El huevo de la serpiente: la ola ultra como síntoma de la degradación del capital

Cantos de sirena

"Una casa en propiedad no es de izquierdas ni de derechas; un trabajo estable no es de izquierdas ni de derechas, es de sentido común. No puede ser que pongamos la alfombra roja a los fondos especuladores, a los buitres, mientras la gente normal no tiene acceso a la vivienda. No queremos que nuestros barrios se conviertan en una partida de Monopoly para los grandes fondos de fuera".

Las palabras previas no corresponden, pese a su apariencia reivindicativa, a un representante del movimiento de vivienda o de un partido progresista, sino al diputado de VOX y figura emergente de la ultraderecha Carlos H. Quero.

El "rollo de la vivienda", en la retórica populista de Quero, va de que "Ana y Anselmo" –nombres ficticios, pero es de suponer que muy españoles–, una joven pareja de un barrio de la periferia de Madrid, no pueden formar una familia ni acceder a un piso en propiedad por culpa de la globalización, de las políticas de Ayuso, que acoge con los brazos abiertos a los fondos inmobiliarios extranjeros y, sobre todo, de que los inmigrantes "desarraigados" supuestamente acaparan las escasas viviendas de promoción oficial.

El alegato contra la ofensiva desatada por el poder financiero globalista sirve de fundamento, en la cosmovisión reaccionaria que refleja el discurso de Quero, del amargo lamento acerca de la destrucción del tejido social de los barrios populares y de las seguridades vitales de la clase media tradicional:

"La principal punta de lanza de este ataque ha ido dirigida contra los barrios, barrios donde millones de españoles se convirtieron en clase media, alcanzaron la estabilidad, la propiedad y conquistaron la auténtica libertad, que era ser dueño de tu casa y tener el trabajo cerca y para toda la vida".

Sin embargo, la insidiosa capacidad de penetración de esta demagogia retrógrada se incrementa exponencialmente al constatar las notables similitudes -sin olvidar en absoluto el abismo existente entre ambos planteamientos- con el análisis dominante en la izquierda progresista y en los movimientos sociales. Salvando el ramalazo xenófobo, característico del populismo fascistoide de la ultraderecha, la arremetida contra los especuladores, los fondos buitre o las finanzas globalistas resulta inquietantemente parecida al "argumentario" de la mayor parte del movimiento de vivienda y, en general, de las propuestas transformadoras realizadas por la izquierda reformista.

La denuncia del flagrante abuso de poder de unos pocos especuladores -las élites, el 1%, etc.- contra las mayorías sociales, despojadas de derechos básicos como el acceso a la vivienda, y la correspondiente reclamación de controles, regulaciones y demás medidas legales que nos encaminarían hacia un capitalismo temperado y redistributivo conforman el ADN del progresismo hegemónico.

La portavoz del Sindicato de Inquilinas de Cataluña, Carme Arcarazo, traza esta línea de demarcación -utilizando, curiosamente, la misma metáfora que Quero- que busca "poner coto a la especulación, no penalizar al ahorrador":

"No puede ser que los inversores lleguen a nuestras ciudades, se adueñen de nuestros pisos y jueguen con ellos al Monopoly (...). El objetivo es muy simple: poner coto a la especulación, no penalizar al ahorrador. Es a ese monstruo financiero al que debemos aplicar toda la fuerza de la ley. Los pisos tienen que ser para vivir, hay que prohibir las compras especulativas"

Ni que decir tiene que las consideraciones previas no implican ignorar la existencia de diferencias insalvables entre el marco ideológico reaccionario de la ultraderecha y las loables prácticas de lucha contra la violencia inmobiliaria que desarrolla desde hace décadas el movimiento de vivienda. La denodada defensa de las víctimas de la depredación capitalista desarrollada por estas organizaciones, pugnando por paliar las devastadoras consecuencias sociales de la explosión de la burbuja inmobiliaria de 2008, está evidentemente en la trinchera opuesta de la demagogia pseudoizquierdista de la ultraderecha, fieles esbirros en realidad de los poderes financiero-inmobiliarios y legitimadores de la violencia paramilitar de bandas "escuadristas" como Desokupa. Ahora bien, lo que se trata de resaltar con esta analogía es el carácter falaz de la retórica populista que escinde la organización social capitalista en dos ámbitos morales contrapuestos: la inversión productiva y la pequeña propiedad, frutos del ahorro y del trabajo duro y, por otro lado, el carácter parasitario del especulador "apátrida" y del capital financiero globalista.

Esta falsa dicotomía constituye, de hecho, la seña de identidad principal de los planteamientos reformistas en múltiples ámbitos. Por doquier vemos aparecer en los discursos de las fuerzas y de los intelectuales progresistas la contraposición entre la loable economía real y el execrable casino financiero regido por los "capos" de Wall Street; entre el capitalismo productivo, benéfico y al servicio de satisfacer las necesidades de las personas, y el capitalismo especulativo, parasitario y desalmado; entre los pequeños inversores-ahorradores, que invierten su "capitalito" en alcanzar la seguridad del acceso a una vivienda, y los rentistas profesionales, que se enriquecen mientras duermen a costa del esfuerzo de los ciudadanos honrados; entre la gente corriente, los trabajadores de a pie y los esforzados autónomos y, por otro lado, los desalmados tiburones que manejan los hilos de los ominosos "mercados" en beneficio de las élites.

Los cantos de sirena en los que puede caer la retórica descrita se aprecian asimismo palmariamente al constatar su omnipresencia en el discurso reaccionario desarrollado por tendencias, para más inri, sedicentemente izquierdistas.

La denominada izquierda rojiparda -un neofascismo vergonzante disfrazado de izquierdismo pseudomarxista- representa un ejemplo paradigmático del uso demagógico de la oposición mencionada. Sus invectivas contra la pérdida de las esencias de la cultura nacional y de las clases productoras autóctonas, bajo la arremetida de los magnates que mueven los hilos del poder globalista —con el siniestro George Soros en lugar prominente- y de los "banqueros apátridas" de Goldman Sachs, conforman la idiosincrasia de esta falsificación ideológica recubierta de una pátina de radicalismo ornamental.

Las palabras siguientes, que corresponden al filósofo Diego Fusaro, el representante más conspicuo de la corriente, abundan en la contraposición maniquea -cuyo origen se sitúa en la obra del ideólogo nazi Carl Schmitt- entre el "mar de las finanzas" y la "tierra de los arraigos", con el añadido del acceso xenófobo típicamente fascistoide:

"La lucha entre la globalización capitalista y el arraigo nacional de los pueblos es, por lo mismo, un choque entre el elemento marítimo y el terrestre, en el marco del conflicto de clases entre el Señor talásico y el Siervo telúrico (...). Los flujos migratorios intercontinentales se contraponen a la estabilidad arraigada de los pueblos, de igual modo que los flujos de capital líquido-financiero marcan una antítesis respecto del trabajo de la comunidad solidaria en sus espacios circunscritos y en su equitativo reparto de bienes".

¿Cuál es pues el origen histórico y la genealogía ideológica de esta retórica populista, omnipresente en los planteamientos regeneracionistas de los reales y simulados reformadores sociales?

El historiador Moishe Postone, en su análisis del papel clave del antisemitismo en la gestación de la insania genocida nazi, desmenuza el carácter fetichista que cumplió la asociación de los judíos con el poder global, encarnado en las finanzas, la especulación y el acaparamiento de dinero como fuentes de todos los males:

"El antisemitismo identifica el capitalismo con la abstracción contra lo concreto, el dinero contra el trabajo y las finanzas contra la industria, sin comprender la ligazón interna que ata siempre a esos polos. El objeto de esta crítica, por tanto, es la dimensión abstracta –el dinero y el capital financiero–, que aparece como parásito de la dimensión concreta. Se identifica a los judíos con la dimensión abstracta, e incluso se les considera responsables de ella".

El filósofo Facundo Nahuel abunda en la percepción deformada de la realidad capitalista que comporta esta visión dicotómica entre lo "abstracto" -el capital financiero globalista- y lo "concreto" -la producción, el trabajo duro, la pequeña propiedad y el ahorro-:

"El capitalismo se expresa en estructuras duales donde lo abstracto y lo concreto se contraponen entre sí, apareciendo como polos recíprocamente irreductibles y constituidos de manera natural (no social e histórica). La producción industrial y el trabajo proletario moderno son considerados como realidades materiales neutras, no inherentemente capitalistas. En cambio, las finanzas, el comercio y otras actividades más alejadas del trabajo material, ligadas a los aspectos 'abstractos' de la forma mercancía, aparecen como las responsables de la dominación capitalista".

El propio Postone pone en guardia ante la escisión maniquea entre los dos polos entrelazados del capital, realizada desde posiciones de izquierdas, y la peligrosa similitud -mutatis mutandis- con el discurso demagógico de la ultraderecha:

"Este paralelismo —entre una crítica de la hegemonía que hoy se autopercibe como una crítica desde la izquierda, y lo que fue una crítica de derechas de la hegemonía—, aunque sea contraintuitivo, apunta a visiones del mundo fetichizadas y superpuestas, y nos sugiere que tales visiones podrían tener consecuencias muy negativas para la constitución hoy en día de una política antihegemónica adecuada. Así, por ejemplo, el dinero se considera la 'causa de todos los males'. El capital industrial, productivo, puede, por lo tanto, aparecer como descendiente directo del trabajo artesanal 'natural', como 'biológicamente arraigado', en contraste con el capital financiero 'sin raíces' y 'parasitario'".

Los filósofos José Zamora y Jordi Maiso señalan el desasosegante paralelismo entre el discurso altermundista, hegemónico en la izquierda reformista postmuro de Berlín y en el movimiento antiglobalización, y la demagogia antisemita de la ideología nazi:

"Del mismo modo cómo ciertos movimientos antiglobalización hablan de la dictadura de los mercados financieros, del capitalismo de casino y de la confabulación de los especuladores contra las poblaciones y abogan por el control de la finanzas al servicio de la economía productiva y de las comunidades locales, también los nazis hablaban de quebrar la esclavitud del interés bancario, de la diferencia entre capital productivo y capital usurero, o entre trabajo productivo y dinero parásito que se automultiplica sin gastar ni crear nada".

Las apariencias, por tanto, engañan y, en ocasiones, los extremos pueden tocarse peligrosamente. Anselm Jappé, teórico del marxismo crítico, identifica las sospechosas semejanzas entre los, al menos aparentemente, polos opuestos:

"Las distintas formas de populismo reaccionan a los males sociales —sobre todo, a la desigual distribución de la riqueza— identificando a un grupo de responsables personales: los ricos, los banqueros, los corruptos, los especuladores. Se ignoran las lógicas sistémicas y se recurre al moralismo (la 'codicia'). Casi siempre, el populismo santifica el 'trabajo honrado' y lo opone a los 'parásitos'. Por eso, la diferencia entre populismo de derechas y populismo de izquierdas no es tan grande como se cree. Ambos se basan en un falso anticapitalismo. No se trata de una novedad absoluta; en los años veinte y treinta ya hubo fenómenos de este tipo. Entonces, el antisemitismo constituía un aspecto esencial. Pero este existe también hoy, de forma soterrada y a veces abiertamente, en la denuncia del 'especulador'".

Un complemento inseparable de este discurso moralista que focaliza "los males del mundo" en el tumor financiero, que parasita la economía "real" e impide el desarrollo saludable del organismo social, es la "heroica" expectativa de que el estado burgués realice las reformas adecuadas e implemente los controles necesarios, a través de medidas fiscales o de intervención directa del mercado de la vivienda, en pos de atajar la especulación desaforada y de atemperar las sacudidas del capitalismo desquiciado.

La posibilidad del uso del presunto poder autónomo del estado, o de instituciones internacionales como la UE, para realizar reformas "correctoras", que pongan coto a los desmanes del casino financiero global o del neoliberalismo despiadado, representa el común denominador de las ilusiones de los reguladores. Se pretende constituir de esta suerte un campo de juego supuestamente "en disputa", basado en la dinámica de la demanda y la reivindicación, que logre colar la ilusión de que, con el timonel adecuado, el control de las instituciones públicas será capaz de alterar las relaciones de poder a favor de las clases subalternas.

"Algunos pensamos que a ese caudillismo del capital financiero es posible aún pararle los pies por vía parlamentaria". La rotunda afirmación, que refleja fielmente esa confianza "heroica" en el papel corrector de los poderes "soberanos", pertenece a uno de los fundadores de Podemos, el filósofo Carlos Fernández Liria.

Sin embargo, tales quimeras de "asaltar los cielos" mediante los mecanismos legales de la democracia formal chocan de lleno -si es que alguna vez tuvieron un mínimo fundamento- con el rol cada vez más servil al que se ve constreñido el estado burgués, despojado para más inri de soberanía monetaria y sometido a la férrea necesidad de preservar la maltrecha rentabilidad del capital en la fase neoliberal.

En las respuestas a largo plazo de los estados occidentales a la crisis crónica que comenzó en los años setenta ha resultado patente que, si tienen que elegir entre la preservación de la rentabilidad del capital y el bienestar social de sus poblaciones, elegirán la acumulación del capital, porque de lo contrario se encaminarían al colapso financiero, a manos precisamente de esos "tiburones" despiadados a los que tendrían que atar en corto. De ahí que la agónica confianza reformista en la posibilidad de regreso a un capitalismo redistributivo resulte de un anacronismo flagrante, que ignora por completo la degradación acelerada del organismo social regido por la reproducción ampliada del capital.

El marxista heterodoxo John Holloway resalta la rígida sujeción del poder "soberano" de cualquier color político a las necesidades insaciables de la acumulación:

"La existencia de cualquier gobierno pasa por fomentar la reproducción del capital (atrayendo inversión extranjera o de cualquier otra forma). Esto implica inevitablemente participar en la agresión que es el capital"

Lo anterior no quita para que resulte también evidente -anticipando una objeción reiterada planteada por los defensores del "mal menor" progresista- que han existido diferencias entre las políticas de los diversos gobiernos, pero han sido únicamente de grado y no de naturaleza. Basta comprobar la enorme similitud entre las políticas rabiosamente neoliberales de los dos bloques políticos mayoritarios en todas las cuestiones materiales relevantes: la respuesta a la crisis de los 70, con sus recortes sociales, reformas laborales, privatizaciones de sectores estratégicos y salvajes reconversiones industriales; la financiarización y la liberalización de los mercados, con el de la vivienda y el suelo en lugares prominentes, que desembocaron en la hecatombe de la burbuja inmobiliaria; las medidas postcrack de 2008, basadas en el rescate de la banca quebrada a cargo del erario público y, de nuevo, en los draconianos recortes sociales, etc.

Esta combinación entre las concepciones fetichistas acerca de la posibilidad de extirpar el tumor especulativo -"Matar al huésped: Cómo la deuda y los parásitos financieros destruyen la economía global", es el título del exitoso libro del economista Michael Hudson- que fagocita el organismo sano de la economía productiva y, por otro lado, las heroicas expectativas, continuamente defraudadas, sobre la virtualidad del uso del estado burgués a favor de la mejora material de las clases populares es la que ha llevado, como explica el sociólogo marxista John Bellamy Foster, a las fuerzas político-sociales de la izquierda reformista a un callejón sin salida.

"Para muchas personas de la izquierda, la respuesta al neoliberalismo o al capitalismo del desastre es un retorno al liberalismo del estado del bienestar, la regulación del mercado o alguna forma de socialdemocracia limitada y, por lo tanto, a un capitalismo más racional. No es el fracaso del capitalismo en sí lo que se percibe como el problema, sino más bien el fracaso del capitalismo neoliberal".

La constatación de la impotencia de los gobiernos progresistas para introducir transformaciones de calado -agravada por su cínica negativa a reconocerla-, que al menos atenuaran las crecientes desigualdad y polarización sociales, y su marcado sometimiento a los designios del poder real en múltiples ámbitos han terminado poniendo en bandeja a los populistas reaccionarios la gestión de los asuntos del capital, a través de los medios legales de la democracia partitocrática. La clave ideológica que ayuda a entender la fulgurante emergencia de la "ola ultra" sería, por tanto, la gran eficacia de su grosera demagogia para responder a las actuales necesidades de la acumulación en un organismo social degenerativo. No solo sirve mejor a los intereses de las clases dominantes, centradas en fortalecer las bases de una configuración económica crecientemente polarizada, sino que también resulta más útil para engatusar con cantos de sirena a unas clases populares abrumadas por la erosión acelerada de sus seguridades vitales. Por no mencionar, dicho sea de paso, la acelerada "fascistización" del propio estado burgués, independientemente del color político que lo rija en cada momento, reflejada en los rasgos marcadamente totalitarios de sus políticas "securitarias": la vertiginosa militarización en pleno desarrollo, el nunca abandonado del todo "austericidio" o la cada vez más represiva legislación antimigratoria, en pos del refuerzo de las concertinas y los muros de la "fortaleza" europea.

La súbita irrupción de la ultraderecha "desacomplejada" se ha convertido, de este modo, en un tsunami que arrasa con las viejas ilusiones reformistas de encauzar la dinámica del capital hacia un marco redistributivo y temperado, combinado con avances igualitarios y progresistas en derechos sociales. El éxito rutilante de su demagogia populista está fuera de toda duda: en todos los grandes países europeos -Alemania, Francia, Reino Unido, España- su crecimiento es vertiginoso, e incluso en algunos de ellos, como Italia y Hungría, ya controlan el gobierno estatal -por no mencionar el triunfo aplastante del populismo trumpista, rabiosamente xenófobo e imperialista-.

La reacción ante la constatación anterior por parte de las fuerzas progresistas no deja de reflejar la desesperación y la falta de capacidad de respuesta ante un fenómeno imparable. Para aumentar aún más el confusionismo ideológico, la propia izquierda tradicional socialdemócrata acaba cayendo incluso en los cantos de sirena de la demagogia xenófoba promovida por la ultraderecha:

"Hay un precio a pagar cuando demasiada gente entra en tu sociedad. Quienes pagan el precio más alto por esto son la clase trabajadora o las clases bajas. No son -soy totalmente directa- los ricos. No son quienes tenemos buenos salarios y buenos trabajos". Las anteriores declaraciones "totalmente directas" corresponden nada menos que a Mette Frederiksen, primera ministra danesa, del Partido Socialdemócrata.

"Basta poner la oreja (sic) cinco minutos en un barrio, hablar diez minutos con un alcalde para saber que los flujos migratorios son un reto para los barrios; un reto que se tiene que basar en la seguridad, en la integración, en el respeto, sí, en el respeto, porque estamos en sociedades en las que todo el mundo tiene derechos y obligaciones, te llames Javier o Brahim…".

La declaración previa, emitida por el diputado de ERC Gabriel Rufián, es un ejemplo paradigmático de ese populismo de rancia estirpe que presenta -por muchas reservas y matizaciones "ciudadanistas" que se pongan- a los flujos migratorios como un "problema" vinculado con la inseguridad, si bien lo hace utilizando eufemismos como "desafíos de convivencia o integración".

No se trata pues, como erróneamente se sostiene desde posiciones de marxismo tradicional, de que la izquierda socialdemócrata haya abandonado las cuestiones materiales para centrarse en las "guerras culturales" y los asuntos identitarios, dando alas de este modo a la reacción ultraderechista. El académico y político socialista Josep Burgaya, autor del libro titulado significativamente "Tiempos de confusión", refleja fielmente -parafraseando el título del best seller del periodista Daniel Bernabé "La trampa de la diversidad"- la posición estándar de la ortodoxia de filiación marxista hacia "el mayor error de la izquierda contemporánea":

"El tema central radica en lo que, a mi parecer, es el mayor error de la izquierda contemporánea, la 'trampa de la diversidad' en la que ha caído, el error de no focalizar la desigualdad material como la base sobre la que se sustentan todo tipo de inequidades y marginaciones. La fragmentación de las luchas progresistas en un sinfín de movilizaciones particulares no es que divida al progresismo, es que le roba la legitimidad. Lo identitario, sea individual o tribal, tiende a desenfocar los problemas que habría que afrontar y, además, en su exageración sin matices, tiende a dar todo tipo de argumentos a la reacción derechista que ya es mayoritariamente postfascista".

Bien al contrario, la impotencia para encarar "los problemas que habría que afrontar", que mitiguen la desigualdad material y mejoren las condiciones de vida de las clases populares, no es una consecuencia de la "trampa de la diversidad" en la que supuestamente ha caído la izquierda contemporánea, sino que se trata de un límite objetivo, marcado por la necesidad imperiosa del poder capitalista, en declive inexorable desde hace medio siglo, de utilizar al estado burgués para preservar su rentabilidad destruyendo los mecanismos redistributivos del agonizante Estado del Bienestar. La supuesta deriva identitaria de la izquierda motejada de woke no es más, en definitiva, que un reflejo ideológico deformado de esa impotencia transformadora, sublimada a través de la desviación de los temas "intocables", que realmente afectarían a las "cuestiones materiales" de las clases populares, hacia asuntos "superestructurales" de carácter inocuo para el poder social. Pero la cuestión central, que omite la crítica de la ortodoxia marxista a lo "identitario", es la manifiesta imposibilidad, a través de las palancas legalistas del estado burgués, de modificar significativamente la relación de fuerzas a favor de las clases subalternas en el marco de la degradación irreversible de la organización social capitalista.

El elefante en la habitación: la inexorable degradación del capital

¿Cuál es el origen de ese confusionismo extremo acerca de las características de la organización social vigente, que mistifica las causas reales del profundo malestar y del resentimiento social que propulsan la vertiginosa irrupción de la ultraderecha?

Postone sitúa el nudo gordiano de la degradación social en curso acelerado, que crea el "terreno fértil" idóneo para el crecimiento de la hidra fascistoide, en la aguda "crisis del trabajo que produce capital", es decir, en la propia dinámica endógena degenerativa de la acumulación en el último medio siglo:

"El apogeo del capitalismo entre 1945 y 1973 ha terminado, pero la gente no parece comprenderlo como una crisis estructural. En nuestras sociedades, cada vez más personas se están volviendo superfluas. Esto ha generado mucha indignación, y como no existen explicaciones políticas y económicas razonables por parte de la clase política, es, por supuesto, terreno fértil para demagogos como Trump".

El trasfondo que explica, por tanto, la aparente semejanza -una suerte de "secuestro semántico"- entre los planteamientos demagógicos de la ultraderecha populista y las recetas regeneracionistas de la izquierda reformista es la incomprensión de la dinámica histórica reciente y de las causas reales del deterioro progresivo e ineluctable de la sociedad regida por las "heladas aguas del interés egoísta". Es esa aguda percepción de declive, agravada por la ignorancia de sus causas, la que abona el crecimiento de la marea de rabia y de nihilismo que alimenta la cháchara xenófoba y retrógrada de la ultraderecha y la que explica, a su vez, la impotencia de las tímidas propuestas redistributivas de la izquierda reformista para contener el avance de la polarización social.

Así pues, ni la denuncia moralista de la especulación financiero-inmobiliaria, ni la oposición maniquea entre capitalismo productivo y rentismo parasitario, ni la vana creencia en la supuesta capacidad del estado para atenuar las agresiones del capital, ninguno de esos fetiches responde realmente a un análisis riguroso, que se haga cargo de la inexorable decadencia del metabolismo socionatural regido por la voracidad capitalista. Estamos, como resalta Jappe, ante chivos expiatorios con los que se busca conjurar las "conmociones actuales" con remedios irreales producto de un diagnóstico erróneo:

"Lejos de reconocer en las conmociones actuales el efecto del agotamiento del valor y de la mercancía, el dinero y el trabajo, la gran mayoría de las corrientes de izquierdas —incluidas aquellas que se pretenden 'radicales'— solo ven en ellas la necesidad, y la posibilidad, de volver a un capitalismo más 'equilibrado', identificado con un retorno al keynesianismo, un fuerte papel del Estado y una regulación más severa de la banca y de las finanzas".

¿Cuál es pues el motivo de fondo que justifica referirse a la devastación social y natural en curso como un proceso irreversible bajo el troquel del "sujeto automático" de la reproducción ampliada del capital?

No es posible entender los rasgos neurálgicos de la aberrante organización social vigente sin partir de una constatación crucial: el capitalismo es la única etapa histórica con una dinámica estructural propia, intrínseca a su propia constitución y decurso reproductivo. Esta suerte de "cinta de correr", cada vez más veloz y destructiva, no existió en ninguna otra organización social o época pasada.

Postone sitúa el nudo gordiano de la mutación tumoral que destruye las bases de sustentación "saludable" de la reproducción capitalista en la crisis progresiva del trabajo asalariado como eje cohesionador de la totalidad social. Dicho agotamiento se expresa a través de una contradicción insoluble que configura el ADN de la relación social regida por el "vampiro de trabajo vivo", la gráfica expresión marxiana para describir el carácter insaciable del Moloch. Esa dinámica ciega tiende a hacer cada vez más superfluo el trabajo productivo, la única sustancia del valor y la fuente de plusvalor para el capital, mediante la continua incorporación de innovaciones tecnológicas ahorradoras de trabajo -véase, sin ir más lejos, la aparatosa irrupción de la IA-, propulsadas por la despiadada lucha competitiva de la supervivencia del más apto.

Bajo la amenaza de la eliminación de los "perdedores", la competencia entre los capitales implica una presión permanente para la incesante aceleración de la sustitución del trabajo vivo por trabajo muerto, solidificado en la maquinaria y en las nuevas tecnologías incorporadas a la producción. Pero, por otro lado, el trabajo asalariado sigue siendo la mediación social fundamental para el acceso a la riqueza social y la única fuente de la extracción de plusvalor de la fuerza de trabajo. Es decir, el trabajo humano se vuelve, debido al continuo aumento de la productividad -cada vez más ralentizado, eso sí, a medida que el capital se vuelve más "denso"-, crecientemente superfluo desde el punto de vista de la generación de riqueza real, pero sigue siendo esencial para la reproducción capitalista porque el tiempo de trabajo es la savia bruta que vertebra todo el organismo social.

De este modo, como resalta vívidamente el filósofo Werner Bonefeld, el contraste entre las esperanzadoras posibilidades abiertas por la riqueza social que podría crearse, bajo un paradigma socioeconómico y ecológico radicalmente diferente, y las calamidades de crecientes desigualdad social y destrucción natural que nos depara un modo de producción que "sacrifica máquinas humanas en las pirámides de la acumulación" no deja de crecer:

"Todo progreso social se transforma en calamidad. Cada aumento en la productividad laboral acorta las horas de trabajo, pero en su forma capitalista, las alarga. La introducción de maquinaria sofisticada facilita el trabajo, pero en su forma capitalista, eleva la intensidad del trabajo. Cada aumento en la productividad del trabajo aumenta la riqueza material de los productores, pero en la forma capitalista los pauperiza. Y lo que es más importante, la mayor productividad del trabajo libera al trabajo, hace que el trabajo sea innecesario. Pero en lugar de reducir las horas de trabajo y absorber todo el trabajo en la producción sobre la base de una jornada laboral más corta, liberando tiempo de vida del 'reino de la necesidad', aquellos que están empleados son explotados de manera más intensiva, mientras que los trabajadores declarados innecesarios van a parar a la pila de desperdicios de un modo de producción que sacrifica 'máquinas humanas' en las pirámides de la acumulación".

La deriva irrefrenable someramente descrita tiene empero su Talón de Aquiles: como demuestra la historia reciente, preñada de crisis cada vez más violentas y de bruscas sacudidas de los tenebrosos y explosivos "mercados" financieros, los continuos aumentos de productividad, imprescindibles para mantener en marcha la rueda de la acumulación, no pueden ser infinitos. A partir de cierto umbral, la compulsión al incremento continuo de la productividad del trabajo reduce la capacidad de generar aumentos futuros significativos: cada vez resulta más arduo sostener la huida hacia adelante de la automatización, la digitalización, la inteligencia artificial y demás revoluciones tecnológicas del capitalismo "cognitivo" y de la industria 4.0, todas ellas basadas asimismo en un descomunal e insostenible consumo de energía y materiales. La prueba fehaciente de lo anterior es que ninguna salida productiva asumió el relevo, al menos a una escala lo suficientemente grande, como para desempeñar el mismo papel neurálgico de locomotora del crecimiento económico y de creación de empleo que ejerció –en una, no lo olvidemos, coyuntura irrepetible de abundancia sin parangón del "oro negro"– la industria automovilística durante la precedente fase fordista de los añorados "Treinta Gloriosos". Y esa decadencia inexorable del trabajo productivo de los sectores industriales maduros es la que ha provocado asimismo, ante la necesidad imperiosa del capital de seguir asegurando el flujo de plusvalor extraído de la fuerza de trabajo, independientemente del tipo de actividad que lo genere, la proliferación de sectores improductivos, innecesarios o directamente ecocidas, con la inmensa mayoría de los servicios, el descomunal complejo militar-industrial, el turismo masivo, y el mastodóntico sector financiero global en lugares prominentes.

Nos hallamos, en definitiva, ante la causa última de la degradación social, de las crisis recurrentes, de la financiarización desaforada y de la expansión de los trabajos de "mierda" -en la feliz formulación del antropólogo anarquista David Graeber-, absurdos y totalmente prescindibles desde el punto de vista de su utilidad social, pero esenciales para mantener girando la "rueda de hámster" en la que está atrapada la sociedad actual bajo la férula de la reproducción ampliada del capital.

En ninguna etapa histórica anterior el tiempo de trabajo representó la única vara de medir de la producción y la distribución de la riqueza social. Una actividad alienante y autotélica -"un fin en sí mismo"- convertida, como describe Nahuel, en una esfera autónoma respecto del resto de ámbitos de la reproducción social:

"Las relaciones abiertas de las sociedades precapitalistas significaron muchas veces brutales formas de autoridad directa y dominación personal. En el capitalismo, esas formas "inmediatas" de dominación tienden a verse desplazadas, pero para ser reemplazadas por una mediación anónima, abstracta y cuasi-objetiva, fundada en el trabajo y el valor. Bajo esa nueva forma de mediación, las personas ganan autonomía de la autoridad personal, pero también ven menoscabada su capacidad para controlar o modificar conscientemente sus vidas y su trabajo".

Los trabajadores asalariados, en última instancia, no controlan en absoluto su actividad laboral sino que son "dominados" por las exigencias y los resultados de esa actividad. La presión de estas relaciones sociales alienadas genera frustración y furia en los individuos debilitados y dependientes, y este desasosiego enajenado, que no comprende las causas reales del deterioro social, es el que impulsa a los "penúltimos" a descargar su resentimiento contra los "últimos".

El odio y el desprecio se vuelcan sobre los pobres y los excluidos del menguante "pastel" a repartir, que encarnan el recuerdo de la espada de Damocles que pesa sobre cada uno de los trabajadores "integrados". Una amenaza cada vez más cierta a medida que avanzan los procesos de flexibilización, desregulación, precariedad y desestabilización de los vínculos sociales, laborales y residenciales. La autonomía y la subsistencia de los individuos atomizados dependen cada vez más de la posición de poder en la escala social y de la fuerza para mantenerla frente a los peligros ciertos e imaginados.

De hecho, la evolución degenerativa de las condiciones de trabajo en las fortalezas primermundistas ha puesto de manifiesto el carácter cada vez más acomodaticio y defensivo de las luchas laborales. Así pues, puede sin duda afirmarse, como explica Postone, que los restos del viejo proletariado están cada vez más interesados en contribuir a mantener el espejismo del "crecimiento" capitalista y tienden, por tanto, a cooperar con la burguesía comportándose disciplinadamente, en pos de conservar el empleo, el patrimonio y el poder adquisitivo:

"Más aún —y aquí solo puedo tocar de pasada este tema—, ya que el trabajo está determinado como un medio necesario para la reproducción individual en la sociedad capitalista, los trabajadores asalariados siguen dependiendo del 'crecimiento' del capital incluso cuando las consecuencias de su trabajo, ecológicas o de cualquier otra clase, funcionan en detrimento de ellos mismos o de los demás".

La pérdida de dinamismo del trabajo productivo-industrial-fordista y su sustitución por la terciarización, la turistificación, el endeudamiento exacerbado y la extracción creciente de riqueza a través del rentismo inmobiliario y del circuito secundario de acumulación disparan la desigualdad y las dinámicas de exclusión social de amplios contingentes de las clases populares.

De este modo la financiarización, en lugar de ser una esfera autónoma cuya hipertrofia exorbitante es la causa de la especulación desaforada, representa, antes al contrario, la fuerza contrarrestante de la pérdida de dinamismo del capital productivo, mediante la creación ingente de dinero-deuda del puro aire y el inflado recurrente de colosales burbujas financiero-inmobiliarias. Es decir, la ominosa especulación no es una excrecencia tumoral que parasita un organismo sano, como postulan los defensores del regeneracionismo progresista, sino la cataplasma que permite, con respiración asistida, que el engendro dopado por la inyección masiva de la deuda a muerte mantenga su huida hacia adelante. La prueba fehaciente de lo anterior es que tras el descomunal colapso de la burbuja hipotecaria de 2008 se ha vuelto una vez más a las andadas -mostrando la falacia de las jeremiadas que profetizaban un cambio de modelo productivo tras la debacle- de la desquiciada revalorización inmobiliaria y la hipertrofia del casino financiero global.

El rentismo -y con él, la profunda sima social abierta por la posesión o no de propiedad inmobiliaria- deviene una válvula de escape vital para el mantenimiento de los flujos de ingresos de las capas pudientes de la población, a costa de agudizar la desigualdad entre los poseedores y los excluidos del acceso seguro a la vivienda. De ahí que la defensa acérrima de la sacrosanta propiedad privada sea un pilar clave en la conformación del universo ideológico de la ultraderecha, como muestra la delirante histeria antiokupación omnipresente en los programas basura de los mass media.

El drenaje masivo de riqueza "de abajo hacia arriba", que representa el juego de suma cero de expropiación social a través de las rentas inmobiliarias, afecta además a segmentos sociales ya de por sí depauperados: las generaciones jóvenes, la mayoría con empleos precarios y mal pagados, y los colectivos de migrantes, un 70% de los cuales carecen de acceso a la vivienda y se ven abocados a un mercado salvaje, donde campa por sus respetos el "racismo inmobiliario".

Quizás la acerba panorámica someramente descrita ayude a explicar una aparente paradoja:

¿Por qué incluso en una época de presunto crecimiento económico como la actual, con niveles récord de población activa y una tasa de desempleo bajo mínimos, todos los parámetros de desigualdad, exclusión social y pobreza sufren un deterioro significativo?

El recientemente publicado Informe FOESSA, quizás el diagnóstico más completo acerca de la situación socioeconómica del país, advierte sobre un proceso acelerado de fragmentación social, de consecuencias devastadoras para la creciente polarización ideológica de la sociedad española:

"España se nos presenta como una sociedad con grandes contradicciones: crece la macroeconomía (incluso el empleo) mientras aumenta la vulnerabilidad social; vivimos una modernización tecnológica a la vez que se agranda la inseguridad, la incertidumbre y la polarización. Ello está configurando la sociedad del desasosiego, en la que la exclusión deja de ser un accidente y se constituye en un rasgo estructural del modelo socioeconómico español. Según la serie, cada crisis amplía la fractura social y las recuperaciones no consiguen cerrarla. En 2024 la exclusión severa era un 52 por ciento superior a la de 2007. Estamos en la sociedad del miedo, en la que la inseguridad se normaliza, se alimenta el 'sálvese quien pueda' y se erosiona la confianza democrática".

Este clima social tóxico que alimenta el "sálvese quien pueda", reforzado por la incomprensión de las causas que propulsan el miedo y la inseguridad en la "sociedad del desasosiego", son los ambientes perfectos para el crecimiento de la hidra del resentimiento y de las guerras entre pobres que atiza el discurso demagógico de la ultraderecha.

Los chivos expiatorios

La intensificación de las pulsiones racistas y xenófobas, propulsada por la agresiva retórica de la ultraderecha, es una consecuencia directa de la toxicidad rampante en un entorno social crecientemente competitivo y despiadado. De este modo, se refleja la necesidad de maximizar la explotación "diferenciada" de las minorías estigmatizadas, mediante la estrategia de atizar la división y el enfrentamiento entre los distintos sectores de las clases populares, en aras de desviar la atención de las verdaderas causas del malestar social. Se trata, por tanto, de una grosera coartada ideológica, cuya función real es justificar la sobreexplotación de colectivos ya de por sí vulnerables en beneficio de la provisión abundante de mano de obra barata y disciplinada.

Valga, como botón de muestra de esa íntima hibridación, la función neurálgica del "racismo diferencialista" como dispositivo ideológico al servicio de la división y el enfrentamiento entre distintos grupos de trabajadores en aras de "minimizar los costes de producción", como refleja la siguiente argumentación del filósofo marxista Francisco Fernández Buey:

"Así pues, las funciones de este sistema en el que el racismo diferencialista aparece como 'fórmula mágica' son básicamente dos: permite ampliar o contraer el número de las personas disponibles para los salarios más bajos y las tareas menos gratificantes y, en segundo lugar, procura una base no meritocrática para justificar la desigualdad, lo cual permite a su vez remunerar mucho menos a un segmento de la fuerza de trabajo, lo que no se podría hacer en función del mérito".

El sociólogo Emmanuel Rodríguez abunda en el trasfondo de economía política que constituye la base material de la "integración social reaccionaria", fundada en la justificación de la discriminación flagrante de un segmento de la fuerza de trabajo agitando los bajos instintos de la competencia entre las clases trabajadoras nativas y foráneas:

"Más allá de las retóricas, la base 'material' del proyecto político, que de un modo u otro subyace a todas las formas políticas de la integración social reaccionaria —desde el neofascismo y el populismo de derechas hasta la socialdemocracia nacional y el rojipardismo—, no es difícil de adivinar. Se trata de garantizar el flujo ordenado de trabajo barato a los países ricos, lo que conforma hoy uno de los núcleos de las políticas de Estado en casi todos los países occidentales. La clase media remanente, pero también numerosos sectores proletarizados, se sostienen sobre el trabajo migrante que a bajo precio garantiza su reproducción (cuidado de niños, ancianos y limpieza del hogar)".

Se trata, en fin, de garantizar el flujo de trabajo barato para los sectores claves de la reproducción social, crecientemente necesario además en una sociedad envejecida como la española, justificando la sobreexplotación de los migrantes mediante las gárgaras racistas del discurso del "español primero", y atizando los miedos cervales a la pérdida de su posición social, de sus raíces culturales y al deterioro de las prestaciones públicas causados por la "invasión descontrolada" de extranjeros.

La otra bestia negra por antonomasia de la retórica reaccionaria, la denominada "ideología de género", encuadrada en el ataque furibundo al feminismo y al movimiento LGTBIQ, tiene también una base material e ideológica sólida en la defensa acérrima de la familia nuclear, como célula básica de la reproducción social encaminada a la preservación de la cadena de montaje de la que sale la fuerza de trabajo laboralmente apta.

Existe por tanto una estrecha conexión entre la salvaguardia de las estructuras patriarcales tradicionales, vigentes en los ámbitos hogareños donde se desarrollan las tareas reproductivas -en realidad, un subsidio gratuito para el capital-, y las acuciantes necesidades de abaratar al máximo la generación de la fuerza de trabajo, a la vez que se preserva el orden moral y el patrimonio familiar.

La siguiente descripción del "esquema reproductivo mayoritario", formulada por el colectivo feminista Precarias a la Deriva, resalta la necesidad de garantizar la eficiencia "biológica y social" y la contribución esencial para el mantenimiento del orden establecido que procura "la familia nuclear patriarcal":

"Por esquema reproductivo mayoritario entendemos la familia nuclear patriarcal con una fuerte división sexual del trabajo que determina la división entre lo público y lo privado, la producción y la reproducción; se trata indudablemente de una familia de clase media y blanca, legítima heredera de la familia burguesa del XIX, y extendida como modelo (ojo, no necesariamente como experiencia) a casi todas las demás capas sociales a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Este esquema maximiza la reproducción, en el sentido de Bourdieu, biológica y social, tanto en lo que se refiere a la transmisión de la herencia, como en lo que respecta al cuidado de la descendencia en íntima colaboración con el Estado y al mantenimiento del orden moral".

Pero sin duda el ámbito neurálgico -que se oculta siempre en las loas retrógradas al mito de la familia como "comunidad solidaria"- en el que la familia se convierte, como destaca Nuria Alabao, en tiempos de masiva precariedad laboral y de falta de acceso a la vivienda para las jóvenes generaciones, en un factor clave de preservación de la riqueza patrimonial y de propulsión de la desigualdad es a través de la sacrosanta institución de la herencia:

"Reproducirse es reproducir la clase y esto tiene una parte material también. La familia es esencial para la reproducción de clases en el capitalismo, donde la herencia, la transmisión de la propiedad y la deuda son pilares sin los que es mucho más difícil imaginarse la acumulación de capital".

Es pues la constatación de esa íntima trabazón existente entre las dos esferas de la "fábrica social" y de la relevancia extraordinaria del control sobre los procesos y los entornos "privativos" donde se desarrollan la reproducción de la fuerza de trabajo y de la clase social la que permite entender cabalmente el énfasis del discurso reaccionario en la defensa de la familia y en la crítica de la "ominosa" ideología de género y demás desviaciones "disolventes", que ponen en cuestión los pilares de la milenaria civilización cristiana occidental.

Este cóctel explosivo de fatalismo, resentimiento, construcción de enemigos imaginarios y nostalgia de un pasado mítico es el caldo de cultivo idóneo para el surgimiento, como describe la filósofa Wendy Brown, de líderes mesiánicos que prometen restaurar ese Edén prístino que en realidad nunca existió:

"El destronamiento era fácilmente atribuible a migrantes y minorías roba-trabajos, junto con otros beneficiarios imaginarios no merecedores de la inclusión liberal, cortejados por las élites y los globalistas. Tal figura provenía de un pasado mítico en el cual las familias eran felices, estables y heterosexuales, cuando las mujeres y las minorías raciales estaban en su lugar, cuando los barrios eran ordenados, seguros y homogéneos y cuando un cristianismo y una blanquitud hegemónicos constituían la identidad manifiesta, el poder y el orgullo de la nación y de Occidente. Frente a las invasiones de otras gentes, ideas, leyes, culturas y religiones, este es el mundo de cuento de hadas que los líderes populistas de derecha prometen proteger y restaurar".

Pero si hay un ámbito donde el irracionalismo fanático del discurso ultra alcanza su paroxismo es con el suicida negacionismo climático y las rabiosas invectivas contra la "ideología verde", la sostenibilidad y la transición ecológica. Empero, tal disparate tiene también una base material, hábilmente explotada por la caverna propagandística de la ultraderecha. Esta sarta de delirios populistas, envuelta en el "cochismo" exacerbado y en la defensa retórica de los sectores tradicionales agrícolas e industriales afectados por los objetivos de descarbonización, cala hondo en los trabajadores que ven amenazado su sustento por las reconversiones encaminadas hacia la cacareada "transición energética". Las contradicciones objetivas entre las medidas de "reducción de emisiones" y el sostenimiento a toda costa de la rentabilidad del capital, y los callejones sin salida a los que aboca a los colectivos de trabajadores de los sectores tóxicos son pues explotados por la ultraderecha para entonar un carpe diem con consecuencias catastróficas, como muestran desastres recientes como la Dana de Valencia.

Vivimos pues tiempos sombríos. Ante la extensión imparable de la ola reaccionaria, con su eficaz demagogia para explotar el resentimiento generado por la acelerada degeneración de la totalidad social capitalista, y la cada vez más acentuada impotencia reformista para atenuar las causas profundas que disparan la expansión social del irracionalismo más desacomplejado, surgen angustiosos interrogantes acerca de la virtualidad de desarrollar formas de lucha social realmente emancipadoras, que pugnen por contrarrestar el marasmo de encono y de crispación que va invadiendo el tejido social.

¿Cómo luchar por construir una alternativa de sociedad y de poder antagonista cuando las clases populares, víctimas primordiales de la apisonadora de la opresión capitalista y del Estado burgués que la sostiene, parecen haber perdido la esperanza en que nada distinto de lo existente sea siquiera concebible?

Frente a la retórica retrógrada de la ultraderecha y al conformismo resignado del reformismo de reducción de daños solo queda la osadía de ir más allá de los marcos ajados a los que nos aboca la lúgubre realidad existente. Reforzar día a día las luchas y las resistencias que desarrollan los colectivos que, en esos barrios a los que aludía la demagogia reaccionaria de la ultraderecha, se organizan para combatir cotidianamente la violencia creciente que se ejerce sobre las clases populares. De lo contrario, la barbarie a fuego lento que nos impone la inexorable degradación del capital será el único horizonte posible.

El compendio que nos ofrece Holloway acerca de la necesidad de "partir de lo pequeño", desde fuera de las estructuras del Estado, desarrollando proyectos de resistencia popular y de transformación radical de la vida cotidiana, ejemplifica la esencia de la lucha "del hacer contra el trabajo que produce capital":

"Están los millones de iniciativas y experimentos creados conscientemente fuera de las estructuras del Estado: miles y miles y miles de revueltas y experimentos en todo el mundo donde la gente está diciendo 'No, no vamos a aceptar el imperio del dinero, no aceptaremos el dominio del capital, vamos a hacer las cosas de una manera diferente'. Okupaciones de casas, centros sociales, huertos comunitarios, radios alternativas, movimientos de software libre, rebeliones campesinas en las que la gente dice '¡Basta! Ahora la gente va a dirigir', ocupaciones de fábricas, acontecimientos universitarios como este en el que estudiantes y profesores se han puesto de acuerdo para concentrarse en la única pregunta científica que nos queda, es decir, ¿cómo podemos detener la huida hacia adelante de la humanidad hacia la autodestrucción?"

Los problemas que afrontan los precarios enclaves de resistencia y de construcción de nuevas relaciones sociales son evidentemente ímprobos y los obstáculos para la expansión de esas "grietas en el grueso muro del poder" resultan -ante la brutalidad creciente del aparato represor del capital- indudablemente ciclópeos.

Pero no queda otra alternativa, para pugnar por neutralizar la demagogia retrógrada de la caverna ultra, que "hacer las cosas de una manera diferente", combinando la lucha cotidiana por unas condiciones de vida dignas con la construcción de nuevas formas de organización de la vida comunitaria en las que las relaciones no estén mediadas por el intercambio de trabajo asalariado.

La apelación simultánea a combatir el reformismo de la "contabilidad electoral" y a "potenciar los escenarios no previstos de la acción colectiva" remite al magistral prontuario planteado por el filósofo Manuel Sacristán:

"Esa política tiene dos criterios: no engañarse y no desnaturalizarse. No engañarse con las cuentas de la lechera reformista ni con la fe izquierdista en la lotería histórica. No desnaturalizarse: no rebajar, no hacer programas deducidos de supuestas vías gradualistas al socialismo, sino atenerse a plataformas al hilo de la cotidiana lucha de clases y a tenor de la correlación de fuerzas de cada momento, pero sobre el fondo de un programa al que no vale la pena llamar máximo porque es el único: el comunismo"

Lo que sí es, en cualquier caso, factible y al tiempo esperanzador, como señala Norbert Trenkle, es la posibilidad de creación, en el curso del desarrollo de esos gérmenes de resistencias populares que brotan por doquier frente a la agresión del capitalismo desquiciado, «de nuevas formas de vinculación» con carácter prefigurativo, de semillas de un mundo nuevo:

"La tarea actual más importante para los movimientos emancipadores consiste en crear nuevas formas de organización y de vinculación que en cierto modo anticipen esta nueva sociedad. Sólo si logramos esto, habrá una perspectiva más allá del trabajo abstracto, de la producción de mercancías y del estado".

Hic Rhodus, hic salta.

Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.com/2025/12/10/el-huevo-de-la-serpiente-la-ola-ultra-como-sintoma-de-la-degradacion-del-capital/



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