Comienzo de un desengaño

"La guerra hace al ladrón, la paz lo ahorca —habría dicho Maquiavelo—. Porque los que no saben vivir de otro modo, ni encuentran quien les mantenga, ni tienen virtud de acomodarse a la vida pobre pero honrada, acuden por necesidad a robar por los caminos, y la justicia se ve obligada a ahorcarlos. La situación es crítica. Los bandidos asolan las villas y los caminos. Los señores feudales se van a las manos. Dirimen sus problemas en guerras privadas. Los veteranos ambulan por los caminos como almas en pena. Algunos mendigan, otros toman por la fuerza lo que por la fuerza siempre habían tomado. Eran crítica la situación de España a fines del siglo XVV. Sobre ella pesaban demasiados años de guerra. España estaba enferma de armisticio".

La guerra en aquellos siglos era una actividad individual. Hoy —dice Ortega— son los pueblos las colectividades nacionales, los Estados, los que practican en grande y a todo meter la aventura, dándose la circunstancia tragicómica de que en lo interior de la inmensas turbulencia, la vida de cada individuo transcurre más metódica y reglamentada que nunca… En toda la Península, desde Don Pelayo hasta Isabel I, hubo siempre campo de acción para los inadaptados o incapacitados para la paz. España tuvo a mano la posibilidad de proyectar sus vidas atormentadas en el acto heroico. Destruir y guerrear, más que una actividad fortuita, se convirtió en una profesión honorable, donde siempre fue mayor la demanda que la oferta.

El primer malestar de los Viajeros de Indias se hizo sentir en la travesía. Refiere el doctor Changas "que era maravilloso oír los gritos y lloros que todos hacían y con mucha razón, que la gente venían ya tan fatigados de tan mala vida y de pasar agua, que con muchos deseos suspiraban por tierra". A los veinte días llegan a unas islas que se llaman Dominica y Marigalante. Al poco tiempo descubren las tierras de los caribes y las bautizan Guadalupe. Ahí encuentran unas mujeres cautivas que les hacen unos relatos poco halagüeños sobre aquellos indios, a los que Colón y su vocero Pedro Mártir habían descrito como "de buen y natural mansedumbre".

No tardarían en comprobarlo al llegar a la Española y darse cuenta del triste final que había tenido el fuerte de la Natividad, primer asiento de los españoles en América. Como es sabido, el Almirante dejó en la isla una guarnición de cuarenta hombres al mando de Diego de Arana. La mañana del 28 de septiembre, Colón y sus compañeros descubrieron con horror que todos los colonos habían muerto a manos de los indígenas y reducido a cenizas el Fuerte. Se acusaba a Caonabó y Mayrení, primeros héroes de la resistencia contra los conquistadores. Se comprobó la traición de Guacamarí, amigo y colaborador de España. El rompimiento entre aquellas dos razas se hizo definitivo. De ahí en adelante sólo la muerte y destrucción podía esperar la una de la otra. Los indios no tenían esas "cristianísimas disposiciones" de que les hablaba el Almirante. La Natividad fue la primera decepción que España recibió de América; fue el primer desengaño para los que creyeran que el Nuevo Mundo era el asiento del Paraíso Terrenal. Fue la mentira que más dañó hizo al Almirante. Bajo la promesa del oro, que no se encontraba por ninguna parte, Colón tuvo en jaque por un mes a la armada. Como señala acertadamente su biógrafo: "No era posible que un jefe que así manejaba hombres y situaciones, guardase íntegra su autoridad por mucho tiempo". Cansado de vagabundear, Colón decide fundar la primera ciudad de América. La llamó Isabela, en recuerdo de su protectora. Construyó hospitales. Edificó una iglesia y una casa fuerte para él. La ciudad adelantaba, pero cuando todo se estabilizaba, sobrevino una epidemia que diezmó la población.

Ya no hay miedo en La Española, pero tampoco hay oro. El verdadero dilema del oro y la sangre se plantea mucho más allá de Santo Domingo. En un principio será en la costa firme de Venezuela, en la región del Istmo, en las playas de Yucatán, luego será México, el imperio incaico, las tierras australes. Lo de La Española y las Antillas circunvecinas ha sido apenas un juego de niños. La verdadera medida del conquistador se la darán las tierras que van desde California hasta la Tierra del Fuego. En ellas hay más oro que en La Española, per cien obstáculos en cada legua. Si en Santo Domingo hubo lucha contra los indígenas, hambre y crímenes, América se lo devolvería como un eco. Lo que entonces había sucedido era apenas un presentimiento de lo que iba a suceder.

Como complemento del drama interior de la Colonia, se reciben noticias de que el cacique Caonabó tiene sitiada la fortaleza de Santo Tomás, donde ha quedado Pedro Margarite con cincuenta hombres. Para darles salida a los hambrientos de la Isabela, Colón envía a Ojeda un ejército de 250 ballesteros. Además de las instrucciones expresas de cortarles las narices y las orejas a los indios que se mostrasen indisciplinados. Como para dar fe de que se ha transformado e n un hombre feroz, y no en el Capitán blando que perdonó a Guacamarí, hace decapitar a un cacique y a dos indios principales que han ido a quejarse del desnarizamiento que ha iniciado con todo éxito el futuro descubridor de Coquivacoa. Ante tal hecho se insurreccionan las tribus de los alrededores. A la peste, el hambre, la tiranía, los colonos suman la guerra contra el indio. La Isabela, como apunta Madariaga, no es una ciudad pujante de conquistadores, es más bien un hospital. Un hospital a donde no van tan sólo las victimas de Marte, sino las de Venus. Las bubas y sífilis hacen estragos en aquella carne nueva. Con este panorama tremendo no se le ocurre al Descubridor nada mejor que irse a descubrir. Como si fuese sordo a los ayes lastimeros de los heridos y a los tambores de guerra de los indios que amenazan tragarse la ciudad, sale a explorar con tres carabelas. Estará ausente cinco meses. Deja como gobernante a su inepto hermano don Diego. Era ya demasiado para la mejor estrella.

Fernández de Oviedo, testigo del retorno de Colón en su segundo viaje, describe el aspecto de aquellos hombres en estas líneas: "eran con la misma color del oro, pero no con aquel lustre". Inútil será que el Descubridor exhiba, a punta de tambores, las maravillas de las Indias. Con él venía una legión de fracasados que iban diciendo cómo en la Española, abundaba más el hambre que el oro, los indios bravos que los de "buena disposición", las bubas más que las hermosas ninfas que describe el hermano tenorio don Bartolomé. Mientras Colón pretendía describir al Nuevo mundo con palabras de mercader, en su comitiva se arrastraban el rencor y el despecho. Odio que iría diciendo de pueblo en pueblo cómo lo del oro era una gran falsedad. Como diría también lo de los caníbales; lo que sucedió con la gente de la Natividad- Hablaría del huracán y de los cincuenta días necesarios para volver a España. Pero daría rienda suelta con especial deleite al resentimiento que tenía contra los hermanos Colón. Hablaría de su crueldad inhumana, de su avaricia sórdida, de su ineptitud como jefe, descubridor y almirante. Escribe Fernando Colón que los ex-pobladores de La Isabela se congregaban en la corte para insultar a sus hijos, a la sazón, pajes de la reina: "Mirad los hijos del Almirante, los mosquitillos de aquel que ha hallado tierra de vanidad y engaño para sepulcro y miseria de los castellanos". El rumor de desencanto se tragó al Descubridor con sus campanillas de Flandes y sus papagayos. Para el rumor, las Indias no eran más que una tierra yerma, poblada de salvajes y gobernada por una casta avariciosa, la de los Colón.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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