Tiempos de derechas. Crecen, crecen y no paran de crecer. El parlamento europeo, elegido el pasado domingo, ha sido la última estación de este trayecto. Ahora, uno de cada cuatro eurodiputados pertenece a algún grupo de ultraderecha. Afortunadamente, y por el momento, hay varias ultras que recorren un eje que va del anarcocapitalismo a lo Milei, pasando por un conservadurismo reaccionario a lo Tea Party de los republicanos estadounidenses, hasta llegar al neofascismo que habita en Alternativa para Alemania (AfD). La italiana Meloni, conservadora, se dispone a pactar con la derecha mayoritaria de los Populares. En Francia, Marine Le Pen más próxima del lado libertario, se lleva la mayor parte del electorado de ese país. Si a Marine y Meloni sumamos ese caballo de Troya de los populares españoles que es Díaz Ayuso, estamos ante damas atractivas en muchos sentidos. Muestran sus atributos femeninos entre los que se cuenta su inteligencia política para captar diferentes estratos del electorado. Por ahora no se ponen de acuerdo a pesar de que convergen en la aporofobia, la islamofobia y la izquierdofobia. ¿Por cuánto tiempo?
El movimiento es global y ya tiene su Internacional. Filipinas o El Salvador se vuelven polos atrayentes en el mal llamado "sur global". Argentina marcha a ritmo de motosierra. Ya esta semana el Senado aprobó la ley de desmantelamiento del Estado. Trump aumenta sus respaldos. En Venezuela crece la fuerza electoral de una dama, también atractiva en muchos sentidos, que ha prometido privatizar a PDVSA y con ello comenzar a aniquilar ese gigante sin pies que es nuestro "Estado Mágico". La dama venezolana, como las de Europa, anuncia por doquier que acabará con el socialismo. Grita al estilo dramático de Lupita Ferrer "libertad, libertad, libertad".
¿Qué está pasando? ¿Qué ocurre, particularmente, con la juventud mundial, especialmente la masculina, que, según los estudios de opinión más calificados, se vuelve cada vez más ultra? No hay respuestas claras, hay perplejidad. Atónitos observamos que entre estos grupos irrumpe con fuerza una actitud que bien podríamos calificar de dadaísta. Es el caso de un partido que entra en escena en las últimas semanas en España y que de un solo golpe obtuvo el voto de 800.000 electores, el 5% de los votantes. ¿Su nombre? Pues muy dadá: "Se acabó la fiesta". ¿Su estrategia? Bulos, alocadas teorías de la conspiración, la promesa de acabar con todo el establishment político, incluido los otros grupos de extrema derecha. "Se acabó la fiesta" parece ser síntoma del espíritu de estos tiempos.
El dadaísmo fue una de esas grandes vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo pasado. Surgido hacia 1916, en plena carnicería humana de la Gran Guerra, mostró hasta en su propio nombre su rebeldía iconoclasta. Todavía nos preguntamos qué significa "dadá". ¿Un caballito de balancín de madera para niños? Puede ser. En todo caso, un "sinsentido". 1916, época en que se consolidó el paso de las utopías decimonónicas a las distopías de nuestro tiempo, tiempo nihilista que redescubre a Nietzsche, a Dostoievski y Tolstoi, momento de emergencia de Kafka y lo kafkiano, espíritu de una época signada por "La Decadencia de Occidente" (Spengler). El imperialismo y las extremas hicieron aquella hecatombe, y muchas izquierdas nacionales se dejaron llevar por la aventura. Dadá reaccionó a todo ello y fue expresión de ello. Recortemos de un periódico un centenar de palabras, metámoslas en una bolsa y cual bolitas de bingo saquemos una por una juntándolas. Así se hace la nueva poesía, decía el dadá. Compremos un urinario, pongamosle nuestra firma y llevémoslo a una exposición. Así se hace escultura en este tiempo.
Dadá fue un "antiarte", una crítica ácida de aquellos tiempos, una oposición radical a la guerra, un movimiento cuyos integrantes estaban en su mayoría en el espectro político de la izquierda. En su desarrollo ocurrió la revolución de octubre, bálsamo para otras revoluciones en Alemania, en Italia, en latinoamérica, en China. Aquella izquierda tenía algo que ofrecer, un sentido al "sinsentido" sangriento del capitalismo imperialista de aquellos tiempos. Se puede decir que aquella izquierda revolucionaria era dadaísta, buscaba la ruptura radical, la sorpresa inesperada, el escándalo para despertar de la pesadilla. Era vanguardista. Un siglo después es la derecha ultra en su versión libertaria la que se ha vuelto dadá. Busca la ruptura, la motosierra, el rock, el escándalo, la sorpresa. Como Marine Le Pen, puede reunirse con movimientos LGTBIQ+, feministas y ecologistas, quizás ecofascistas, pero tiene algo que decir a unos y otros, suma apoyos. "Se acabó la fiesta" se presenta con el desenfado posmoderno, sin corbata, se mofa del lenguaje políticamente correcto. Tiene algo que ofrecer a la juventud perdida, temerosa del futuro, de la imposibilidad de conseguir trabajos de calidad una vez acontecida la revolución digital y establecida la industria 4.0. Le habla con sus lenguas. Pero también tiene algo que ofrecer a los adultos agobiados por la incertidumbre, por las recurrentes crisis económicas, por la reedición del 2008. Busca hacer América (EE.UU) grande de nuevo. Vale también para Francia o para Italia, para Argentina o para Venezuela. Integra creando "enemigos": los inmigrantes latinoamericanos, africanos, musulmanes, chinos. Suelen ser amigos de Putin, y Putin lo es de ellos. Es una derecha rebelde, antiestablishment, insurgente, iconoclasta. Dadá.
La izquierda, en cambio, perdió su rebeldía, su capacidad artística, su imaginación. La última vez que la tuvo fue en el 68. Entonces era utópica e impulsó una revolución cultural democratizadora con otra sensibilidad, una que catapultó a los verdes, a los LGTBIQ+ y le dió más fuerza a los movimientos feministas. Volvió por aquellos años a ser dadá, iconoclasta, "prohibía el prohibir", reclamaba "la imaginación al poder". Se desconectó de la URSS. No podía ser de otro modo tras la invasión de Checoslovaquia. Pero curiosamente 1989, la caída del muro, de la URSS, afectó su imaginario ya debilitado por la crisis de los setenta y el giro conservador de los ochenta. En tanto, en América Latina otra izquierda pareció tomar nuevos aires en las dos primeras décadas de este siglo. Pero el socialismo del siglo XXI terminó siendo el burocrático autoritario del XX. En nuestro caso se emborrachó de petróleo. Intoxicada se hizo de una retórica innecesaria y vacua sobre los olores a óxido sulfúrico en las Naciones Unidas. Sin ser Alí Babá terminó reunida con cuarenta ladrones. ¡Y qué ladrones! La otra izquierda, la no burocrática, la del 68, nunca tuvo fuerza en el país.
Si la derecha se hace dadá la izquierda se vuelve warholiana. Como el díptico de Marilyn o las latas de sopa Campbell, reproduce en serie el mismo objeto con apenas algunos matices de color, nada ofrece más allá del mundo que tenemos, uno que parece gustar cada vez menos a grandes contingentes de electores. Tan tediosa como la socialdemocracia, con la que ha terminado gobernando, ha quedado para administrar el desahuciado Estado de Bienestar. Carece de imaginación, prohíbe el prohibido prohibir. Los más jóvenes se aburren de escuchar lo mismo. Los más viejos tampoco consiguen en su discurso solución a sus problemas. Mientras esto acontece en Estados Unidos y en Europa, y seguramente en Puebla y Sao Paulo, en Caracas ni siquiera está presente la izquierda warholiana. Aquí encontramos más bien un realismo soviético con colores pasteles, quizás como alegoría de la torta puesta en los últimos años. Todo ello bajo el canon de las medidas de un extraño neoliberalismo salvaje del que pretende hacer virtud por necesidad. En Caracas como en La Habana la imaginación abandonó el poder hace mucho, probablemente nunca tuvo tal facultad.
Una izquierda y otra, la izquierda toda, incluida la verde, cuales zombies parecen mantenerse a la espera de que lleguen sus enterradores de la ultraderecha globalizada. Ya las campanas doblan en Estados Unidos y en Europa, también en Argentina. Aquí Hemingway nos aconsejaría no preguntar por quién doblan. Y sin duda hay que enterrar a estas izquierdas, especialmente la burocrática y autoritaria que hemos padecido. La vida no se detiene, renace una y otra vez. Morir para nacer. Así lo pide cualquier proyecto democratizador radical. ¿Cómo reinventar este proyecto? No sé. Será una tarea colectiva. Cualquier caudillo que se presente con la solución será su misma negación. Mientras, si hay que enterrar al zombi, evitemos al enterrador que hoy está de turno.