes se movían en su entorno. Había llegado a Caracas a una pensión de mala muerte que tenía en medio lo que alguna vez fue un patio interior convertida en una jaula para canarios, azulejos y loros carasucias y parlanchines que armaban tremendos escándalos hasta muy entrada la tarde. Una gallega gorda, con el sobaco y las piernas llenas de pelo entrada en los cuarenta, regentaba aquella pocilga. La pensión tenía doce habitaciones y dos baños. Por lo tanto, había que madrugar si uno quería bañarse por la mañana antes de salir. En 1969 la vivienda era muy barata en el país, incluso en la capital, por lo que pagaba por un miserable cuarto de tres por tres con un destartalado armario de mohosa madera, un catre semiraido con un colchón de donde surgían los resortes como al llamado de un silbato, la risible cantidad de 75 bolívares mensuales. Rápidamente aprendió la necesidad de comprar candados para cerrar su cuarto en las noches mientras dormía y por fuera cuando salía. Con igual rapidez había conseguido trabajo en una fabrica de zapatos en donde se ganó la confianza de sus compañeros y el aprecio de los patrones quienes se quejaban de tener que pagar un salario de 15 bolívares diarios a los obreros, ordenado por un decreto presidencial.

En dos meses la inteligencia natural de Arnaldo le enseñó no sólo las habilidades manuales del arte de hacer zapatos; también le enseñó la composición social y económica de una fábrica artesanal medianamente grande, los menesteres administrativos de la misma y algo que por instinto humano siempre veía con malos ojos: el mal trato dado a los trabajadores. Los propietarios eran extranjeros con estudios elementales, acostumbrados a la explotación y a trabajar de sol a sol. Era algo que Arnaldo rechazaba de forma natural, se sentía incomodo ante lo que le parecía una injusticia. No obstante, su gran capacidad de trabajo le había garantizado no sólo un puesto seguro en la fábrica, sino un cargo de supervisor, que no sólo le subía el sueldo, sino que jerárquicamente lo hacía diferente al resto de los compañeros con los que se había iniciado al llegar a la capital.

Cinco meses después, en sus reflexiones internas percibía que había llegado a la capital con propósitos específicos, algunos de los cuales cumplía religiosamente. Enviaba dinero para su madre, los estudios de sus hermanos, pero había descuidado su interés por sí mismo. Se debatía entre los vicios propios de la ciudad y la necesidad de hacer algo útil. Se había convertido en un militante de la rutina. En las tardes salía de la fábrica para tomar varias cervezas antes de regresar a la pensión para cenar, dormir y levantarse temprano al otro día.

Para mediados de 1969 la convulsión política del país era de alta significación. Las protestas estudiantiles se producían a diario y también a diario había un saldo de estudiantes heridos y algunos muertos, allanamientos a liceos y universidades. Ese mismo año, paralelo a la decisión del gobierno de allanar y cerrar la universidad, Arnaldo establecía amistad con Jesús Alberto, un joven moreno, fornido e inteligente que se había convertido –por mandato de sus compañeros- en el líder del sindicato de una fabrica de cartones cercana al trabajo de Arnaldo. Jesús Alberto era la brújula que Arnaldo había buscado por mucho tiempo. Con él aprendió los valores de la lucha social, la igualdad como un acto de justicia, la solidaridad como un reflejo de la amistad. Aprendió que la política era un instrumento útil para la organización de la sociedad, para analizar las cosas y para entender las cosas y para comprender los grandes problemas del país y del mundo. Su amigo lo vinculó a la actividad política, conoció a otros jóvenes como él, universitarios unos, obreros otros, vecinos los más. Todos tenían un elemento en común: creían en la igualdad y en la necesidad de arrebatarles el poder a los corruptos y a los enemigos del pueblo. Las dudas lo llenaban de inquietud, le costaba entender cosas, procesos, pero se sentía bien. Su vida cambió por completo. El trabajo en la fábrica se convirtió en un medio para conseguir un fin. Organizar a los trabajadores lo hizo enemigo de los patronos, generándole la primera disyuntiva pues continuaba con su compromiso de enviar dinero a su familia.

En 1970 ya Arnaldo era un sólido luchador social. Había pasado por siete fábricas diferentes. De todas lo habían despedido por sus luchas sindicales. A duras penas, el poco tiempo libre le había permitido culminar el bachillerato. También había conocido la represión policial cuyas marcas en su espalda debido a los peinillazos, eran un recuerdo permanente.

Tan sólo en tres oportunidades había vuelto a su pueblo natal: una vez en Semana Santa, otra en Carnaval y en navidades. A pesar de la curtiembre que se notaba en su cuerpo y su forma de expresar, no había perdido la humildad pueblerina y su regocijo por el olor a tierra mojada, cuando la lluvia santiguaba a la madre naturaleza. La expresión de su rostro denotaba el grato recuerdo por el aroma a la bosta de las vacas que por mucho tiempo ordeñó. Tan pocos días en su lar nativo le parecían infinitos y placenteros. Se levantaba tarde para desayunar arepas con perico, queso de mano, caraota frita y un café con leche cuyo sabor se le quedaba grabado por mucho tiempo. Almorzaba a las dos de la tarde y hacia siesta hasta las cuatro. Se regocijaba cuando hablaba hasta altas horas de la madrugada con su madre y sus hermanos. No obstante, la hiperquinecia capitalina, el trabajo en la fábrica y el deber político, se habían apropiado de él. Por ello siempre regresaba de nuevo a la ciudad, al ajetreo, a las responsabilidades.

Para esa década, la tensión política del país se había tornado compleja y violenta y las protestas eran a diario. Un reciente hecho, la muerte de tres estudiantes en Barquisimeto, Maracaibo y Puerto La Cruz, obligó a las organizaciones políticas y civiles a realizar de una gran marcha nacional concentrada en la capital que saldría de la UCV y llegaría al Congreso de la República y luego a Miraflores, sede del gobierno. El mismo día de la decisión, un estudiante de medicina que paradójicamente enseñaba primeros auxilios en la escuela de policía, fue muerto por una bomba lacrimógena disparada por los mismos azules. A las nueve de la mañana fue la concentración en predios de la Plaza Venezuela. Miles de estudiantes y obreros con pancartas se disponían a marchar hacia la casa de gobierno. La policía se encontraba cerca en actitud provocadora. Caminaron sin contratiempos hasta poco antes del destino, cuando de repente explotó una batalla campal. Palos y piedras contra balas y bombas lacrimógenas, carreras, heridos, planazos, camiones antimotines, fuego y más tiros. Todo era confusión. Los gritos de las muchachas y la sangre en la calle, vidrios rotos, gente corriendo, más palos, más peinillazos, muchos disparos, caídos y arrastrados. Fueron a protestar contra los asesinatos y dejaron cinco muertos más.

Era viernes cuando Arnaldo regreso a su pueblo. Acababa de cumplir 22 años. Un enorme jabillo daba sombra a la entrada, donde sus familiares se guarecían del inclemente sol. A lo lejos, dos hombres preparaban una mezcla de cemento. Tenían al lado un radio portátil del que salía la voz de un político que condenaba los hechos ocurridos dos días atrás, en donde cinco manifestantes fueron asesinados. Su madre gemía en el más angustioso silencio, allí en la puerta del cementerio. Ni siquiera se cumplieron los sueños por los que luchó. Ese día tampoco había el olor a tierra mojada que tanto le gustaba.



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Rafael Rodríguez Olmos

Periodista, analista político, profesor universitario y articulista. Desde hace nueve años mantiene su programa de radio ¿Aquí no es así?, que se transmite en Valencia por Tecnológica 93.7 FM.

 rafaelolmos101@gmail.com      @aureliano2327

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