De Covadonga a la Nación Española: análisis de la identidad, decadencia y regeneración de España

Síntesis del libro : De Covadonga a la nación española: La hispanidad en clave spengleriana

978-8494959646 , Editorial Eas, 158 páginas

Introducción: España como problema filosófico en el contexto de la decadencia occidental

El extenso ensayo "De Covadonga a la Nación Española. La Hispanidad en clave spengleriana" de Carlos X. Blanco Martín constituye un ambicioso ejercicio de filosofía de la historia aplicada al caso español. Desde sus primeras páginas, el autor establece su propósito fundamental: contribuir a una "Filosofía de España" que aborde tanto España como problema como España como destino. Para esta tarea, recurre al marco teórico del filósofo alemán Oswald Spengler, particularmente a su magna obra "La Decadencia de Occidente", donde desarrolla su teoría morfológica de la historia según la cual las culturas son organismos vivos que nacen, crecen, florecen y finalmente decaen en civilizaciones rígidas y estériles.

La tesis central del autor es que España, desde su nacimiento simbólico en la Batalla de Covadonga (722), participó plenamente de la cultura fáustica occidental -aquella cultura expansiva, dinámica y volcada hacia el infinito que caracterizó a la Europa medieval y moderna- pero que actualmente se encuentra sumida en la fase terminal de civilización, compartiendo con el resto de Occidente síntomas evidentes de decadencia: pérdida de vitalidad espiritual, predominio del materialismo, disolución de los valores tradicionales y emergencia de lo que Spengler denominaba "oclocracia" o gobierno de la muchedumbre. El análisis se extiende desde los orígenes del Reino de Asturias hasta los desafíos contemporáneos de la España del siglo XXI, pasando por la Reconquista, el Imperio y la modernidad, siempre bajo la lente de las categorías spenglerianas.

La España fáustica: Orígenes y desarrollo de una cultura en el contexto europeo

Para comprender la posición de España en el esquema spengleriano, es necesario adentrarse primero en la distinción fundamental entre "cultura" y "civilización". Según Spengler, la cultura representa el estado de plenitud vital de un pueblo o fusión de pueblos, cuando diversos grupos humanos se dotan de una sola alma colectiva y ofrecen el máximo desarrollo de sus realizaciones históricas. La civilización, por el contrario, es la fase final, rígida y decadente de ese ciclo vital. Europa Occidental, en este esquema, sería una cultura distinta de la antigua cultura grecorromana, y lo que de grecorromano persistió en la cristiandad medieval sería mera "pseudomorfosis" -formas fosilizadas y sin vida sobre las cuales se alzó un alma nueva.

En el caso hispano, el autor sostiene que la aparición de la cristiandad gótica y fáustica se adelantó con respecto a otras latitudes europeas. La invasión musulmana del 711 interrumpió el lento proceso de integración del conglomerado de pseudomorfosis romana y tardoantigua dominado por los visigodos. El Reino de Toledo, aún muy "romano", era gobernado por una minoría germánica en alianza con una Iglesia que contenía tendencias "cueviformes" -líneas de espiritualidad levantinas y mediterráneas. Esta estructura decadente no pudo hacer frente a la savia efervescente del Islam. El verdadero elemento germánico se reorganizó en Asturias, liberado de la hez "cosmopolita" de las grandes ciudades sureñas.

En Covadonga, según el autor, no solo nació un nuevo reino sino un nuevo pueblo. Antes de la invasión musulmana, los godos habían imperado sobre los hispanorromanos con la ayuda de la Iglesia, pero ambos pueblos se mantenían separados. Después de Covadonga, la alianza celtogermánica de Asturias fue la base de una nueva federación de pueblos que fue involucrando a todos los del norte, además de los asturcántabros: galaicos, vascones, pirenaicos. Este momento representa el nacimiento de una cultura en sentido spengleriano: el cristianismo "cueviforme" de la etapa goda tardía -basado en la ascesis, la huida del mundo y la sumisión al poder divino- fue sustituido por el cristianismo "fáustico" representado por figuras como el Beato de Liébana, con su interpretación guerrera del Apocalipsis. La Reconquista inició, aún balbuceante, el mundo "gótico" de Europa: una voluntad de poder encaminada a la apropiación de tierras y la erección de un Imperium.

El profesor Villacañas, citado por el autor, subraya que en la Reconquista aún no había idea de Cruzada en sentido estricto, sino un espíritu distinto. En suelo ibérico se desarrolló por primera vez el espíritu fáustico vinculado a una escatología particular: la expulsión de los islamistas no iba unida todavía a un concepto de nación moderna, sino a la idea de un pueblo cristiano compuesto por una comunidad de nacionalidades en complejo proceso de etnoformación. Astures, cántabros, galaicos, vascones -algunas preexistentes desde la conquista romana, otras posteriores a la invasión mora- precisaron de un poder político que las consolidara: poder regio para leoneses y aragoneses, poder condal para castellanos y catalanes.

El Imperio Español en la Modernidad: De la cumbre fáustica al declive civilizatorio

Cuando los pueblos de España llegan a la modernidad, la idea del Imperium, ya esbozada por monarcas asturleoneses, pasa a manos de Castilla. Pero cuando la Castilla de los Habsburgo quiere "el mundo" entero, se encuentra con nacionalidades ya consolidadas en Europa, un feudalismo en declive, una burguesía triunfante y una rebeldía protestante. Madrid, Roma y Viena formaron el triángulo de la Contrarreforma, del Imperium teocrático y ultramontano. Según Spengler, el Imperio hispánico, subordinado a la Fe católica, encubría por su propio universalismo el mosaico nacional que una misma corona aglutinaba. El testigo del liderazgo fáustico fue recogido por Inglaterra y Prusia de manera diversa: Inglaterra con su capitalismo e imperio comercial; Prusia con su socialismo entendido como sentido del deber, obediencia y servicio a la comunidad.

El siglo XVIII fue todavía el gran siglo europeo, el siglo de la Gran Política y la Gran Diplomacia, pero trajo consigo ideas ilustradas y racionalistas que entregarían a su vez la revolución, la oclocracia y la guillotina niveladora. Este siglo dieciochesco se hizo merced al siglo XVII español: la poderosa burocracia y diplomacia de los Austrias, su corte y su consideración imperialista del orbe como tablero de ajedrez fueron lecciones aprendidas por las potencias ascendentes. Derrotada España, rota como Imperio con vocación universal, se instaura en Europa el equilibrio de potencias: ese fino juego de guerras, diplomacias y comercio, esa política de matrimonios regios y esa construcción de una "comunidad de pueblos". La nación "Europa", según Ortega, había consistido -de facto- no en una unidad política formal sino en una comunidad de potencias rivales en equilibrio.

Pero tras ese esplendor dieciochesco vino el horror de la industria. La savia del campo fue arrancada de su terruño y lanzada hacia los suburbios obreros, puesta al servicio de la máquina y del capital. Una masa ingente fue arrancada de sus raíces y se generó una nueva clase de hombres: los hombres de la ciudad, proletarios o burgueses, desprovistos por completo de todo sentido de la historia, del linaje, de la familia y de la heredad. Un individualismo feroz -incompatible con la vida agraria y el sentido familiar de la propiedad- se adueña de nuestra cultura y acelera el proceso degenerativo. Lo que Nietzsche supo ver con lucidez, Spengler lo sistematiza: una edad terrible de decadencia y putrefacción de los valores antaño sagrados se acerca con el estruendo de las nuevas máquinas y del poder de las masas vociferantes.

Para Spengler, el papel del prusianismo, o mejor, de un socialismo nacional centrado en Germania, era la propuesta regeneradora. ¿Quién ocupará ese papel en el futuro? Aquella potencia que ocupe el lugar central en el espacio de lucha de los poderes. Para Spengler, Alemania en los años 30 se situaba ante la gigantesca Rusia y la más gigantesca aún Asia. Europa -al este- siempre corría el peligro de sucumbir ante la orientalización. Al sur, nuestro filósofo se encuentra con los decadentes pueblos latinos, gastados en innumerables erosiones de la historia y prisioneros de no pocas pseudomorfosis. Tienen la impresión, dice Spengler, de que Italia ya contó con sus días de gloria imperial en la antigüedad o sus espléndidas ciudades-estado renacentistas, y que la España Imperial ya cumplió su papel conformador de Europa, en el Barroco. Cumplida su misión y experimentado ya un fuerte desgaste además de la masiva emigración hacia las Américas, estos pueblos no se van a revitalizar.

La anomalía hispana: La dualidad norte-sur y el factor oriental

El análisis spengleriano aplicado a España revela lo que el autor denomina "la anomalía hispana". En la península se reproducen muchas de las condiciones que a nivel continental señaló Spengler, pero con particularidades propias. España no posee el condicionante de lo ruso, el "peligro de asiatización", pero sí padece la fuente de orientalización desde el sur y el Levante: un Oriente que arriba veloz a nuestras costas por vía marítima.

Claudio Sánchez Albornoz presentó la invasión mora del suelo ibérico como una brusca interrupción de la evolución normal del reino godo hacia estructuras feudales homologables con las de otras realidades de la cristiandad occidental. Lejos de la tesis orteguiana según la cual los godos habían sido, de entre los pueblos germánicos que fecundaron Europa, los más débiles y degenerados, Sánchez Albornoz cifra en la invasión mora el significado de ocho siglos de duro batallar contra el invasor extranjero, contra el factor orientalizante y afrosemítico. El elemento celtogermánico se reactivó en el norte, simbólicamente en Covadonga, constituyéndose ex novo un reino, el Astur, que si bien pretendía ser una continuación institucional y simbólica del de Toledo, los datos disponibles revelan la peculiaridad indígena de sus contingentes sociales y el componente todavía más germánico (godo) del Reino Astur en comparación con el Toledano.

Donde sí vemos coincidencias entre Ortega y Sánchez Albornoz es en la tesis según la cual la guerra une a compañeros, forja alianzas y hermandades. La construcción política de España, como Imperio, como unión, no pudo ser otra que la de forjar una máquina de guerra. Cuando el espíritu guerrero fue sustituido por el espíritu industrial, por retomar la distinción de Herbert Spencer, esta unión de pueblos o nacionalidades -todavía en trámite de hacerse completa- se aflojó hasta llegar a las calamidades actuales. Mientras que la eclosión de diversas nacionalidades europeas se experimentó precisamente bajo el espíritu industrial, las nacionalidades hispánicas se fueron volviendo centrífugas o autistas. El "proyecto estimulante de vida en común", al modo de Ortega, se diluye. Y la "unión de armas" que crea lazos de hermandad se perdió ante el abandono de la guerra exterior.

El profesor José Luis Villacañas encuentra razones de por qué España es una entidad bastante anómala en Europa en un Medievo caracterizado por la Reconquista y en las distintas fases de etnogénesis. El grado de complejidad organizativa de los distintos reinos, la forma en que se operaba la etnogénesis de los pueblos norteños, en alianza y en divorcio, y la fase en que se conquistaba un territorio más o menos poblado, más o menos islamizado, son factores fundamentales para entender la diversidad regional de España. La Reconquista tuvo tantas fases y en ella intervinieron unos agentes colectivos tan heterogéneos en su capacidad política, a lo largo de ocho siglos, que el producto resultante que aparece ante los ojos de la modernidad, la Monarquía Hispana, distaba mucho de ser una nación étnicamente uniforme y consolidada.

La anomalía hispana reside en el hecho de que los territorios norteños apenas contaron con presencia musulmana y el fondo celtogermánico común a las diversas etnias, que vivían a la sazón en un campo sin apenas ciudades y en unos agrestes riscos y bosques, pudo -por la vía de las armas y por el "instinto del linaje"- unir a las élites para que el pueblo siguiera tal ejemplo. Al arribar a territorios urbanizados, con una mozarabía aculturizada, descontenta con el poder mahometano pero a la vez muy desconcertada ante los "bárbaros" conquistadores venidos del norte, las cosas cambiarán de manera drástica. Un Islam que sólo podía condenar a la aculturación o a la integración definitiva de los cristianos. Un Al-Andalus que, pese a ser tan festejado hoy en ciertos ambientes "progresistas", consistía en una sociedad altamente decadente, esclavista al más puro estilo antiguo, falta de vitalidad y heterogénea en grado sumo. Frente a una sociedad sin cuajar, un despotismo de estilo oriental sobre gentes diversas y ninguna libre, los reinos cristianos al norte iban forjando un país de campesinos libres que lo mismo araban los campos recién repoblados, que los defendían con sus propios medios.

Está de más señalar que el tal espíritu de Reconquista quedó distorsionado progresivamente con la hegemonía castellana al borde de la Edad Media. Los asuntos de Europa y de las Américas reclamaron grande atención, dejando un tanto aparcada la ocupación y recuperación para Occidente de todo el norte de África, plataforma para los ataques turcos y amenaza constante para la Cristiandad. El norte de África hubiera debido ser una nueva Andalucía, una zona de proyección militar y cultural de España, pero la energía se dispersó en otras empresas.

La oclocracia española: El gobierno de la muchedumbre en la España contemporánea

Uno de los conceptos spenglerianos que el autor aplica con mayor rigor al caso español contemporáneo es el de "oclocracia". Para Spengler, la oclocracia consiste en el poder de la hez, el poder de masas hostiles al trabajo y refractarias a todo sentido del deber y del esfuerzo. La Oclocracia es el complemento perfecto y dialéctico del capitalismo neoliberal que recorre el mundo y que sojuzga a Europa entera, frenando y desviando a sus naciones en el decurso hacia la Gran Política.

Esta Oclocracia, el poder de una chusma cada vez más embrutecida e ignorante, se garantiza por medio de los partidos políticos y los sindicatos, esto es, agencias estatales de colocación de los sectores más hostiles al trabajo y al esfuerzo. Con el dinero de los contribuyentes, con las arcas públicas, la verdadera clase trabajadora y emprendedora está sosteniendo a una masa creciente de parásitos que emplean las siglas de la organización para medrar, conseguir cargos, retribuciones y sinecuras.

La Oclocracia posee una conocida base social que Spengler describe de manera cruda: "De toda sociedad caen al fondo constantemente elementos degenerados, familias gastadas, miembros decaídos de altos linajes, fracasados e inferiores en alma y en cuerpo; véanse si no las figuras de los asistentes a los mítines, tabernas, manifestaciones y motines; en algún modo son todos abortos de la naturaleza, gentes que en vez de raza vigorosa en su cuerpo sólo llevan en su cabeza reivindicaciones de pretendidos derechos y ansia de venganza por su vida fracasada, y en los cuales es la boca la parte más importante del cuerpo. Es la hez de las grandes ciudades, el verdadero populacho, el mundo abisal en todos los sentidos, que en todas partes se forma en contraposición al gran mundo y al mundo distinguido".

Deben distinguirse en todo momento los dos conceptos: el pueblo y el populacho. En estos momentos, el pueblo en el Reino de España vive tiranizado por una clase política y por una mafia sindical, patronal y académica claramente oclocrática. De ahí se deriva esta degeneración social de España en todos los órdenes, la inercia espesa, la índole vegetativa de su historia reciente, su nulidad como pueblo o alianza de pueblos con posibilidad de futuro. En España, bajo esta oclocracia no hay futuro.

La "deriva soberanista" forma parte de esta dinámica hispana que consiste en no ser dinámicos. En hacer todos los ajustes necesarios para que el poder de la hez no se apee de los resortes de la vida política y económica. Los independentismos de última hora reflejan ya mucho más que el carácter plurinacional del vetusto Reino de España: reflejan el alto grado de hermandad y parentesco existente entre las nacionalidades ibéricas, hermandad y semejanza incluso en las actitudes frívolas y poco serias con las que se quiere romper esa hermandad. Que en un futuro próximo y previsible se separen los catalanes y los vascos del "resto", justamente cuando todos los pueblos hispánicos, metidos en un mismo barco, naufragamos víctimas de agresiones financieras, de plutocracias extranjeras y de políticos ineptos y corruptos, es un fenómeno que revela el grado absoluto de miseria moral que alimenta a estos "soberanistas" vascos y catalanes, españoles a la postre, demasiado españoles.

El fracaso moral de España, lo que ha hecho de ella una nación con apariencia fallida ha consistido, a mi entender, en volver la espalda a sus más viejas tradiciones y el no haber querido encontrar los cauces hacia un moderno regionalismo que enlazara con el viejo. Como ha triunfado la España borbónica sobre la austriaca, como ha vencido el jacobinismo extranjerizante sobre los fueros y las juntas, sobre la diversidad y la tradición, el estado entero se ha enredado en una larga historia de absurdos y sinsentidos.

El igualitarismo desbordado y fanático conlleva una destrucción de la cultura, acelera la muerte de ésta en su fase de civilización: es el nihilismo, esto es, la negación decadente de los propios valores cimentadores del ser. Familia, educación, patria, conocimiento, religión. Todo llega a disolverse por la envida y el odio al valor. España estaría viviendo hoy, en el siglo XXI, los mismos procesos nihilistas y disgregadores que Spengler observó en la Europa de principios de los años treinta del siglo pasado, preanuncio de la Gran Guerra.

Recuperación de la España nórdica: Propiedad, familia y comunidad orgánica

Frente a la decadencia oclocrática, el autor propone un programa regenerador inspirado en Spengler pero adaptado a las particularidades hispánicas. Debe tenerse en cuenta que el capitalismo en su fase actual no toma como base la propiedad privada personal sino que se trata más bien de un sistema de dominación ejercido por grandes corporaciones trasnacionales, donde la ficción jurídica de una muchedumbre de accionistas-propietarios es destrozada en su esencia por el control riguroso de las mismas acciones a cargo de un reducido grupo de individuos anónimos. La propiedad familiar, comunitaria, la vida corporativa de las profesiones, la granja del campesino, la pequeña y mediana empresa basada en la familia, la vecindad, la societas creada entre quienes confían mutuamente y se tratan cara a cara...todo eso sufre y se mutila.

Europa entera se desangra como civilización al perder el sentido más íntimo y profundo de su ser, la propiedad. Y donde este sentido se conservaba sano y fresco era en el campo y en el pequeño taller. Dice Spengler: "la propiedad auténtica es alma". Pero el capitalismo especulativo y transnacional hace que todos perdamos el alma. La izquierda -no ya la bolchevique sino toda la izquierda- desconfía de la propiedad en sus proclamas, pues la base esencial de estas ideologías es la aniquilación (el nihilismo) de la propiedad, aunque esconda tal proyecto, y su casta de ideólogos y políticos sea una casta ávida en la acumulación de bienes.

Fue Adam Müller, el famoso economista y pensador romántico quien subrayó en el siglo XIX la importancia civilizadora del mayorazgo del sentido de la tierra y del concepto de la propiedad agraria. El orgullo que de su caserío y terruño posee el más humilde campesino libre es comparable y no menor al orgullo que posee de su legado el más rico aristócrata agrario. La relación que el propietario agrario posee con sus bienes es esencialmente la de un monarca o un señor feudal que, con sentido dinástico, se lanza a lo largo del tiempo desde el pasado hacia el futuro, sintiéndose él no un déspota con derecho puntual -derecho de uso y abuso- sobre hombres y bienes (acaso esta es la noción romana de propiedad privada) sino como heredero y responsable de unos bienes inmuebles e indivisibles y de unos lazos personales sobre los que actúa en el presente, pero que perdurarán tras su muerte.

Todavía en el norte de España, en la casería asturiana, por ejemplo, se detecta -en sus formas más puras- esta noción de granja no como simple "empresa familiar" agraria sino como pequeño reino. En efecto la casería tradicional posee nombre propio distinto del de su dueño presente, y que se mantiene incluso cuando es adquirida por personas ajenas al núcleo familiar original. El "heredero" es buscado generalmente en el primogénito, pero si éste falla, el heredero es buscado en el resto de la descendencia, en la parentela o incluso fuera, igual que los territorios políticos del Antiguo Reino cuando sentían que su trono legítimo se encontraba vacante.

El sentido de propiedad en el liberalismo a partir de Smith se habría desplazado hasta la distorsión. Coincidiendo con el triunfo de la ciudad y de la industria sobre el campo, con la creación de masas de capital desligado del trabajo campesino e industrial, la propiedad se vuelve progresivamente abstracta, es propiedad vinculada al capital y el capital, como decía Marx, no es otra cosa que un entramado de relaciones sociales. La propiedad burguesa, abstracta, ciudadana, racionalista, está necesariamente ligada al espectáculo. Spengler supo anticiparse a estas nuevas visiones del capitalismo: este es un sistema vinculado al espectáculo y con él regresamos al espíritu antiguo, al de la riqueza de los romanos: "...lo esencial es siempre el espectador. Todo el mundo tiene que saberlo: de otro modo no tendría sentido". Pocos espectadores había, por el contrario, en la Europa pre-industrial, en la España de castillos y casonas esparcidas por el campo. No era el lujo -la lujuria por lo material- lo que se hacía ostensible, sino el blasón y el privilegio en aquellas tierras de España aún no sojuzgadas por la ciudad y la burguesía.

Lo humano, por encima de las banderías anticuadas como la que enfrenta izquierda y derecha, estriba en una defensa de la propiedad productiva. No la propiedad como botín, como rapiña extraída del saqueo (modelo inglés) ni como oportunidad para el goce y base del rentista (modelo francés), sino la propiedad "prusiana" en el sentido spengleriano (que no es el sentido marxista). Todo empresario y todo obrero es un funcionario del Estado, un servidor de la comunidad. El caserío, la empresa, la habilidad y destreza profesional...todo ello concebido como un feudo a cuidar con amor y no como una mercancía de la que se puede usar y abusar. La verdadera "igualdad" no estriba en equiparar al funcionario, al campesino y al patrón con un obrero. El socialismo spengleriano pasa por el reconocimiento de la desigualdad de funciones que el funcionario, el campesino, el patrón y el obrero han de desempeñar buscando la excelencia en su dedicación y la promoción en el rango, no en la obtención de botines y en el saqueo recíproco. Todos hemos de ser funcionarios: he aquí un lema que hoy es muy poco correcto políticamente. No gusta ni al liberal ni al obrerista.

La globalización como fase terminal: Etnocidio del noroeste español

Una de las peores consecuencias del "universalismo" consiste en creer, bondadosamente, que la Tierra es un gran estanque de aguas remansadas, y que las ideas y las personas, tanto como las mercancías y los capitales, van y vienen. Que tanta felicidad y fluidez no existen es la lección de nuestra vieja maestra de la vida: la Historia. Vivimos, en realidad, al borde del abismo y no lo queremos reconocer. El mundo es hoy, más que nunca, una olla a presión y, sin embargo, insistimos neciamente en posar nuestros reales encima de esa bomba.

En la actualidad, en la fase más tardía del capitalismo y que de manera harto confusa se quiere llamar "Globalización", el llamado "Primer Mundo" ha pasado de ser centro emisor de mano de obra a convertirse en receptor de mano de obra, no siempre necesaria. La recepción de nuevos esclavos ha sido fomentada por el tipo de empresariado que podemos denominar "canallesco". En el Reino de España esa clase patronal ha sido decisiva desde la Restauración borbónica de 1978. Decisiva para garantizar que en este Estado no se instaurara una verdadera democracia ni una verdadera economía productiva.

Toda la España industrial se vino abajo con las llamadas "reconversiones" (en realidad, habría que denominarlas "imposiciones" de la CEE -hoy Unión Europea- para el ingreso en dicha Comunidad). La España verde, y en general todo el Noroccidente -que es, desde el punto de vista geográfico y étnico- la más semejante con la Europa central y atlántica, hubo de sufrir una especie de apagamiento. Quizás suene fuerte el término etnocidio (que yo mismo he aplicado en mis escritos específicos sobre el País Asturiano), pero la desarticulación del sector ganadero y de las explotaciones campesinas según el modelo "casería" (que van desde Galicia hasta las Encartaciones, y que llegan hasta la meseta leonesa y zamorana, tomado como núcleo y prototipo el asturiano) son prueba de ello.

La dirección es la muerte programada de países y regiones en aras de un modelo uniformizado y desarrollista que tuvo su geografía -particularmente siniestra y corrupta- en el Levante. Desde Cataluña hasta Andalucía, la España "visibilizada" en Europa es la del vomitorio y prostíbulo de playa, la del chiringuito hostelero, la especulación urbanística (incluyendo los campos de golf y otras pesadillas), el atraso cultural y la degeneración moral. En la Península Ibérica no hay tanto una dialéctica norte-sur, como la que regía en tiempos franquistas (Asturias y Vizcaya industrializadas y un centro y sur atrasados y famélicos, junto a una Cataluña privilegiada desde el siglo XVIII por Madrid, y siempre boyante). Ahora hay una geopolítica muy diversa, que nada tiene que ver con la que se analizaba en tiempos de posguerra y de postfranquismo. Ahora tenemos una verdadera dialéctica entre occidente y levante. El desarrollismo levantino impuso a la generalidad de España un modelo caduco y pernicioso.

El Occidente coincide en buena medida con los dominios de aquel Reino Asturleonés de la Alta Edad Media. Su geografía y etnología que ahora parecen tan diversas conserva vestigios de una unidad cultural que antaño fue sólida y real. Las mismas balconadas que se observan en el Principado de Asturias y en la Asturias de Santillana o en Las Encartaciones, también pueden ser contempladas en los pueblos extremeños, tan al sur. La lengua asturiana, tan viva en contra de todos los complots políticos en su contra, aún resuena lejos de su núcleo original y más vivo, junto al mar cantábrico: puede oírse todavía en Extremadura, o en las lenguas de Zamora y Salamanca.

En un planeta donde media humanidad sigue viviendo en el campo y practicando una agricultura de auto-subsistencia, es propio de genocidas tratar de introducir allí unas relaciones de producción y unos sistemas de racionalización propios del capitalismo bajo el pretexto de aumentar la "productividad" de los pobres. Es un genocidio trasplantar los criterios de "eficiencia" y "rentabilidad" de la agroindustria capitalista allí donde los usos tradicionales se ajustan a la perfección a las condiciones del territorio.

En Asturias tenemos ejemplos claros de esto. Hay una buena lista de conceyos que están perdiendo su población a marchas forzadas, sobre todo aquellos que destacan por su carácter rural y de montaña, ajenos a la ciudad o a la recepción masiva de turistas. Esas gentes merecen un trato de favor diferenciado para suplir los agravios comparativos que se acumulan contra ellos históricamente. Pero además su población humana ha de mantenerse dentro de unos mínimos cuantitativos, que son los que garantizan la supervivencia misma del paisaje y la identidad del territorio. Solo dentro de esos mínimos, parando la emigración de los jóvenes y apoyando sus iniciativas de autoempleo, buena parte de Asturias podrá seguir siendo Asturias.

Las clases sociales según Spengler: Nobleza, sacerdocio y el tercer estado informe

Las clases sociales, tal y como Oswald Spengler las entiende, son siempre el producto y el desenvolvimiento a partir de una diferenciación originaria: la nobleza y el sacerdocio. Se trata aquí de las clases originarias. A cada una de ellas le corresponde una dimensión fundamental del macrocosmos. A la nobleza, el tiempo: sobre el tiempo ejerce su poder, reclamándose heredera y asegurando para ella su continuidad, su dominio venidero. Al sacerdocio le conviene el espacio: el afán de abarcar, de extenderse sobre el medio y llegar lejos. Una Cultura, cual planta que desarrolla su ciclo, es siempre, en parte, el resultado de la lucha y la cooperación entre estas dos clases originarias, que se corresponden con dos orientaciones anímicas completamente diferentes.

En la Cultura faústica, la Europa cristiana del gótico se plasma esta dialéctica por medio de las figuras de la Catedral y el Castillo. Estas dos moles de piedra son símbolos genuinos de la cultura fáustica, del cristianismo gótico, de la Europa juvenil que tuvo que desprenderse de las pseudomorfosis antiguas para ser ella misma. La Catedral como símbolo elegido por Spengler para el sacerdocio cristiano-gótico representa la metafísica hecha piedra. Toda religión es una metafísica y una orientación en el espacio. El Castillo es la plasmación pétrea de la sangre, del alma de la nobleza. La perduración en el existir, el sentido genealógico y el dinástico, la espada en la mano y el dominio que tiene la sangre sobre los razonamientos y las justificaciones. El noble crea el derecho, el clérigo lo codifica.

El noble es, en realidad, la quintaesencia del aldeano. Todavía en las comarcas europeas menos afectadas por el poder de la ciudad, existen rasgos de nobleza en la clase aldeana. Spengler señala con acierto la continuidad entre la casona de la Europa nórdica (que incluiría la España cantábrica) y el Castillo. Una humilde casa de labriegos, piedra y madera que forman un microcosmos en medio del mundo grande, es ya -en el espacio- un castillo que se cierra ante la naturaleza circundante. La presión humana no es tan grande como acontece en los pueblos campesinos mediterráneos. La casería asturiana y montañesa, el caserío vasco, forman un continuum con la Europa fáustica, nación de naciones formada por aldeas dispersas que posibilitaron la ciudad.

El tercer estamento, frente a nobles y clérigos, Spengler nos lo presenta informe. Antes de la homogeneización que trajo consigo el industrialismo y la conciencia de clase proletaria, el tercer estado se arroga el título de "pueblo", cuando en realidad es el poder burgués ayudado por todo un decantado y detritus de diversos sectores sociales: nobles arruinados y decaídos moralmente, comerciantes en bancarrota, tenderos ambiciosos, obreros ocasionales, jornaleros del campo fugados a la ciudad, pasantes, delincuentes. En ocasiones críticas, en el momento ascendente de una revolución, esta masa móvil, desocupada y pendenciera, se pone a la cabeza de las clases sanas y justamente descontentas, y se apoderan azarosamente del poder. Entonces comienza su jacobinismo, el terrorismo del Estado revolucionario, que siempre es el poder del lumpen.

El nacionalismo burgués, el que nace con la Revolución y con la contraofensiva que ella y Napoleón representaron, es un producto "romántico". Mezcla la nostalgia por la aldea con el sentido plutocrático del dinero. El nacionalismo burgués, en el fondo, es el nacionalismo de los "ciudadanos". Representa la fantasía de un "pueblo" en el que se desdibujan las clases y sus fronteras internas. Sin embargo, Spengler sostiene que la nación es el producto de una clase primordial, la nobleza. Frente al universalismo que es la tendencia del sacerdote, la nobleza habla de la nación como "suya".

Ortega y Gasset como Spengler hispano: Razón histórica y comunidad orgánica

El Reino de España, hoy como entonces, sigue prisionero del caciquismo. El provincianismo denunciado en La Redención de las Provincias, no es hoy tan distinto del de entonces. La actual configuración del Estado de las Autonomías ha significado la síntesis del "madrileñismo", en palabras de Ortega, esto es la miope visión del Estado hecha desde la Capital -villa y Corte- y con la configuración social específica de sus élites, por una parte, y el "provincianismo" más rústico y rastrero por parte de unos caciques de ciudad provincial y de villorrio, de la otra. En esta usurpación del Poder público a cargo de unos y otros, el Legislativo jamás acierta a idear un plan de reformas que mire por el bien común.

En medio del marasmo, las que sufren son las Instituciones sociales propiamente dichas, las más antiguas y carnales, aquellas que preexistían a esta y a toda anterior Constitución, aquellas que tejen y hacen posible la Comunidad Orgánica antes de éste o del anterior Régimen. ¿Qué Instituciones son esas? La familia, la corporación local, las regiones y comarcas históricas, entre otras (no olvidemos las corporaciones productivas). Se trata de Instituciones que hacen la vida humana posible y mejor, en las que anida el individuo siendo cosa mayor y más excelsa que un individuo, porque lo califican como persona.

Es preciso corregir el fundamentalismo individualista, la radicalidad con la que hoy se defiende, generalmente bajo el paraguas de la Declaración de los Derechos Humanos, una idea irracional, esto es, una ideología: la idea de que solamente los individuos son portadores de derechos. El Estado no puede consistir en una maquinaria exenta frente a un cúmulo de individuos átomos. Hay toda una serie de realidades intermedias entre el Estado y la masa de individuos, una red muy tupida que llamamos Sociedad, y en toda sociedad organizada ha de fundarse un Estado igualmente organizado.

El programa de José Ortega y Gasset, resumido en un tiempo bajo el lema "Nación y Trabajo" implicaba a todos los ciudadanos de España, unidos por encima de las banderías ideológicas, abrazados en un gran Cuerpo social, pues el Estado español no podía seguir siendo un mero formulismo, una cáscara vacía. Para Ortega, se hacía preciso formar la Nación, y evitar el carácter doctrinario y abstracto de las leyes y documentos. En tal sentido, propone Ortega una descentralización y una autonomía de las "grandes comarcas" o más bien regiones histórico-naturales. Frente a las diecisiete autonomías actuales en España (muchas de ellas "cortadas" de forma arbitraria y ahistórica) Ortega propone un número más reducido de las mismas, con sus respectivas asambleas regionales y poder legislativo en asuntos que son de su competencia.

La provincia tampoco es un cuerpo intermedio operativo, ni eficaz ni deseable para vigorizar España como cuerpo social. Con perfecto conocimiento histórico, Ortega ve que la división provincial sobrevuela la naturaleza histórica y étnica de las comarcas; son como los meridianos, rayas invisibles que han marcado los despachos de políticos doctrinarios en el siglo XIX. No, la descentralización de España, para que las provincias sean redimidas de una Capital impotente, y ella misma "provincializada", consiste en las autonomías regionales. Pero éstas han de respetar las "vetas" que una España de mármol ya de por sí alberga. Estas vetas son el producto de la Historia.

El siglo XIX, especialmente el siglo XIX alemán, fue el siglo de la "ciencia histórica". Pero si bien aquellos sabios del historicismo comprendieron la insuficiencia de la razón físico-matemática para las ciencias del espíritu, ellos no supieron perfilar cuanto habría de ser una verdadera Razón Histórica. En el fondo se sumieron en un positivismo crudo. A este historicismo, nuestro Ortega opone la Razón Histórica. La Razón Histórica exige un trato diverso con el pasado: al pasado no le cabe ser cosificado, porque es real. Está inserto íntegramente en el pasado del hombre.

En el ser humano se da, por esencia, un pasado que siempre lleva a rastras. Nuestro pretérito forma parte de cada instante presente como si se tratara de nuestra espalda y nuestra sombra, pero no porque huyamos de ello al ir hacia un futuro dejamos de acarrearlo. El pasado nunca es simplemente pasado, es parte integrante de un presente. El pasado es real, paradójicamente, como constitutivo de un presente y en la medida en que es constitutivo de un presente. La memoria es la facultad presente, actuante, que nos enlaza con lo ya sido.

Y he aquí a la vieja Europa, hija de Grecia, hija también de la voluntad fáustica germánica, recostada sobre sus cenizas, bajo una lluvia que no es todavía la lluvia nuclear, pero que es como bombardeo de consumismo y tecnificación, Europa la vieja se ve inmersa en un ambiente de barbarie que ella misma ha potenciado y creado con su unilateralidad tecnológica. Esa Europa, según leemos en La Rebelión de las Masas, no se salvará mientras no florezca en ella una "nueva filosofía". Una filosofía que será salvadora no por lo que ésta tenga de nueva sino de verdadera.

Vivimos desde las Guerras Mundiales en una era de impostores, en una era de derrota de la misma Europa como idea, como proyecto. Se trata de una verdadera crisis de fe. Se ha perdido la fe: la fe en los dioses es una de las formas en que podemos entender la piedad. El europeo ya no es piadoso y no solo porque siente que los dioses le han abandonado. Clavado a su propia cruz, la cruz de sentirse un "salvador" fracasado que, en su supuesta colonización y redención de todas las razas, ahora ve que las ha esclavizado y les ha sembrado resentimiento.

La civilización tecnológica, de consumo de masas, y de imperio de masas insolentes es la antítesis misma de una civilización filosófica, como lo fue en otros tiempos. El individuo consumista, sin arraigo, la familia "funcional" basada en la pura conveniencia, la banalización de la vida, de la crianza, del lazo esencial con la familia y con la Comunidad orgánica, todo este cúmulo de nuevos hechos y procesos supone la neobarbarie de Europa: la bajada general de nivel, la falta de autoexigencia, el olvido y el rechazo de la Historia.

Conclusión: Hacia una restauración de la comunidad orgánica española

El extenso análisis de Carlos X. Blanco Martín culmina con una propuesta regeneradora que sintetiza elementos de Spengler y Ortega. Frente a la decadencia oclocrática, el nihilismo igualitarista y la globalización desarraigante, el autor aboga por una restauración de la comunidad orgánica española basada en varios pilares fundamentales.

En primer lugar, la recuperación de la propiedad familiar y productiva, especialmente en su forma tradicional representada por la casería asturiana y sus equivalentes en el noroeste peninsular, generalizables a toda la Nación Española. Esta propiedad no es entendida como mero derecho de uso y abuso, sino como un feudo a cuidar con sentido dinástico y responsabilidad intergeneracional. Frente al capitalismo especulativo y transnacional, se propone un "socialismo prusiano" spengleriano donde cada trabajador, empresario o campesino se conciba como funcionario al servicio de la comunidad.

En segundo lugar, una reorganización territorial de España que respete las "vetas" históricas y etnológicas, superando tanto el centralismo madrileño como el actual "Estado de las Autonomías" con sus diecisiete demarcaciones frecuentemente arbitrarias. El autor propone un modelo inspirado en Ortega y Gasset, con un número reducido de regiones histórico-naturales dotadas de autonomía legislativa real, que reflejen la diversidad profunda de España sin caer en federalismos disgregadores.

En tercer lugar, una regeneración moral y espiritual que enfrente el nihilismo contemporáneo. Esto implica recuperar el sentido de la historia, el arraigo territorial, los valores familiares y comunitarios, y una concepción de la vida humana que trascienda el individualismo abstracto y el consumismo. La "razón histórica" orteguiana aparece aquí como antídoto contra la amnesia y la cosificación del pasado.

Finalmente, el autor defiende una reivindicación de la identidad celtogermánica del noroeste español, no como proyecto separatista sino como base para una España plural y orgánica. Frente a los nacionalismos "egoístas" catalán y vasco, y frente al centralismo jacobino madrileño, se propone una "rebelión leal desde las periferias" que recupere el legado del Reino Asturleonés como matriz de la Hispanidad auténticamente europea.

En última instancia, "De Covadonga a la Nación Española" es un llamamiento a recuperar el sentido del destino histórico en un momento de profunda decadencia civilizatoria. Utilizando las herramientas conceptuales de Spengler y Ortega, el autor diagnostica los males contemporáneos y propone un camino de regeneración que, aunque polémico y en muchos aspectos radical, pretende ofrecer una alternativa a lo que percibe como la disolución nihilista de la España y la Europa actuales.

Reseña del libro a cargo del profesor Gerd Morgenthaler: https://revistalarazonhistorica.wordpress.com/numero-44/

Reseña de Hipérbola Janus: https://www.hiperbolajanus.com/posts/covadonga-nacion-espanola-carlos-x-blanco/

Prólogo del libro a cargo de Robert Steuckers: https://www.geopolitika.ru/es/article/prefacio-al-libro-de-covadonga-la-nacion-espanola-la-hispanidad-en-clave-spengleriana

Información sobre el libro: https://editorialeas.com/producto/de-covadonga-la-nacion-espanola-la-hispanidad-en-clave-spengleriana/



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Carlos Javier Blanco

Doctor en Filosofía. Universidad de Oviedo. Profesor de Filosofía. España.

 carlosxblanco@yahoo.es

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