Tal como lo afirma una de las más rigurosas especialistas en el tema, Ellen
Meiksins Wood, esa doctrina se caracterizó desde siempre por su enorme
elasticidad para ajustarse a las necesidades de las clases dominantes en sus
diversas empresas de conquista. Si bien su formulación original se remonta a San
Agustín y Santo Tomás, fue la pluma del dominico español Francisco de Vitoria la
que produjo una oportuna justificación de la conquista de América y la sumisión
de los pueblos originarios, mientras que el jurista holandés Hugo Grocio, hizo
lo propio con los saqueos practicados por las compañías comerciales lanzadas a
repartirse el nuevo mundo.
Buscando apoyo en esta tradición Obama
sentenció que una guerra es justa “si se libra como último recurso o en defensa
propia; si la fuerza utilizada es proporcional; y, cuando sea posible, los
civiles son mantenidos al margen de la violencia.” De este modo la versión
original de la doctrina experimenta una nueva redefinición para mejor responder
a las necesidades del imperio y culmina mimetizándose con la teoría de la
“Guerra Infinita” pergeñada por los reaccionarios teóricos del “Nuevo Siglo
Americano” y fervorosamente adoptada por George W. Bush Jr. para justificar sus
tropelías a lo ancho y a lo largo del planeta. Es que aún después de sus
sucesivos deslaves los imperialistas desconfiaban de la doctrina de la “Guerra
Justa” porque no creían que fuese lo suficientemente flexible como para otorgar
una justificación ética a su rapiña. Había que ir más allá y la teoría de la
“Guerra Infinita” fue la respuesta.
Pese a las modificaciones que fueron debilitando su argumentación, la doctrina de la “Guerra Justa” sostenía la necesidad de satisfacer ciertos requisitos antes de ir a la guerra: (a) tenía que haber una causa justa; (b) la guerra debía ser declarada por una autoridad competente, con el propósito correcto y una vez agotados todos los otros medios; (c) tenía que existir una elevada probabilidad de lograr los fines perseguidos; y (d) los medios debían estar en proporción a esos fines. A lo largo de los siglos los periódicos aggiornamentos introducidos por los teóricos de la “Guerra Justa” fueron relajando estas condiciones a tal punto que perdieron todo importancia práctica.
En su discurso Obama hizo una encendida defensa de la guerra de Afganistán
–secundada, dijo, por otras 42 naciones, entre ellas Noruega- al paso que en un
alarde de optimismo declaró que la guerra en Irak estaba próxima a su fin. Por
lo visto la interminable sucesión de muertes, sobre todo de civiles inocentes,
que a diario ocurren en ese país por culpa de la presencia norteamericana es
para el ocupante de la Casa Blanca una nimiedad que no puede ensombrecer el
diagnóstico triunfalista que el establishment y la prensa propalan en
Estados Unidos con el ánimo de manipular a la opinión pública de ese país.
Pero aún dejando de lado estas consideraciones es evidente que ni
siquiera los amplísimos criterios esbozados por Obama en su discurso son
respetados por Washington en los casos de las guerras de Irak y Afganistán: la
ocupación militar no fue un último recurso, pues la casi totalidad de la
comunidad internacional insistía –y sigue haciéndolo hoy- en la posibilidad de
hallar una salida diplomática al conflicto; no se puede hablar de defensa propia
cuando el enemigo del cual hay que defenderse –el terrorismo internacional- está
definido de modo tan difuso que torna imposible su precisa identificación y la
naturaleza de su amenaza; la falta de proporción entre los agredidos y el
agresor adquiere dimensiones astronómicas, toda vez que la mayor potencia
militar de la historia de la humanidad se ensaña contra poblaciones indefensas,
empobrecidas y dotadas de rudimentarios equipamientos bélicos; y, por último, si
hay alguien que no ha sido mantenido al margen de la furia destructiva de las
fuerzas armadas de Estados Unidos es la población civil de Irak y Afganistán.
En suma: no hubo ni hay una causa justa para desencadenar estas
masacres, algo crucial para la teoría tradicional. Salvo que Obama crea todavía
que había “armas de destrucción masiva en Irak” (una perversa mentira urdida por
Bush Jr., Cheney, Rumsfeld y compañía, con la complicidad de la dirigencia
política y la “prensa libre” de Estados Unidos); o que Osama bin Laden y Saddam
Hussein –enemigos mortales- compartían un proyecto político antiimperialista; o
que la población afgana encomendó al primero cometer los atentados del 11-S y
por eso merece ser castigada. No hay causa justa para ninguna de estas aventuras
militares de Estados Unidos -como no la hubo antes en Vietnam, o en Corea, o en
Granada, o en Panamá, o en República Dominicana- y no es mera casualidad que
Obama obviara toda mención a esta tradicional cláusula en su discurso. En su
peculiar visión –que es la visión de los círculos dominantes del imperio- la
“Guerra Justa” se convierte en la “Guerra Infinita”.
En línea con esta doctrina Obama también viola la cláusula tradicional que
establecía que al entrar en guerra una nación debe tener una razonable
probabilidad de alcanzar el objetivo acordado. Y si hay algo que la historia
reciente ha demostrado hasta la saciedad es que el terrorismo no desaparecerá de
la faz de la tierra haciéndole la guerra. Obama citó en su discurso un pasaje de
Martín Luther King “la violencia nunca traerá paz permanente. No resuelve ningún
problema social: sólo crea otros nuevos y más complicados.” Pero a renglón
seguido argumentó que como jefe de estado, juramentado para proteger y defender
a su país, no puede solamente guiarse por las enseñanzas de King o del Mahatma
Gandhi ante las amenazas que atribulan a los estadounidenses.
El
discurso paranoico, patológico hasta la médula, de los ideólogos
neoconservadores reaparece en labios del paladín del progresismo norteamericano:
siempre la amenaza, sea de los comunistas, del populismo, del narcotráfico, del
fundamentalismo islámico o del terrorismo internacional. Pero estas amenazas,
más imaginarias que reales, son un ingrediente necesario para justificar la
ilimitada expansión del gasto militar y la enorme rentabilidad que esto ocasiona
para los gigantescos oligopolios que giran en torno al gran negocio de la
guerra. Sin aquellas sería imposible justificar el predominio del complejo
militar-industrial y los fabulosos subsidios que recibe, año tras año, del
dinero aportado por los contribuyentes norteamericanos. Tampoco hubiera sido
posible la desorbitada militarización de la sociedad norteamericana, que se
proyecta hacia afuera con su agresiva política exterior y hacia adentro en la
abrumadora presencia de las fuerzas represivas y de inteligencia, facilitada por
la legislación “antiterrorista” de Bush Jr. que conculcó buena parte de las
libertades civiles y políticas existentes en Estados Unidos.
El
resultado de esta indiferencia ante la cláusula tradicional que exigía que la
acción bélica tuviera altas probabilidades de alcanzar los fines trazados no es
otro que la total autonomización de la iniciativa militar. Como agudamente lo
señalara Meiksins Wood en Empire of Capital en esta nueva versión de la
teoría la respuesta militar se justifica aún cuando no exista
ninguna posibilidad de que la misma sea exitosa. O, lo que es aún peor, bajo
estas nuevas condiciones la agresión militar del imperialismo ya no requiere de
ninguna meta específica o de algún enemigo claramente definido e identificado.
La guerra no necesita de objetivos claramente delimitados y se torna un fin en
sí mismo; un fin inalcanzable, y por lo tanto, infinito. Lejos de ser una
situación excepcional la guerra se convierte en una actividad permanente: una
guerra infinita contra un enemigo inidentificable cuyos cambiantes contornos
–hoy un comunista, mañana el populista, después el “terrorismo internacional”,
etcétera- lo dibuja, con absoluta arbitrariedad, el Ministerio de la Verdad del
imperio, cuya misión no es otra que falsear la realidad y fabricar el consenso
que necesitan los dominantes. No sería exagerado decir que las peores
predicciones de George Orwell acerca de la producción de desinformación no sólo
se vieron confirmadas sino sobrepasadas por el aparato cultural norteamericano.
Gracias a este dispositivo de manipulación y control ideológico el gran negocio
de la producción y venta de armamentos se inmuniza contra los avatares del ciclo
económico. Guerra infinita es otro modo de decir ganancias infinitas y
permanentes.
El ácido comentario de la ex Secretaria de Estado de Bill
Clinton, Madeleine Albright, sintetiza muy bien el espíritu y las premisas que
subyacen a esta postrera degradación de la doctrina tradicional: “para qué sirve
tener tan formidable ejército si luego no lo podemos usar.” De eso se trata,
pues el uso y la periódica destrucción de esa impresionante maquinaria militar
es lo que se necesita para que prosperen los negocios del complejo
militar-industrial. Con su soberbio desparpajo Albright reveló lo que muchos
ideólogos del imperio se cuidan muy bien de callar.
El discurso de Obama fue decepcionante. Por más que el premio Nóbel de la Paz
se haya devaluado –recuérdese que se lo otorgaron a un criminal de guerra como
Henry Kissinger- el presidente de Estados Unidos tendría que haber sido capaz de
elaborar un argumento que sin caer en un inverosímil pacifismo se hubiera por lo
menos distanciado en algo de la tónica ideológica impuesta por Bush Jr. y sus
compinches. No lo hizo. Es más: existen fundadas sospechas de que algunos de sus
speech writers también lo hayan sido de su nefasto predecesor.
No
sería de extrañar esta continuidad. Obama ratificó en su cargo al Secretario de
Defensa designado por Bush Jr., Robert Gates y, en fechas recientes, propuso
como Secretario de Estado Adjunto de Investigación e Inteligencia a Philip
Goldberg, expulsado de Bolivia por el presidente Evo Morales el 10 de Septiembre
de 2008 por su descarada participación en las intentonas separatistas del
prefecto del Departamento de Santa Cruz, Rubén Costas. Así las cosas, las
esperanzas alimentadas por la irracional “Obamamanía” cultivada por las buenas
almas progresistas parecen hoy más ilusorias y absurdas que nunca.