Había que librarse del sistema actual y reemplazarlo por el neoliberalismo

Erradicar el desarrollismo del Cono Sur, donde había arraigado mucho más, era una cuestión mucho compleja. Sobre ello discutieron dos estadounidenses que se reunieron en Santiago de Chile en 1953. Uno era Albion Patterson, director de la Administración para la Cooperación Internacional en Chile —la agencia gubernamental que con el tiempo se convertiría en USAID— y el segundo Theodore W. Schultz, presidente del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. A Patterson le preocupaba cada vez más la creciente influencia de Raúl Prebisch y los demás economistas “rosas” de América Latina. “Lo que hay que hacer es cambiar la formación de los hombres, influir en la educación, que es nefasta”, había dicho a un colega. Este objetivo coincidía con la creencia de Schultz de que el gobierno de Estados Unidos no se empleaba lo necesario en la guerra intelectual contra el marxismo. “Estados Unidos debe reconsiderar sus programas económicos para el extranjero, queremos que [los países pobres] trabajen en su salvación económica vinculándose a nosotros y que su desarrollo económico se consiga a nuestra manera”, digo.

Los dos hombres diseñaron un plan que convertiría Santiago, un semillero de la economía centrada en el Estado, en lo opuesto, un laboratorio para experimentos de vanguardia sobre el mercado, ofreciendo así a Milton Friedman lo que deseaba hacia tanto tiempo; un país en el que poner a prueba sus queridas teorías. El plan original era sencillo; el gobierno estadounidense pagaría para enviar a estudiantes chilenos a aprender economía en lo que prácticamente todo el mundo reconocía que era el lugar más rabiosamente anti “rosa” del mundo; la Universidad de Chicago. Schultz y sus colegas en la universidad también recibirían dinero para viajar a Santiago, investigar la economía chilena y formar estudiantes y profesores en los fundamentos de la Escuela de Chicago.

Lo que diferenciaba este plan de los otros muchos programas de formación estadounidense que becaban a alumnos de Nuestramerica era su carácter desvergonzadamente ideológico. Al escoger Chicago para formar economistas chilenos —una universidad en la que los profesores abogaban por el casi completo desmantelamiento del gobierno con tenaz insistencia— el Departamento de Estado estadounidense disparaba un torpedo bajo la línea de flotación en su guerra contra el desarrollismo, diciéndoles de hecho a los chilenos que el gobierno de Estados Unidos había decidido qué ideas debían aprender sus mejores estudiantes y cuáles otras no. Se trató de una intervención tan evidente de Estados Unidos en los asuntos de Nuestramerica que cuándo Albion Patterson contactó con el rector de la Universidad de Chile, la principal universidad del país, y le ofreció una donación con la que financiar el programa de intercambio, el rector rechazó la oferta. Dijo que sólo participaría si su claustro podía tener influencia sobre quién en Estados Unidos formarían a sus alumnos. Patterson contactó entonces con el rector de una institución de menor importancia, la Universidad Católica de Chile, un centro mucho más conservador que carecía de Facultad de Economía. El rector de la Universidad Católica aceptó la oferta encantada y así nació lo que en Washington y Chicago se conocería como “el Proyecto Chile”.

 Inaugurado oficialmente en 1956, el proyecto permitió que cien alumnos chilenos cursaran estudios de posgrado en la Universidad de Chicago entre 1957 y 1970, con la matriculación y los gastos a cargo de los contribuyentes y de fundaciones estadounidenses. En 1965 se amplió el programa para incluir a estudiantes de toda de Nuestramerica, con una proporción particularmente alta de argentinos, brasileños y mexicanos. La expansión se financió con una donación de la Fundación Ford y posibilitó la creación del Centro de Estudios Económicos Latinoamericanos de la Universidad de Chicago. Gracias a este programa hubo siempre entre cuarenta y cincuenta estudiantes latinoamericanos en la licenciatura de economía, aproximadamente un tercio del total de estudiantes del departamento. En programas equivalentes de Harvard o del MIT sólo había cuatro o cinco latinoamericanos. Fue un logro espectacular; en una década la ultraconservadora Universidad de Chicago se convirtió en el primer destino de los latinoamericanos que querían estudiar económicas en el extranjero, un hecho que cambiaría el curso de la historia de la región en las décadas siguientes.

El adoctrinamiento de los visitantes en la ortodoxia de la Escuela de Chicago se convirtió en una prioridad institucional apremiante. El director del programa, el hombre responsable de hacer que los latinoamericanos se sintieran bienvenidos, era Arnold Harberger, un economista que vestía traje de safari, hablaban un español fluido, se había casado con una chilena y se describía a sí mismo como un “misionero muy comprometido”. Cuando llegaron los primeros estudiantes chilenos, Harberger creó un “taller de Chile” especial, donde los profesores de la Universidad de Chicago presentaban su diagnóstico altamente ideologizado de los problemas del país sudamericano y ofrecián sus recetas científicas para arreglarlos.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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