Inquietudes securitarias en tiempos de pandemia

"A la peste responde el orden; tiene por función desenredar todas las confusiones: la de la enfermedad que se transmite cuando los cuerpos se mezclan; la del mal que se multiplica cuando el miedo y la muerte borran los interdictos (…) para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de la peste", Foucault (1975).

La pandemia es real en términos biológicos y sanitarios, también es ideológica y mediática. No hay espacio en la opinión pública ni conversaciones libres de virus. La hipocondría junto a los trastornos obsesivos compulsivos de limpieza y orden son también pandemias no declaradas.

Así, nos encontramos con especialistas en lavado de manos, en las nuevas normas de etiqueta al saludar y las modistas de tapabocas que pululan por las redes. Las clases medias y altas romantizan la cuarentena. El trabajo teledirigido es la última tendencia, mientras que la gente que vive al día y sale a trabajar es invisibilizada o vista como seres díscolos e inconscientes merecedores de un disciplinamiento ejemplarizante.

A estas alturas nadie puede discutir las dimensiones de la pandemia: en el momento de escribir estas líneas supera las 116 mil muertes y los 1,8 millones de casos confirmados. Situación que coloca sobre el tapete la importancia y la necesidad del sistema de salud pública. Tampoco abordaré el debate sobre sus orígenes, ni las tensiones que han mostrado algunos gobiernos que se preocupan más por la buena marcha de la economía que por la salud y la vida de sus conciudadanos (deciden quienes pueden vivir y a quiénes dejan morir). Lo que quiero es compartir unas primeras inquietudes sobre las lógicas securitarias subyacentes en los intentos de contención del COVID-19. Me refiero a cómo se puede instrumentalizar políticamente la pandemia.

La peste, un correlato médico y político a la disciplina

A mediados de enero, en mi curso de criminología hablamos del panoptismo en Foucault (1975), tal como lo hacemos todos los años. Días después, una de mis estudiantes me dijo que cuando vio las noticias sobre el coronavirus no podía dejar de vincular todo lo que sucedía con la metáfora utilizada por el filósofo francés: el traslado del modelo arquitectónico del panóptico a un modelo de sociedad permeada toda por mecanismos disciplinarios, explicado a través de un reglamento sobre las medidas que se debían adoptar para el control de la peste.

En efecto, la descripción de lo que se hacía a finales del siglo XVIII cuando se declaraba la peste en la ciudad permanece intacta: divisiones espaciales, prohibición de salir de casa durante la cuarentena, turnos para salir en caso de extrema necesidad, evitar encuentros con otras personas. Se intensifica la vigilancia y se lleva registro de todo, estrictos controles militares y policiales aseguran el confinamiento: "si se mueve, le va en ello la vida, contagio o castigo"; "lo que se mueve lleva a la muerte, y se mata lo que se mueve". Frases hoy vigentes en contextos donde los cuerpos de seguridad más letales son los que velan por el cuidado de tu salud. Es la más clara expresión del lado mortífero de la biopolítica: se puede hasta matar "legítimamente" a quienes representen un peligro biológico.

El miedo hace funcionar de manera espléndida los dispositivos disciplinarios. El miedo a la peste, al contagio, hace que las personas desesperadas, en procura de su propia supervivencia, se entreguen sin resistencia alguna a los controles y a la vigilancia. La docilidad aumenta en la medida que las evidencias médicas y científicas ratifican el peligro.

Ya no se trata de una ciudad ni de un país, es en el mundo donde se ha declarado la peste. Y por eso vemos cómo se transforma entonces —como nunca antes— en el "laboratorio de poder" perfecto para poner en práctica todos los dispositivos disciplinarios y de control, con tecnologías de punta. Donde no se goce suficientemente de estos recursos, las delaciones vecinales o comunitarias administradas por el gobierno de turno, o el simple uso de la fuerza, no faltarán. Es la más perfecta cristalización de la sociedad disciplinaria global, que se extiende con la velocidad que le permiten las comunicaciones de nuestro mundo actual.

Así entonces, a pesar de convencernos de que hemos avanzado mucho como sociedad, terminamos reducidos a la pura vida biológica (nuda vida). El peligro de contagio exige la obediencia rápida del pueblo y otorga la autoridad máxima a los gobiernos. Se merman de esta manera las posibilidades de organización desde abajo, así como revueltas o resistencias callejeras.

Hasta ahora la única solución que se plantea es el confinamiento o distancia social.

Un dispositivo para diagnosticar el nuevo coronavirus diseñado por un equipo de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Hong Kong. Agencia Sputnik

El coronavirus como dispositivo

El término dispositivo es decisivo en la obra de Foucault, pudiera entenderse como "un conjunto absolutamente heterogéneo que implica discursos, instituciones, estructuras arquitectónicas, leyes, medidas administrativas, proposiciones filosóficas, en breve: tanto lo dicho como lo no-dicho (…) El dispositivo es la red que se establece entre estos elementos". Es una especie "de formación que en un determinado momento histórico tuvo como función esencial responder a una urgencia", tiene "una función esencialmente estratégica".

Es en síntesis: "un conjunto de estrategias, de relaciones de fuerza que condicionan ciertos tipos de saber y son condicionadas por ellas" (Foucault, 1977).

En ese sentido, el coronavirus viene a ser el dispositivo securitario y de control de estos tiempos. Resulta mucho más potente, eficiente, expansivo, democrático y global, que la lucha contra el terrorismo (post 11-S), y que la guerra contra el narcotráfico o la insurgencia del siglo pasado.

Ahora se trata de la salubridad y de la vida misma. Este mal no tiene rostro, ideología, asentamientos y tiene el poder de convertir a cualquiera de nosotros en un sujeto peligroso. Este mal cuenta además con evidencias, y con todo un saber médico-científico que lo respalda y legitima, que da bases para tener un miedo justificado. El pánico es una base sólida para ceder todos nuestros derechos al viejo y desgastado Leviatán, para que nos proteja de este nuevo mal absoluto. En este marco —pero ahora a otra escala—, necesitará de poderes plenos para poder hacerle frente a la amenaza.

Estaría justificado: tiempos excepcionales ameritan medidas excepcionales, especialmente en lo normativo, lo tecnológico y lo securitario. Sin embargo, no perdamos de vista que: a menor capacidad sanitaria y científica, mayores serán las medidas policiales, militares y propagandísticas. No obstante, siempre se harán esfuerzos para que las primeras se confundan con las segundas.

Y así el estado de excepción (Agamben, 2005), donde los derechos quedan suspendidos, el toque de queda se impone y se hace legítimo, pública y evidentemente, a nivel global. No se oculta, se exhibe como sinónimo de buen gobierno, para transmitir que "se está haciendo algo". Con la excepcionalidad como regla se implementan otros modelos, nuevos mecanismos de poder se intensifican sobre la vida cotidiana de las personas. En nombre de la vida se refuerzan y se expanden todos los controles y poderes excepcionales, con la anuencia y plena colaboración de la ciudadanía.

Se ha logrado la unidad en contra de un enemigo común, omnipresente e invisible que nos amenaza a todos. El coronavirus se ha convertido en el máximo dispositivo biopolítico global. Una vez superada la pandemia, en términos sanitarios, los mecanismos de control desplegados serán difíciles de revertir. Es posible que permanezcan entre nosotros mucho más que el propio virus que le sirve de pretexto.



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Keymer Ávila

Abogado graduado en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Máster en Criminología y Sociología Jurídico Penal, UB (Catalunya). Investigador y Profesor de Criminología en la UCV.
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