La mesa servida y el hambre invisible: paradojas de Nueva York en tiempos de fiesta

Cada noviembre, cuando el Día de Acción de Gracias ilumina las vitrinas de Nueva York y anuncia la llegada de la Navidad, la ciudad parece transformarse en un espectáculo coreografiado para el consumo y el turismo. Los rascacielos destellan como si reflejaran una prosperidad interminable, los desfiles se transmiten a nivel mundial, los restaurantes se llenan y las familias posan para fotografías que pretenden inmortalizar un momento de gratitud. Pero detrás de ese telón, justo al doblar cada esquina, bajo los puentes, en los túneles del metro y en los portales donde el frío se cuela como un intruso vive otra ciudad, una Nueva York que no aparece en las tarjetas navideñas, pero que es trágicamente real. Por ética no documento esta realidad con fotografías, pero quien quiera ir a la gran ciudad o como se le menciona la Gran Manzana podrá notar la cantidad de indigente que recorren sus calles en unas circunstancias que da pena, mucha pena. Más aún cuando el imperio se jacta de su "gloria" económica.

Ese otro rostro es el de los miles de desamparados que buscan restos de comida en la basura, que duermen sobre cartones en pleno invierno, que han perdido la esperanza, la salud y, muchas veces, la cordura. Son figuras que se mueven entre sombras, cuerpos deteriorados con rostros golpeados por la calle, heridas abiertas, pies descalzos en pleno noviembre, ropas en harapos y miradas que ya no piden ayuda porque desistieron hace tiempo. Las condiciones de salubridad en las que viven son tan extremas, tan indignas, que causan dolor a quien las observe con un mínimo de sensibilidad. Y lo más cruel es que esta calamidad convive con el lujo extremo, como si ambos mundos habitaran el mismo espacio sin tocarse jamás. ¿Con qué moral los Estados Unidos pretende exporta o imponer su modelo? Para la Opiosición (para la MCM, Leopoldo Lopez, Borges, Capriles y sus combos) esto debe servirle de ejemplo cuando el chavismo dice que jamás volverán. Razón no le sobra al gobierno actual de Maduro. También, como lo digo muchas veces: cuando California, Nueva York, Arkansas, Mississipi, Alabama o Puerto Rico se posicionen en la cúspide del progreso y del bienestar económico-social me callaré, y aceptaría sus criticas si en Venezuela la realidad fuese inferior o lamentable. Ese día por fortuna no llegará, jamás llegará.

En la ciudad que se autodenomina "la capital del mundo", donde el dinero corre como un río y donde el símbolo de la prosperidad estadounidense se celebra con pavos gigantes y decoraciones extravagantes, miles de personas comen de los botes de basura el mismo día en que otros agradecen por la abundancia. Esa es la paradoja, una mesa servida frente a un hambre invisible.

La crisis de la desigualdad. Una herida que Nueva York o los Estados Unidos ya no puede ocultar. Nueva York es experta en vender una ilusión, la idea de que todo es posible, de que la riqueza, el éxito y el futuro están al alcance de la mano si uno se esfuerza lo suficiente. Pero el mito se deshace cada día ante la evidencia. La ciudad sufre una desigualdad tan salvaje que ya no es posible maquillar con discursos o campañas turísticas.

Las cifras son alarmantes, pero la realidad humana es aún peor. Familias enteras viviendo en refugios saturados, trabajadores que, aun con dos empleos, no pueden pagar una renta mínima. Personas que, tras perderlo todo, terminan en una espiral de pobreza extrema, droga, enfermedad y abandono. Ciudadanos que envejecen en la calle porque el sistema de salud es incapaz de protegerlos.

El capitalismo draconiano de los alquileres ha convertido la vivienda en un privilegio casi inalcanzable. Los propietarios suben los precios sin control, los contratos cambian cada año, y el inquilino vive bajo una presión constante, temiendo el desalojo tanto como teme enfermarse. Las rentas en Nueva York son más que un costo, son una forma de dominación económica. Y en medio de esa tragedia, el gobierno local improvisa soluciones temporales que jamás resuelven el fondo del problema.

Una sociedad fracturada, la soledad como religión. A todo esto, se le suma un mal silencioso, oscuro, casi metafísico: la soledad. En una ciudad llena de millones de personas, la soledad se ha convertido en un estilo de vida impuesto por un sistema que premia el individualismo y castiga la comunidad. Aquí nadie tiene tiempo, nadie se conoce, nadie se detiene. El contacto humano es raro, y la indiferencia se normaliza como un mecanismo de supervivencia. Muchos neoyorquinos viven emocionalmente aislados, comen solos, celebran solos, sufren solos. La soledad se ha convertido en una especie de religión secular, una práctica cotidiana en la que cada persona se encierra en sí misma como un acto de defensa ante una ciudad que no perdona la vulnerabilidad. La Navidad, en lugar de unir, suele intensificar esta sensación, porque obliga a mirar la ausencia, la desconexión, la falta de calor humano.

El consumo de drogas, la tragedia silenciosa. El consumo de drogas es otro fantasma que recorre Nueva York sin descanso. Los parques están llenos de jeringas, los baños públicos se han convertido en centros improvisados de consumo, los vagones del metro a veces huelen a químicos y desesperación. La adicción crece, pero la respuesta del Estado sigue siendo insuficiente. Los desamparados que viven con adicciones sufren una doble condena, son invisibles para la política pública y son rechazados socialmente. Es imposible no preguntarse cómo llegó la "ciudad más rica del mundo" a este punto.

La paradoja de Acción de Gracias, gratitud en medio de la miseria. Mientras millones celebran el Día de Acción de Gracias y la Navidad con festines abundantes, miles recorren las calles buscando un pedazo de pan. La escena es desgarradora, una mujer revisando un bote de basura lleno de restos de comida mientras, a dos cuadras, una familia sonríe frente a un pavo horneado. Un hombre sin zapatos temblando de frío mientras las vitrinas exhiben abrigos de miles de dólares. Una pareja sin hogar abrazándose bajo un puente para compartir calor mientras los edificios de lujo brillan como templos del exceso.

La dualidad es brutal, ofensiva, casi obscena. Nueva York vive dos realidades que chocan entre sí sin jamás encontrarse. Navidad, fiesta para algunos, dolor para otros. Las luces navideñas son hermosas, sí, pero también son un disfraz. Iluminan la fachada, pero no la verdad.
Mientras los turistas se maravillan ante el árbol del Rockefeller Center, cientos de personas duermen a pocos metros de ahí, cubiertas con mantas sucias, luchando contra un frío que puede matar. Mientras los ricos se toman fotos con chocolate caliente en Bryant Park, un hombre sin hogar se desploma a tres cuadras porque no ha comido en dos días. Es una Navidad partida en dos, una de consumo, brillo y celebración, y otra de abandono, tristeza y hambre.

El fracaso moral de una ciudad, de un país, de un sistema que presume éxito. No se trata solo de denunciar una crisis social o económica, se trata de evidenciar un fracaso moral. Nueva York ha fallado en proteger a los más vulnerables. Ha permitido que el dinero se convierta en la medida absoluta de la dignidad. Ha construido muros invisibles que separan a los que tienen demasiado de los que no tienen nada. Esta ciudad, que presume ser la "tierra de las oportunidades", ha demostrado que su prosperidad es selectiva y excluyente. El sistema no está roto, funciona exactamente como fue diseñado… y está diseñado para que algunos vivan en abundancia mientras otros mueren lentamente en las calles.

En conclusión. La paradoja es evidente, mientras se agradece por lo que se tiene, miles ruegan por lo que les falta. Mientras se celebra la unión familiar, miles duermen solos en la calle. Mientras se levanta una copa por la prosperidad, otros golpean las puertas de un refugio lleno. Nueva York sigue vendiendo una ilusión. Pero la realidad, su realidad más cruda, está a la vista de todos. Y hasta que la ciudad no mire de frente a sus desamparados, a sus olvidados, a sus rotos, ninguna Navidad será completa, ninguna celebración será honesta, ninguna prosperidad será verdadera. Porque no hay luz navideña que pueda ocultar la oscuridad de la indiferencia humana. En particular a mí nadie me lo puede contar, lo he vivido. Soy testigo de esta realidad.

De un humilde campesino venezolano, hijo de la patria del libertador Simón Bolívar.



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Miguel Angel Agostini


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