En torno al Partido “unificado” de la Revolución



Hay que contextualizar e historizar los planteamientos para no perdernos en consideraciones “esencialistas”. La propuesta del “partido único de la revolución” (así como la reelección indefinida y otras hechas por el presidente Chávez) no tiene un sentido intrínseco, en sí mismo. Debe comprenderse como una respuesta, un complemento y una oposición en contextos determinados. Un partido político no tiene una “esencia” que se despliega fatalmente con una necesidad de hierro. Surge en circunstancias históricas determinadas, complejas, contradictorias

Por lo demás, es una propuesta política y organizativa para el chavismo, que sucede a otras proposiciones anteriores: círculos bolivarianos, refundación del MBR 200, UBEs, Batallones, etc. Para no contar las sucesivas formas de la coalición gobernante: los comandos (Maisanta, Miranda, Ayacucho), el Frente patriótico, el Bloque del Cambio, etc. Esta rápida sucesión de propuestas político-organizativas es ya un síntoma de la tensión entre el tipo de liderazgo de Chávez y cualquier forma político-organizativa fija, pero también un rasgo de nuestro proceso: una extrema “fluidez” del “sujeto revolucionario”, cuyo único factor “fijo” (porque, en rigor, ha cambiado, ha evolucionado, a un ritmo específico, junto al proceso mismo) es el liderazgo de Hugo Chávez.

Los partidos políticos del chavismo han desempeñado una función enmarcada en un orden jurídico determinado, que requiere de unas organizaciones nacionales para competir por las posiciones de poder y los cargos de elección popular. Las demás funciones derivan de ésta: han dado unas instancias organizativas a un conjunto de cuadros políticos (políticos profesionales) que deliberan y actúan en el campo político específico del orden constitucional dado. Sobre las otras funciones (las clásicas de agitar, propagar, organizar), cabe destacar que han sido asumidas, con mucha mayor eficacia a veces, por otros mecanismos: los medios de difusión masiva, organizaciones sociales, etc.

Por otra parte, se pudiera explicar (no justificar) la existencia de esos partidos en particular, como vestigios de la historia de la izquierda venezolana (caso del PPT y aún de PODEMOS) o como aparato electoral legal, organizado a la carrera, para afrontar comicios (caso MVR). En ambos casos, se trata de la otra cara de unas ausencias: la de una dirección colectiva del proceso, la de un programa y una doctrina sistematizada, la de unos cuadros y líderes que vayan más allá del carisma del presidente, con liderazgos específicos, locales o sectoriales. Esos vacíos son precisamente el balance de la izquierda que murió políticamente en 1989 (esta afirmación amerita una explicación que no daremos aquí).

Que “no sirvan para nada” es un juicio que manifiesta el malestar de las bases populares hacia una autoridad que se arrogan los partidos y que se siente ilegítima. Esa ilegitimidad puede argumentarse de diversas maneras: no son necesarios para que la gente actúe eficazmente a la hora de dar respuestas políticas (ejemplo: el 13 de abril y el referendum); sus “dirigentes” no dirigen más allá de un “aparato” que cuenta con muy poco prestigio entre las masas; han evidenciado tanta ineficacia e ineficiencia que han sido en ocasiones obstáculos para la acción y la reflexión; sus “dirigentes” son parásitos del liderazgo de Chávez, no tienen liderazgo propio, son arribistas, sospechosos incluso de corrupción, defienden sus intereses particulares como “roscas”.

Para resumir, diríamos que hay tres críticas acerbas hacia esos partidos: su ineficacia política, su parasitismo del capital político de Chávez y la capacidad demostrada de las masas para actuar políticamente sin “intermediarios” innecesarios.

Hay, por supuesto, importantes consideraciones en un plano filosófico y sociológico, que cuestionan la legitimidad de la institución “partido”, y más si es “único” (aunque debe entenderse que nadie ha contemplado eliminar todos los partidos salvo uno, el del régimen, como sucede en Cuba, por ejemplo).

Los que se ubican en una postura anti-moderna (o postmoderna) parten de la premisa de que la Modernidad política ya está vencida, es anacrónica, está superada. Si esto es cierto, por supuesto, toda forma institucional (como los partidos) o conceptual asociada con esa totalidad moderna, es igualmente anacrónica y ya superada. Tal vez los exponentes de esta posición sienten que ya se ha debatido suficientemente lo que es el orden político moderno y no sientan la necesidad de ser un poco más explícitos. Pero es importante pasearse con mayor detalle por este planteamiento. Otros, aluden a una “experiencia histórica” que reiteradas veces ha hecho devenir los partidos en oligarquías proclives a la corrupción y a apartarse de sus supuestos representados.

Abordaré la cuestión, no desde una definición unívoca de la Modernidad, ni de una especie de maldición histórica que ha convertido a vanguardias revolucionarias en organizaciones oligárquicas. Más bien me pasearé (muy rápidamente) por la problemática actual de la representatividad y la democracia (aludida por Rigoberto Lanz), y por los supuestos de la teoría de partido por excelencia, la kautskiana-leninista. Una vez ajustadas las cuentas en esos territorios, me referiré a los rasgos que ha adquirido la política como lógica y como juego en una situación como la venezolana. Finalmente, expondré mi posición. Adelanto que estoy de acuerdo con la propuesta del partido unificado para la actual coyuntura, aunque señale una serie de riesgos y peligros que acompañan la propuesta. Esas advertencias, además de la observación acerca de la “fluidez” del “sujeto revolucionario” del proceso venezolano, me parecen, por ahora, suficientes para sustentar una posición política.

Las instituciones representativas, tales como los partidos políticos y los sindicatos, están asociadas a un período histórico muy preciso: entre las dos últimas décadas del siglo XIX, y finales del XX, con la estabilización del modelo clásico de democracia representativa burguesa. Esto es válido, incluso refiriéndose al Partido Socialdemócrata Alemán, primer modelo de partido de masas, competidor en elecciones, que combinaba la acción parlamentaria con la movilización social, y el Partido bolchevique. Recuérdese que el alemán fue el partido modelo para Lenin, quien adaptó la concepción kautskiana de que la clase accedía a la conciencia política por la acción de unos intelectuales que, desde fuera, le inoculaban su programa y sus análisis. En todo caso, el énfasis en la disciplina férrea fue el aporte específico ruso, dadas las condiciones de clandestinidad en las que operaban los bolcheviques.

La tradición democrática (desde Rousseau) ha visto con desconfianza la noción de la representación, considerándola como una suerte de usurpación de la voluntad popular. Sólo se logra argumentar la representatividad democrática como una concesión meramente funcional: tomando en cuenta las dificultades de que, en una sociedad de población numerosa, se pueda consultar a todos y cada uno de los ciudadanos para tomar decisiones políticas. Las instancias políticas estatales (sobre todo el poder legislativo) son, entonces, espacios específicamente políticos, aparte de la vida cotidiana de la población, donde los representantes electos, o bien comunican los intereses generales de los electores (sean sus voceros), o bien expresan las consecuencias prácticas de un programa por el cual se hayan inclinado ellos. La forma de fortalecer la legitimidad de esa representación, siempre en principio endeble, es que el representante sea un vocero de la voluntad colectiva, bien a través de sistemas de votación cada vez más universales y directos, bien a través de mecanismos de consulta oportunos y permanentes, bien con la mediación de un programa o un partido por el cual se inclinen en general los electores.

Este es el tipo de representatividad en el cual se fundamenta la legitimidad política de los partidos: el del programa, el del discurso. Esto supone que hay un espacio político distinto, público, separado, del de la vida cotidiana, privada, de los ciudadanos (la sociedad civil la llamó Hegel). Ahora bien, esto plantea el problema de cómo concebir la traducción de los intereses particulares, o de grupo, gremiales, privados incluso, de los representados, en intereses colectivos, públicos y políticos, en un “bien común”, una “voluntad general” (en lenguaje rousseauniano), en un discurso político expuesto finalmente por los representantes en las instituciones deliberativas correspondientes.

Pensamos, con Ernesto Laclau, que hay una doble relación constitutiva entre representante y representado. Este último no puede concebirse como una voluntad ya definida, terminada, constituida, previa al acto mismo de la representación política, porque el representante, como actúa en un espacio específicamente político, contribuye a constituir esa identidad política del representado. En otras palabras, no hay grupo social, clase, movimiento, con identidad política, si no dispone de una instancia discursiva o de representación: unas ideas, un líder, unos símbolos, un discurso. En fin, es necesario un significante (Laclau lo llama vacío, porque no hay una relación necesariamente motivada, plenamente correspondiente, entre el discurso político y los intereses sociales que representa) que logre unificar y articular las demandas que forman al grupo social que actúa como sujeto político, que lo simbolice y, eventualmente, posibiliten su hegemonía.

La figura y el verbo de Hugo Chávez ha sido ese significante que, por una configuración contingente del escenario político venezolano (desde 1989), una crisis orgánica de la hegemonía del bipartidismo “puntofijista”, ha unificado y articulado una cadena de demandas sociales y políticas que ha constituido una nueva hegemonía popular.

Para lograrlo, Chávez ha utilizado diversos medios: un levantamiento militar, organizaciones políticas, etc. pero, por sobre todo, el presidente ha potenciado su carisma gracias a los recursos de los medios de comunicación masivos. El liderazgo carismático de Chávez es, también, un fenómeno mediático. No responde a la acción premeditada de un partido (como es el caso de Lula). Puede decirse incluso que el “chavismo” es un fenómeno de la massmediación de la política: el desplazamiento de las funciones representativas, de los partidos, a los medios de comunicación masiva. Fenómeno propio de la postmodernidad.

Atención: no estoy diciendo que los medios constituyeron la hegemonía chavista. Esta se construyó por una práctica (que incluye el uso de los medios) que logró articular y unificar demandas sociales y políticas frente y en contra de la hegemonía en crisis orgánica de AD y COPEI (y el neoliberalismo). Chávez, por una determinante estructural y relacional propia de la semiótica política, significó todo lo que se oponía simbólicamente a AD y COPEI. Pero además, construyó un liderazgo carismático, facilitado por la ilusión de inmediatez propia de los recursos técnicos de los medios de difusión masiva (especialmente, la TV). La relación de Chávez con sus seguidores parece directa, personal, inmediata. Sin la necesidad de la intermediación de un partido. A esto contribuyó también, sin duda, sus características personales.

Por eso, es correcto considerar, como lo hace el presidente, que los votos del pasado 3 de diciembre, no fueron para los partidos que lo apoyaban: eran para él. Por eso carece de sentido contar los votos del MVR, el PPT o PODEMOS. No eran sus votos. En esto, por supuesto, hay rasgos de personalismo y mesianismo, no porque Chávez lo quiera, sino porque así se ha dado esa hegemonía. Es más, no hay hegemonía sin que haya un significante que unifique una cadena de demandas políticas frente al antagonista. Sin Chávez, los partidos de su coalición no habrían podido formar esa hegemonía.
¿Entonces el chavismo se reduce al liderazgo personal y carismático de Chávez? Por supuesto que no. El propio presidente ha insistido que el “chavismo” responde a un proyecto político, de democracia participativa, liberación nacional frente al imperialismo y de socialismo. Sin ese proyecto no sería posible construir una hegemonía duradera. Ese proyecto es la sedimentación de la cadena de demandas sociales y políticas que ha logrado cohesionar tras el nombre de socialismo del siglo XXI.

Por adscribirse a una determinada tradición política colectivista, un discurso socialista, para poder ser apropiado y utilizado como retórica movilizadota, requiere de un sujeto político colectivo; no de la acción solitaria de un Mesías. Es en ese punto, donde es pertinente el planteamiento de un partido, un sujeto político colectivo. Chávez también ha insistido en que ese sujeto es el pueblo, y las sucesivas propuestas de organización política de bases (a las que aludimos al comienzo) responden a la preocupación por darle forma a ese sujeto colectivo.

Los partidos “chavistas” no son ese sujeto colectivo, principalmente, porque a ellos no ha correspondido el impulso de la evolución del proceso. Hasta ahora, ha sido la personalidad de Chávez lo que ha cumplido esa función. Pero ahora se entraría a otra etapa: a la del socialismo “del siglo XXI”. La propuesta del Partido es pareja a la del socialismo.

Ahora bien ¿no ha sido una constante histórica que los partidos políticos devengan en una oligarquía? Esto ocurre cuando las organizaciones políticas devienen rutinas, grupos fijos, formalizados, jerarquizados. En términos generales, ello ha ocurrido en la URSS y demás países pseudo-socialistas del siglo XX, así como en las democracias representativas. Efectivamente, la propuesta del partido unificado trae el riesgo de la burocratización y oligarquización. Otro elemento, es su vinculación con la burguesía, nacional o internacional, a la cual pueden terminar incorporándose a través de la “acumulación originaria” de la corrupción. Pero esta tendencia tiene en Venezuela, ciertos factores que se le oponen, en el proceso mismo del enunciado de la propuesta del partido unificado.

Da la coincidencia de que (según Weber) esos procesos de burocratización (formalización, rutinización, jerarquización, fijación) son también fatales para los liderazgos carismáticos, que consisten en la relación emocional aparentemente inmediata, personal, con el líder, así como en sus características singulares, únicas, extraordinarias, personales. De modo, que la lógica hegemónica del carisma entra en contradicción con la rutinización y burocratización de los partidos políticos.

Pero, hay otro factor fundamental del proceso venezolano que entra en juego tensional: la massmediación política. Esta se basa en la espectacularización de política, en su permanente presentación eventual y en la posibilidad de la relación ilusoriamente inmediata y personal con el líder.

Otro factor que contrapesaría la tendencia burocrática es la fuerte movilización popular, la diversidad de formas organizativas que ha adoptado ese sujeto colectivo llamado pueblo.

Estas contra-tendencias también tienen sus riesgos y peligros. El liderazgo carismático lleva al culto a la personalidad y la negación de la deliberación colectiva. La massmediación puede llevar al vaciamiento conceptual y al sometimiento a la gramática icónica y puramente emocional, del discurso político. Tal vez la movilización popular permanente y la diversidad organizativa de sus expresiones, sea la contra-tendencia más interesante, porque también puede colocar límites a la personalización del liderazgo. En cuanto al vaciamiento mediático, puede ser contrarrestado por la diversidad de espacios para la discusión y la opinión, el fortalecimiento de la libertad de opinión, especialmente en el campo revolucionario.

Debo mencionar otro factor que ayudaría a sortear esos riesgos. Es la existencia de la oposición, especialmente si ésta se adecua definitivamente a los métodos democráticos. El mantenimiento de un juego de pugnas hegemónicas, de competencia por la articulación de las demandas de los grupos sociales, es un estímulo a la capacidad política para mantener al bloque histórico en el poder. Dicho de otra manera, es una forma de mantener la política misma, la cual, a su vez, es una contratendencia a la oligarquización.

Crear un partido unificado no debe negar la diversidad política del bloque histórico del chavismo. Esto hay que tenerlo claro. Es una ilusión (tal vez del propio Chávez) pensar que, porque haya un solo partido, desaparecerán las divergencias tácticas, estratégicas, ideológicas, programáticas. La diversidad política ya la hemos visto como una contratendencia a la oligarquización. Pero también es una condición para mantener la cadena de demandas que conforman el programa político, articuladas en un solo discurso político, aunque éste tenga a veces que sacrificar la precisión conceptual, para poder mantener su cohesión (que no, necesariamente, coherencia lógica).

En conclusión: 1) la propuesta del partido unificado se justifica por la pérdida de vigencia histórica de los partidos chavistas existentes, especialmente en la nueva época del proceso venezolano; 2) la lógica que ha constituido la hegemonía chavista tiene tendencias que contrarrestarían los riesgos de burocratización y oligarquización del naciente partido; 3) la diversidad política, la movilización popular permanente y la construcción de un socialismo profundamente democrático (que incluya la libertad de una oposición), son los elementos que permitirían un partido de nuevo tipo, que posibilitaría la continuación de la hegemonía chavista en una nueva etapa.

Queda, con lo dicho, respondidas implícitamente las críticas a la propuesta del partido unificado. No quise, a propósito, darle a este pequeño ensayo, un estilo polémico, porque me parece más importante, en este momento, insistir en el tono reflexivo. Pero la discusión continuará.


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Jesús Puerta


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