Toda la jauría contra Chávez

Nunca antes en la historia de América Latina, con la sola excepción de Fidel Castro, un mandatario ha sido objeto de una guerra mediática tan agresiva como la que sufre el presidente Hugo Chávez desde hace algún tiempo. En ella la administración Bush utiliza sus incontables recursos y moviliza a todos sus lacayos de aquende y allende el mar.

Sin embargo, para realizar cualquier acción de envergadura contra el mandatario venezolano, el gobierno de Estados Unidos tendría primero que conseguir su aislamiento internacional y en esto ha fracasado totalmente pues Chávez ha sabido manejar muy bien su política exterior. Cierto es que para no caer en las trampas del imperio ha tenido que mejorar las relaciones con el rey de España y con el presidente Uribe, pero esto no es difícil siempre que se tape la nariz para no sentir olor de azufre.

Pero no debemos subestimar la capacidad del gobierno de Estados Unidos para, a través de sus agencias especializadas, conformar una opinión pública favorable a sus intereses. Estados Unidos posee una muy antigua experiencia en la distorsión y manipulación de los hechos y actualmente ocupa el primer lugar en el mundo en el arte y la ciencia multidisciplinaria de la desinformación.

De hecho, los orígenes de esta capacidad pueden rastrearse hasta los tiempos de los padres fundadores. Por ejemplo, el relato sin duda más conocido de la vida familiar de George Washington y que más se ha utilizado para enseñar a los niños norteamericanos a decir la verdad, es el del niño George y el cerezo. George le informa a su padre que ha cortado el cerezo con su hacha y éste, emocionado, lo felicita por haber tenido el valor de confesar la verdad. Pero, lamentablemente, se sabe desde hace mucho tiempo que el hermoso relato es apócrifo. Una reciente edición del New York Times (Julio 3 de 2008) ofreció el resultado de las excavaciones arqueológicas, llevadas a cabo durante tres años, en el sitio donde pasó George Washington su niñez. La vivienda no era una cabaña rústica como se pensaba sino una mansión señorial de ocho habitaciones, y al no encontrar rastro alguno de cerezos en todos los alrededores se confirmó el carácter legendario del relato. Resulta por tanto contradictorio que para enseñar a decir la verdad se haya utilizado durante tantos años una mentira.

Susan Sontag, Premio Príncipe de Asturias 2003 de Literatura, en su libro “Ante el dolor de los demás”, ofrece varios ejemplos de distorsión consciente de la realidad. El estudio fotográfico que dirigía Mathew Brady, quien había hecho varios retratos oficiales del presidente Lincoln, tuvo el privilegio, concedido por éste, para fotografiar los campos de batalla. Las célebres fotos de los soldados unionistas y confederados muertos que yacen sobre el terreno bombardeado de Gettysburg y Antietam fueron trucadas y sus objetos amañados. Los cadáveres fueron trasladados y colocados en los sitios y posturas que, a criterio del fotógrafo, mejor convenían a la composición de las fotos y mayor impacto emocional tendrían posteriormente en el público. La foto titulada “La guarida de un francotirador rebelde” “muestra a un soldado confederado muerto, trasladado de donde había sido abatido en el campo a un sitio más fotogénico, un recoveco formado por varias rocas que rodean una barricada de piedras, y se incluye un fusil de utilería que Gardner [uno de los fotógrafos] apoyó en la barricada junto al cuerpo.” El fusil ni siquiera es el que usaban los francotiradores sino el de un soldado común de infantería.

La primera película de actualidades rodada en una batalla recoge el asalto a la loma de San Juan, en Cuba, por Theodore Roosevelt y su unidad de caballería, los Rough Riders, durante la guerra de 1898. Como la carga real, la verdadera, fue, a juicio de los operadores de la Vitagraph, insuficientemente dramática o porque -señala Suntag- las imágenes eran demasiado terribles y tenían que ser suprimidas en nombre del decoro o el patriotismo “como las que muestran, sin la conveniente ocultación parcial, a nuestros muertos”, se escenificó por segunda vez, de mentiritas, utilizando escenas de otro combate.

“La famosa fotografia del levantamiento de la bandera estadounidense en Iwo Jima el 23 de febrero de 1945 –relata la autora en su libro- resultó ser una ‘reconstruccion’ de un fotógrafo de la United Press, Joe Rosenthal, de la ceremonia matutina que siguió a la captura del monte Suribachi.”

Y durante la Guerra del Golfo en 1991 “lo que promovieron los oficiales estadounidenses –comenta Sontag- fueron las imágenes de la tecnoguerra: encima de los moribundos el cielo cubierto de rastros luminosos de los misiles y las bombas, imágenes que ilustraban la absoluta superioridad militar estadounidense sobre su enemigo. No se permitió a los espectadores de la televisión de Estados Unidos ver las secuencias adquiridas por la NBC (las cuales la cadena se negó a transmitir después) de lo que podía infligir aquella superioridad: el destino de miles de reclutas iraquíes que, habiendo huído de la ciudad de Kuwait al final de la guerra, el 27 de febrero, fueron arrasados con explosivos, napalm, proyectiles radioactivos (con uranio empobrecido) y bombas de fragmentación mientras se dirigían al norte, en convoyes y a pie, camino de Basora, en Irak: una matanza que un oficial estadounidense calificó notoriamente como ‘tiro al pavo’.”

La falacia es el lienzo en que se ha bordado la política exterior de Estados Unidos desde el siglo XIX. Comenzó con el dogma del Destino Manifiesto, en cuyo nombre se justificó el exterminio de indios y de mexicanos. En la primera mitad del siglo XX adoptó la política de las cañoneras, su época tal vez de mayor sinceridad, pues agredió a los países de América Latina franca, abierta y descarnadamente, sin disimulos ni tapujos. Después de la II Guerra Mundial, por el contrario, vino el período de las operaciones encubiertas, de las guerras sucias, del asesinato selectivo en la sombra de líderes extranjeros opuestos a los designios imperiales. Según el sacerdote y publicista Blase Bonpane, Búfalo Bill se convirtió en el modelo político de relaciones públicas para la desinformación en el siglo XX, porque era un gran contador de historias pero las historias no eran ciertas; en su “West Wild Show” no habló de las tribus indígenas masacradas sino de ciudadanos que simplemente se defendían de los indios hostiles, y él bien sabía que no fue esto lo que realmente sucedió.

En el siglo XXI se reune en una sola edición, corregida y ampliada, todo lo anterior: Se resucita la ideología del Destino Manifiesto con un fundamentalismo mesiánico nunca antes visto; la bravuconería de la IV Flota en aguas cercanas a la América Latina nos retrotrae a los años de Theodore Roosevelt y sucesores, es decir, a la época de la política del “gran garrote”; se autoriza de nuevo a la CIA a eliminar líderes extranjeros; surge la monstruosidad ética de la “guerra preventiva”; y con el eufemismo de “técnicas avanzadas de interrogatorio” George W. Bush pasa a la historia como el presidente defensor de la tortura. La ampliación la proporciona el colosal desarrollo de la Informática en el nuevo periodo llamado de globalización. El dominio, casi absoluto, por Estados Unidos, de las redes de información a través del planeta, le permite aplicar todos los adelantos científicos y tecnológicos al logro de sus objetivos mediáticos.

Muchos presidentes norteamericanos han utilizado la mentira sistemática como arma política. Nixon, por ejemplo, se ganó el sobrenombre de Pinocho. Pero ninguno logró superar al actual presidente Bush. El que quiera entretenerse en contar las falsedades que se utilizaron para llevar al pueblo de Estados Unidos a la guerra contra Irak podrá anotar seguramente no menos de un centenar.

En todas las guerras libradas por Estados Unidos hay siempre en su origen un incidente que sirve de pretexto para movilizar a la opinión pública y dar comienzo a las hostilidades: Alamo, voladura del Maine, Pearl Harbor, Golfo de Tonquín, supuesta posesión de armas de destrucción masiva, etc. Se sospecha que algunos de estos incidentes pudieron evitarse o, simplemente, fueron fabricados.

Y la mención del Alamo me recuerda a dos de los héroes legendarios de Estados Unidos que allí murieron: Jim Bowie y Davy Crockett, que se presentan a la juventud como modelos a seguir. Bowie, el inventor del cuchillo del mismo nombre, fue un contrabandista de seres humanos, un traficante de esclavos; Davy Crockett fue, en sus primeros años, lo que hoy llamaríamos un delincuente juvenil, luego se convirtió en un político corrupto. Cuando perdió las elecciones en Tennessee mandó al infierno a sus electores y, abandonando a su familia, marchó a Texas en busca de fortuna. En los años cincuentas Walt Disney resucitó al “héroe” del Alamo en la televisión y en el cine. Se creó el “fenómeno Crockett”: los niños de todo el país cantaban la balada de su nombre y sus padres les compraban gorras de piel de mapache y todo el resto de la memorabilia. Se crearon muchas versiones cinematográficas de la Batalla del Alamo y, por supuesto, una con John Wayne como protagonista. Pero los héroes legendarios de Estados Unidos no resisten las luminarias porque no pasa mucho tiempo sin que salgan de la sombra lo feo y lo sucio de sus pasados.

Curiosamente, los héroes más conocidos por los niños y jóvenes de Estados Unidos eran todos bandidos: Billy the Kid, Jesse James, Butch Cassidy, Sundance Kid, Sam Bass, etc. (ladrones de bancos y asesinos). Entre los adultos, nadie conoce a verdaderos héroes (que sí existen desde luego) como, digamos… Joshua Barney, protagonista de la victoria naval de mayor relieve en la Revolución, entre otras hazañas; pero todo el mundo sabe de Al Capone, John Dillinger, Santos Traficante… porque, ¡qué remedio!, Estados Unidos no tiene suerte con sus héroes de carne y hueso. Esta tal vez sea la causa de que se hayan creado tantos de ficción en Hollywood y en las tiras cómicas: Superman, Batman, Spiderman, Rambo… porque estos no tienen pasado o se les crea convenientemente, como a Tarzán y al Zorro. Creaciones más recientes, como Mad Max, son héroes amorales o anti-héroes, o más bien, el héroe y el villano fundidos en un solo personaje.

La historia aprendida por el estadounidense promedio no es otra cosa que un popurrí de mitos que enlaza con los nuevos que va creando el sistema. Y esta cultura de la desinformación no sólo sirve a propósitos de política interna sino que adquiere categoría de arma estratégica en la esfera de las relaciones internacionales. Si algún día se crease un museo dedicado a la historia de las agresiones de Estados Unidos contra América Latina, una de las alas más importantes del edificio estaría dedicada a mostrar como se manejó la desinformación para demonizar a la Revolución Cubana, a Salvador Allende y su revolución socialista en Chile, a los movimientos guerrilleros en Colombia, Guatemala, El Salvador y Nicaragua, a la epopeya del Che en Bolivia, y a todos los movimientos de raíz popular en el continente.

Una de las mayores salas sería dedicada seguramente a las mentiras del gobierno de Estados Unidos antes, durante y después de la invasión de Playa Girón, en especial al mayor ridículo de un diplomático acreditado ante la ONU en toda la historia de ese organismo, que ocurrió cuando Adlai Stevenson fue engañado por el Departamento de Estado de Estados Unidos y defendió ante el mundo la tesis de que los aviones que habían bombardeado La Habana, San Antonio de los Baños y Santiago de Cuba, el 15 de abril de 1961, habían sido piloteados por desertores de la fuerza aérea cubana, mientras el Canciller cubano Raúl Roa demostraba que ese tipo de aviones no existía en Cuba y habían sido pintados con insignias falsas.

Otra de las mayores salas estará dedicada sin duda a toda la sarta de mentiras del embajador de Estados Unidos en República Dominicana, W. Tapley Bennett, que sirvió al presidente Lyndon Johnson para invadir ese país en 1965 con el manido pretexto de “salvar vidas norteamericanas.” Bennett describió histéricamente escenas de horror y de sangre en las calles de Santo Domingo; según él, mil quinientas personas inocentes habían sido degolladas y seis embajadas latinoamericanas allanadas e incendiadas por una turba enloquecida. Todo era absolutamente falso, pero los marines desembarcaron y torcieron los destinos de esa república hermana.

En la parte del museo correspondiente al nuevo milenio estaría el archivo con los documentos desclasificados probatorios de la participación del gobierno de Estados Unidos en el financiamiento de las campañas de la oposición venezolana y de su complicidad en el golpe de estado contra el presidente Chávez en abril de 2002.

Como muestra de la tarea sistemática de desprestigio de líderes latinoamericanos potencialmente peligrosos a juicio de la CIA, en algún sitio del museo estaría conservado, dentro de una urna, el memo con la sugestiva frase “desacreditar a Alfonsito” escrita al margen del documento por Roy Rubottom, subsecretario de Estado de Estados Unidos para Asuntos Interamericanos, refiriéndose al entonces líder del MRL colombiano, Alfonso López Michelsen; aunque no fue necesario desacreditar a este dirigente porque él mismo se encargó de hacerlo.

No es sorpresa alguna, por tanto, que ahora toda la jauría de los medios masivos de comunicación al servicio de la oligarquía venezolana y del imperialismo, arremetan con furia contra Chávez. Es una verdadera guerra mediática sin tregua y sin respeto a principio ético alguno. Los últimos engendros se refieren a supuestas bases militares rusas y aviones con ojivas nucleares. Claro que los ladridos van dirigidos también contra Cuba, pero allí Fidel y Raúl tienen cincuenta años de experiencia en la tarea de lidiar contra la desinformación y ya ni siquiera se molestan en hacerles caso o, tal vez, porque una respuesta seria equivaldría a dar credibilidad a quienes no la tienen y, como hemos visto, nunca la tuvieron.



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Salvador Capote


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