Mussolini en la Casa Blanca

No pocas veces hemos insistido que a nuestro juicio tres son los temas de nuestro tiempo, a saber, la cuestión ecológica que afecta a la Vida, a toda forma de vida; la democracia; y, la pobreza. Los tres, y especialmente los dos últimos, están estrechamente entrelazados. Difícil solventar uno sin solventar los otros dos. El camino fundamental para superar estos temas y la crisis global y sistémica que confrontamos indiscutiblemente es la educación entendida como formación del carácter humano (Bildung). El agravamiento de la crisis habla del fracaso de la educación que tanto en la familia, en la escuela y en la sociedad educadora han abandonado esa Bildung, esa formación del carácter.

Lo que exhibe la vitrina política mundial, con contadas excepciones, muestra a las claras la crisis de la democracia. No solamente porque estemos en presencia de figuras autoritarias y tremendistas cuando no prístinamente agresivas, figuras claramente amenazantes de la mínima convivencia internacional. Una reflexión mínima nos llevará fácilmente a entender que fenómenos como Trump, Putin y tantos otros en cualquier latitud de nuestro herido planeta azul son más consecuencias que causas. Una vez elegidos en urnas el problema está en las mayorías sociales que los sostienen no sin cierta popularidad. Y es que la democracia no es un mero sistema político, un régimen de consultas electorales para elegir autoridades para determinados períodos establecidos en las leyes. No. Para que la democracia política sea efectiva, real, se precisa que exista en la sociedad una eticidad democrática, un éthos democrático. John Dewey (1859-1952) lo expresó muy bien hace más de un siglo al definir la democracia como un modo de vida abierto al reconocimiento del otro, de la diversidad, de la pluralidad de manifestaciones humanas que se dan en la convivencia humana pacífica. La democracia, pensaba el filósofo de Vermont, se gesta en la infancia y de ahí la importancia de la educación en cuanto formación del carácter.

Dewey oponía su concepto ético y social de democracia a la pobre democracia política de su tiempo. Pensaba que una sociedad como la estadounidense con claras tendencias mayoritarias supremacistas, racistas, patriarcales, hoy diríamos aporofóbicas también, sólo podía ser una sociedad excluyente, intolerante, y en consecuencia poco o nada democrática. Creo que lo mismo podríamos decir que acontece en el concierto actual de casi todas las naciones. Pero la democracia, la social y la política, no es una cuestión binaria, no es un uno o cero, no es un hay o no hay democracia. La democracia es cuestión de grados. Hay más o menos, o casi nada de democracia. Dicho lo dicho, obvio que pensamos que en la mayoría de los casos ha habido serios déficits de democracia, y en el mundo actual y del futuro próximo todo parece indicar que el déficit aumenta y seguirá en aumento. Las precarias democracias representativas de corte schumpeteriano, es decir, de elección de representantes a los que los electores le dan un cheque en blanco pero debidamente firmado, esas democracias de acuerdos de élites, esas democracias de mínimo grado, también están en extinción en el presente. Sus bases sociales están cansadas y agobiadas, quieren mano dura, y las nuevas élites de la oligarquía tecnológica y financiera mundial están dispuestas a darles con toda dureza. De modo que si siempre hemos estado bien lejos de una democracia plena, hoy no sólo estamos más lejos aún sino que las masas parecen aclamar dictadores por doquier, y cuanto más se parezcan a bufones de palacio más los aclaman.

Dictadores que actúan como bufones no son una novedad histórica. Hace cien años teníamos uno en Italia, Benito Mussolini. Histriónico, grandilocuente, exagerado, amenazante siempre, el fundador del fascismo fue popular hasta que llevó a su pueblo a la miseria, aquel pueblo que orinó sobre su cadáver una vez que en aquella plaza lo colgaron los partisanos en 1945. Sin embargo, en los años anteriores muchos reían sus gracias y no le creían capaz de llegar muy lejos. Y probablemente no hubiese llegado tan lejos si no hubiese sido porque en un país vecino un gran admirador suyo, seguidor de su histrionismo, estudioso de los gestos de los cantantes de la ópera para imitarlos en público, lo obligara a llegar mucho más lejos de lo que él quería. Hablamos de la relación entre Hitler y Mussolini y de lo que a este último le costó. Eso sí, a la humanidad le costó mucho más de sesenta millones de asesinados. Si nos dejamos guiar por el temple de showman de Il Duce hoy podemos decir que Mussolini está en la Casa Blanca, ha regresado a la Casa Blanca. Empero, hay una diferencia. Este Mussolini actual tiene mucho más poder destructivo, altamente tecnologizado. Dispone de cuantiosos recursos económicos y militares y parece no tener adversarios que se opongan a su ególatra voluntad. Por eso seguramente ya no ocurrirá que el admirador de un país vecino lo empuje al desastre. Lo más probable, escuchados sus aberrantes planes con la franja de Gaza, con el pueblo palestino, así como escuchados otros planes suyos más, es que el Mussolini que es Trump se transforme fácilmente en un Hitler. Como bien subrayó Adorno sobre aquella escena de "El Gran Dictador" de Chaplin en la que el barbero, el elector, se voltea a la cámara y aparece con el rostro de Hitler, el elegido.



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Javier B. Seoane C.

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela, 2009). Magister en Filosofía (Universidad Simón Bolívar, 1998. Graduado con Honores). Sociólogo (Universidad Central de Venezuela, 1992). Profesor e Investigador Titular de la Escuela de Sociología y del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela.

 99teoria@gmail.com

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