En octubre de 2025, el Comité Noruego del Nobel otorgó el Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado, líder opositora venezolana, y que por su "incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo venezolano". El anuncio desató una ola de reacciones: desde celebraciones diplomáticas hasta acusaciones de parcialidad, silencios incómodos y preguntas que siguen sin respuesta. Desde una lectura materialista histórica, este hecho no puede entenderse como un simple reconocimiento ético, sino como una operación simbólica que responde a intereses concretos del bloque euroatlántico. El Nobel, en este caso, funciona como dispositivo ideológico que legitima una narrativa de "liberación" que encubre una estrategia de recolonización.
El materialismo histórico nos enseña que los símbolos, instituciones y discursos no son neutros: están inscritos en relaciones de poder. El Nobel de la Paz, otorgado por una institución europea, se convierte en un instrumento para validar actores funcionales al proyecto neocolonial. María Corina Machado, con su historial de apoyo a sanciones, privatizaciones y alianzas con sectores empresariales transnacionales, representa para las élites eurocentristas una figura capaz de abrir las puertas de América Latina al saqueo de sus recursos.
Como en los siglos de la conquista, se nos ofrecen "espejos" —premios, reconocimientos, promesas de democracia— a cambio de perlas, oro y petróleo. La diferencia es que ahora el saqueo se disfraza de cooperación, y el colonizador se presenta como defensor de los derechos humanos.
La trayectoria política de Machado está marcada por la promoción de narrativas de odio, el desconocimiento de procesos electorales legítimos, el respaldo a intervenciones extranjeras y el silenciamiento de las voces populares. Su ascenso como "pacificadora" se construye sobre el terror mediático, el fraude discursivo y la mentira institucionalizada. Desde esta perspectiva, el Nobel no premia la paz, sino la capacidad de desestabilizar gobiernos soberanos, fracturar el tejido social y facilitar el retorno de las corporaciones al control de territorios estratégicos. El galardón se convierte en una legitimación del proyecto neoliberal, que necesita figuras locales para justificar su avanzada.
La paz que premia el Comité Noruego no es la paz de los pueblos, sino la paz de los mercados. No es la paz que se construye en los barrios, en los actos comunitarios, en las luchas territoriales, sino la paz que permite el flujo sin obstáculos de capitales, mercancías y discursos hegemónicos.
Frente a esta arremetida simbólica contra América latina, surge una propuesta: un premio latinoamericano para la paz insurgente.
Frente a la instrumentalización del Nobel, América Latina puede y debe construir su propio sistema de reconocimiento. Un premio que celebre la resistencia comunitaria, la pedagogía insurgente, la defensa territorial, la poesía que salva, la memoria que organiza. Un galardón que no se compre ni se negocie, sino que se construya colectivamente. Este premio podría llamarse Premio Nuestra América por la Paz Viva, y reconocer a quienes luchan desde abajo, sin alianzas con potencias ni agendas ocultas. Porque la paz no es un trofeo: es una práctica, una ética, una lucha.
El testamento de Alfred Nobel establece que el galardón debe premiar a quien haya contribuido "a la fraternidad entre las naciones, la abolición de ejércitos permanentes y la promoción de congresos de paz". Sin embargo, la historia del premio está marcada por decisiones controvertidas. Barack Obama lo recibió en 2009, mientras lideraba operaciones militares en Afganistán y autorizaba ataques con drones en Pakistán y Yemen. ¿Puede un comandante en jefe de la mayor potencia militar del mundo ser símbolo de paz?
Donald Trump, actual presidente de EE.UU., ha reclamado públicamente su derecho al Nobel. En 2025, afirmó haber contribuido a resolver ocho conflictos internacionales, incluyendo el de Ruanda y el Congo. Sin embargo, su administración también ha sido acusada de fomentar tensiones, apoyar regímenes armamentistas y desestabilizar regiones en nombre de la "libertad". ¿Cuántos crímenes se han cometido bajo esa bandera? ¿Puede un vendedor de armas ser laureado como pacificador?
Pero el caso de la señora Machado, esta ha sido reconocida por su papel en la articulación de la oposición venezolana, su defensa de supuestas elecciones libres y su resistencia frente a la supuesta represión del régimen de Nicolás Maduro. Pero sectores críticos incluso dentro de sus propias filas, la acusan de haber promovido sanciones internacionales, respaldado intervenciones extranjeras y de tener vínculos con sectores radicales (incluso narcotraficantes, bandas armadas, paramilitares, bandas comunes, terroristas como los ex marines y la operación Gedeón, el intento de magnicidio contra Nicolás Madura). ¿Puede una figura que polariza tanto, desde una visión diabólica de tierra arrasada, ser símbolo de paz? La pregunta no es solo sobre ella, sino sobre el sistema que la premia. ¿Qué ofreció a la Academia de Estocolmo? ¿Por qué no se reconocen líderes comunitarios, defensores indígenas o movimientos pacifistas latinoamericanos que no tienen acceso a los reflectores internacionales?
Muchos laureados desaparecen del radar mediático. ¿Por qué no suenan en redes defendiendo la paz? ¿Por qué no lideran campañas contra el genocidio en Gaza, el desplazamiento en Haití o la represión en Nicaragua? ¿El Nobel es un punto de llegada o un compromiso permanente?
El premio incluye una medalla, un diploma y cerca de 1 millón de dólares. Pero su valor simbólico está en entredicho. ¿Ha perdido prestigio? ¿Se ha convertido en un instrumento geopolítico más que en un reconocimiento ético?
¿Por qué América Latina no crea su propio Nobel?
La región tiene una historia rica en luchas por la paz, la justicia y la dignidad. Desde Rigoberta Menchú hasta Adolfo Pérez Esquivel, pasando por movimientos como el MST en Brasil o las Madres de Plaza de Mayo. ¿Por qué no crear un Premio Latinoamericano de la Paz, con criterios propios, que reconozca a quienes luchan desde abajo, sin alianzas con potencias ni agendas ocultas? Un premio que celebre la resistencia comunitaria, la pedagogía insurgente, la defensa territorial, la poesía que salva, la memoria que organiza. Un galardón que no se compre ni se negocie, sino que se construya colectivamente. El Nobel de la Paz, como todo símbolo, está en disputa. No se trata de negarlo, sino de repensarlo. América Latina tiene la capacidad, la historia y la urgencia de crear sus propios referentes. Porque la paz no es un trofeo: es una práctica, una ética, una lucha.