El TPS Venezolano en Estados Unidos: Entre la Injusticia Migratoria y la Doble Moral Política

En los últimos años, la situación migratoria de los venezolanos en Estados Unidos ha adquirido dimensiones humanas, jurídicas y políticas de gran relevancia. Más de 7.7 millones de venezolanos han emigrado debido a la crisis económica y política acumulada en la última década, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Una proporción significativa llegó a Estados Unidos buscando protección, estabilidad y oportunidades de vida digna. Sin embargo, el tratamiento que el gobierno estadounidense —y particularmente su sistema migratorio— ha dado a estos connacionales ha sido profundamente contradictorio, cuando no abiertamente injusto.

El TPS como alivio parcial e insuficiente. El Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) fue otorgado a los venezolanos en marzo de 2021 bajo la administración de Joe Biden, amparado en la sección 244 de la Ley de Inmigración y Nacionalidad (INA), que permite otorgar protección a ciudadanos de países donde existen condiciones extraordinarias que impiden un retorno seguro. En su momento, se estimó que alrededor de 323.000 venezolanos serían elegibles.

Sin embargo, desde su implementación, el TPS ha estado marcado por obstáculos burocráticos, demoras excesivas, costos altos y constantes amenazas de no renovación. El TPS no otorga residencia, no conduce automáticamente a un ajuste migratorio, y no garantiza estabilidad laboral permanente. Se trata, esencialmente, de una medida temporal que suspende la deportación, pero no ofrece un futuro claro. Esto ha dejado a cientos de miles de venezolanos en un limbo jurídico, donde trabajan, pagan impuestos, forman familia y contribuyen a la economía estadounidense —pero sin seguridad de permanecer legalmente en el país.

Víctimas de dos propagandas y una misma crisis. El componente más doloroso de esta situación radica en el hecho de que muchos venezolanos que hoy enfrentan precariedad migratoria fueron víctimas de dos presiones simultáneas: 1) La crisis económica y social dentro de Venezuela, agudizada por errores internos y por la corrupción estructural de la élite política venezolana; y 2) Las políticas de sanciones financieras y petroleras impuestas por Estados Unidos desde 2017 (incluyendo las órdenes ejecutivas EO 13808, EO 13850, EO 13884), que agravaron el colapso económico al restringir el acceso del país a mercados, financiamiento y operaciones comerciales.

La migración venezolana masiva, por tanto, no puede explicarse sin ambos factores. No obstante, la narrativa dominante en la política estadounidense —especialmente impulsada por figuras como Marco Rubio, María Elvira Salazar y otros legisladores de Florida— ha reducido esta crisis a un argumento ideológico, utilizando a los migrantes como pieza electoral. Estos políticos condenaron al gobierno venezolano, pero no promovieron vías consistentes de protección, ni garantizaron derechos a los migrantes desplazados.

La doble moral de la oposición venezolana en el exterior. A esto se suma la responsabilidad de dirigentes venezolanos como Juan Guaidó, Leopoldo López, Julio Borges y María Corina Machado, quienes durante años hicieron llamados directos a profundizar las sanciones internacionales, alegando que aumentar el sufrimiento interno sería una forma de "acelerar la transición política". Borges llegó a declarar en 2019 que "las sanciones deben mantenerse y profundizarse". López defendió públicamente la idea de bloquear acceso petrolero como forma de presión. Machado reiteró que "no debe haber flexibilización" bajo ninguna circunstancia.

Estas posiciones —más allá de su intención política— impactaron directamente a las familias venezolanas, empujando a muchos a emigrar. La contradicción es evidente: muchos líderes de oposición residen en Europa o Estados Unidos en condiciones privilegiadas, mientras millones —incluidos sus propios seguidores— enfrentan desarraigo, incertidumbre migratoria y discriminación laboral.

El uso del "Tren de Aragua" como herramienta de estigmatización. En los últimos dos años, la frase "Tren de Aragua" se ha convertido en un recurso mediático para criminalizar a la diáspora venezolana. Medios conservadores y actores políticos han construido una narrativa en la que todo venezolano joven y de clase trabajadora es potencialmente sospechoso, sin distinción legal, moral o personal.

Este fenómeno no es nuevo: en la historia migratoria estadounidense, cada ola de migrantes ha sido asociada a delincuencia como pretexto para justificar políticas de exclusión (italianos en el siglo XIX, mexicanos en los años 80, árabes después de 2001). La criminalización del "otro" sirve para legitimar políticas represivas y obtener beneficios electorales.

Consecuencias sociales y económicas

Las consecuencias para los venezolanos en Estados Unidos son profundas, veamos: a) Discriminación laboral: Empresas rehúyen contratar solicitantes de asilo o TPS por confusión sobre permisos legales; b) Precariedad salarial: Muchos profesionales —médicos, docentes, ingenieros— terminan en trabajos de baja remuneración, sin beneficios laborales; c) Inestabilidad emocional y familiar: La amenaza permanente de deportación impide construir futuro, adquirir vivienda o planificar proyectos; y d) Vulnerabilidad legal: El miedo al estigma dificulta denunciar explotación o abuso laboral.

Según estimaciones de American Immigration Council, los migrantes venezolanos bajo TPS contribuyen más de $2.5 mil millones anuales en actividad económica, sin recibir protección equivalente.

El problema es moral y político. Estados Unidos no puede sostener, a la vez, la narrativa de "protección al pueblo venezolano" y la política de abandonarlo en situación migratoria precaria. Si Estados Unidos considera que Venezuela no es un país seguro para retorno —y así lo afirman sus propios informes del Departamento de Estado— entonces, lo moralmente coherente es: Ampliar y simplificar el TPS; Establecer vías de ajuste migratorio permanente; Garantizar acceso laboral sin discriminación; y, Desactivar las narrativas criminales en el discurso público.

En conclusión, lo que está en juego no es solo un proceso migratorio, sino la dignidad humana. Los venezolanos que llegaron a Estados Unidos no son invasores ni amenaza: son trabajadores, estudiantes, padres y madres que buscan vivir. Si Estados Unidos desea realmente representar sus valores fundacionales, debe asumir que no se puede defender la libertad en el discurso global y negarla en casa. La historia juzgará no solo lo que se hizo, sino lo que se dejó de hacer cuando miles de vidas dependían de una decisión migratoria.

De un humilde campesino venezolano hijo de la Patria del Libertador Simón Bolívar.

 



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Miguel Angel Agostini


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