Un siglo irregular en Venezuela

La historia que va de 1830 a 1935 se parece mucho por todos los lados, es la política, en la economía, en la cultura y en la sociología. Puede ser considerada como un solo proceso, como el siglo XIX venezolano, fuera de los límites cronológicos normales, a contrapelo de cuanto ocurre en el ámbito del universo dentro del cual se encuentra ubicada esta historia nacional. El Estado venezolano, la nación venezolana, la república y el pueblo venezolano histórico actual, ya debidamente configurado, se conforma en ese período que tendría que haber sido el de la historia moderna. Pero en la práctica, en esos ciento cinco años, desde la toma por José Antonio Páez hasta la muerte de Juan Vicente Gómez, no hay modernidad. Sólo una vasta y áspera lucha por sobrevivir como Estado y como pueblo, se puede decir, (también por sobrevivir, como pueblo). En un momento dado, tal vez en dos, casi desaparece el país. En el punto más agudo de la autodestrucción, con la Guerra Federal (1859-1863), las fuerzas físicas y las fuerzas culturales (la identidad) se adelgazaron tanto, que por poco se llega al límite del caos total. Igual ocurre en las vísperas de la dictadura gomecista, en el epígono del poder guzmancista, entre 1890 y 1910, cuando la miseria de toda naturaleza enseñorea al país. Porqué se sale a luz en 1936, como para empatar, anudar la historia a la parte positiva de la independencia, resulta una apasionante interrogación histórica. Tal vez porque las profundas raíces de la unidad de la cultura popular, la igualdad social del viejo mestizaje y los nexos del idioma español, fueron suficientemente sólidos; tal vez también por el culto a la heroicidad, la sombra de Bolívar, el recuerdo de los héroes epónimos, un patriotismo a la antigua, convocó en las plazas públicas, en las pocas escuelas, en la voz de algunos hombres ejemplares y en la tradición popular, las escasas fuerzas de la soberanía histórica.

Desde el mismo momento en que se estableció la república con la Constitución de 1830 (un hermoso intento de consolidación política que va a estrellarse contras el 24 de enero de 1848: personalismo y anarquía social), la realidad histórica del siglo XIX venezolano (1830-1935) se caracteriza por el desacomodo popular y la consecuente desbandada social. Venezuela va a vivir en clima de guerra civil, y cuando falte ese clima será sustituido por la dictadura. La pobreza, el montaraz ruralismo, las enfermedades y el analfabetismo acompañarán como contrapartida socioeconómica y cultural a la regencia política. En 1920, el pensador venezolano Gabriel Espinoza escribe: "Con razón, aunque exagerándolo algo, se ha dicho que en Venezuela hemos vivido, "de hecho", dentro de muchos de los rumbos determinados en las Constitución boliviana. Y esto ha sido y sigue siendo lo natural, ya que el estado psicológico de los pueblos ni se modela con leyes establecidas "a priori", ni cambia, ni se puede cambiar ni se puede cambiar sino muy superficialmente en una centuria. Hoy, la política, aunque no socialmente, vivimos, con poca diferencia, muy exterior, lo mismo que en los días de la lucha magna". Hoy sabemos que también "socialmente" era poco más o menos lo mismo. El cambio histórico comienza sólo a producirse a partir de 1936, que es marcadamente una fecha delimitadora: claro, delimitadora en cambios de una misma sociedad que no varía en horas, sino en siglos.

Es decir, que la evolución política ha sido lenta, mientras la igualación social parecía caminar al pasitrote. En realidad, había avanzado más lentamente aún, desde el siglo XVI. Desde 1810, el poder se ha ejercido en forma caudillesca, presidencial, personalizada, no institucionalizada, aunque las constituciones hayan delimitado siempre las facultades del presidente de la república, que ha sido y continua siendo jefe del Estado y comandante de las FANB, es decir, gobernador y capitán general, como se titulaba en las provincias al primer magistrado. La teoría sociológica –prácticamente una teoría sobre las características del poder– conocida con el nombre afrancesado de "el gendarme necesario", no fue una invención caprichosa de Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936), sino una conformación a la realidad histórica del país decimonónico. Simón Bolívar incluso, y desde luego José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez, con todos los demás, constituyen la prueba histórica más evidente.

El criterio de los caudillos, de los hombres fuertes, acreditó la tesis de la energía como principal ingrediente para el ejercicio del poder. Toda la energía gastada durante ciento cinco años, e incluso la de este tiempo contemporáneo, no ha bastado, sin embargo, para crear un poder político cuya consecuencia, fue el meollo de las "Siete partidas"· y es el centro de las doctrinas constitucionales. Al lado de la energía hicieron y hacen falta otras virtudes, como la moral cívica de José María Vargas, y la bondad, quizá, de Juan Crisóstomo Falcón. Ninguno de los dos tuvo energía. Si en el siglo XIX se hubieran unido esas cualidades –energía, moral civil y bondad– en un gobernante, no habría existido una dictadura en el extremo de ese tiempo histórico.

En la espera de las ideas predominantes en la política (orientación constitucional del Estado), se destacó desde un principio el desequilibrio entre "pueblo y nación". Así, por ejemplo, la Constitución de Cúcuta (1821) establece que la soberanía reside en la nación y que el pueblo "no ejercerá por sí mismo otras atribuciones de la soberanía que la de elecciones primarias". Cuando la Constitución confunda a "pueblo con nación", ya se habrá logrado la democracia política (Constitución vigente de 1999). El fenómeno histórico decimonónico es el siguiente, expresado con alguna brusquedad: la democracia política se alcanza, en la Constitución escrita (1854, 1864) a lo largo de la historia de la república, sólo en la letra, en los libritos que contienen las constituciones; pero esa democracia política no funciona en la realidad, pues la revolución, la guerra, la dictadura, ejercen su imperio. Por el contrario, la democracia "socialista-social" logra establecerse en tal forma que, en ciertos momentos, la igualación fue incluso motivo de confusionismo y de presión cultural. Un general analfabeto, un gobernante iletrado, pase. Pero convertirlo en académico de la lengua, en escritor y en rector, ya es otra cosa.

La democracia social-socialista no fue implantada, como suele creerse, por la Guerra Federal; los cinco años devastadores (1859-1863) no hicieron más que poner remate al proceso que se inició en el siglo XVI y culminó con la guerra independentista. A la acción descarnada del clima de guerra que acentúa la democracia social, se aúna la acción ideológica de hombres que militaron en el partido conservador, esto es, en los cuadros políticos que intentaban organizar en forma tradicional el esqueleto de la república. Tal es el caso de Fermín Toro, un ideológico que predica la "igualdad necesaria", esta igualdad no será otra cosa sino la democracia social.

Este último hecho histórico decimonónico queda destacado en dos observaciones del maestro e historiador don Augusto Mijares (1897-), muy concretas, a saber: "1º Que nuestra democracia no se obtuvo por una brutal imposición de hechos (caudillismos, miseria, mezcolanza étnica, etc.), sino acompañada, a lo menos, de un elemento espiritual consciente que le dio unanimidad y continuidad característica." Este primer punto puede explicarse así: la implantación de la democracia política en constituciones es el "elemento espiritual consciente"; el resto, la acción "brutal", conduce a la "democracia social" con la desaparición de los cuadros sociales preindependentistas que aún existían al comenzar la república de 1830. La otra observación del pensador contemporáneo es ésta: "º Que ya paras mediados del siglo se había cumplido aquel proceso de estructuración social. La Guerra Federal, posterior, no tiene en ese sentido la importancia que algunos le atribuyen, aunque, como todas nuestras guerras civiles –o en mayores escalas por haber sido más prolongadas–, sus repercusiones en muchos aspectos de la vida nacional son innegables." Cierto; más la Guerras Federal barrió las últimas fuerzas que se oponían a la igualdad social, al asumir el poder personeros del pueblo raso, localizables todavía en el aparato del Estado: analfabetas o semianalfabetas, sin educación políticas, sin criterios organizados, y, por tanto, sin compresión del ejercicio del poder como labor creadora, o siquiera como oficio administrativo y de conducción de la comunidad políticas y social. Ese hecho democrático fue el que quisieron evitar los primeros legisladores al negar al pueblo soberanía actuante.

Al considerarse la historias del poder encontramos una formas concreta de ejercicio; la dictadura. Los intervalos de una actuación democrática son tan escasos, que en una visión de conjunto desaparecen. Todavía en la historia contemporánea se presenta como fórmula de gobierno y deja su secuela en el exceso presidencialismo de la democracia representativa, una clara y rotunda herencia del caudillismo decimonónico. Las dictaduras han sido de tal modo avasalladoras, que la más modesta labor ha caído bajo su sombra; así, por ejemplo, la función intelectual ha sido desvirtuada por la férrea mano del caudillo en el poder, sobre todo desde cuando Guzmán Blanco se pone a fundar academias y le nace en su espíritu autocrático las vanidad literaria, que obtendrá la mayor complacencia con el volumen editado en 1884, en la imprenta Sanz, de Caracas: "Academia Venezolana, –Discurso inaugural. Su crítica, su defensa. Juicios varios. Homenaje de España a Guzmán Blanco. Homenaje de la Academia a su director". En tiempos de Castro y Gomez los escritores han de dedicar sus obras a los presidentes, entre otros motivos porque el Estado monopoliza la cultura, al ser el único en pagarla. Todavía hoy un alto porcentaje de las población mayor de sesenta años es semianalfabetas y la y la tirada normal de un libro no escolar es de dos mil ejemplares.

El militarismo fue una inmediata consecuencia de la guerra de independencia; en el curso de la Guerra Federal aumentará con los grados en blanco concedidos por Falcón y con los que cada alzado se concede de mano poderosa. El censo de 1873 –el primero hecho con alguna precisión técnica– arroja los más curiosos datos respecto a la población militar. A los diez años de la Guerra Federal, solo el estado Carabobo tiene 449 generales, 627 coroneles, 967 comandantes, 818 capitanes, 504 tenientes y 85 subtenientes; nada menos que 3.450 oficiales de rango. La población masculina del Estado, mayor de veintiún años, era de 22.952; esto quiere decir que en aquel Estado más del quince por ciento de los hombres pertenecían, en calidad de oficiales, al ejército. Extiéndase esta estadística al país y se comprenderá el clima permanente de guerra civil.

La federación establece una desastrosa administración. Los revolucionarios que intentaban corregir los defectos acuden a procedimientos que a su vez engendran guerra. A veces se oye una voz que se pierde sin dejar eco. Francisco Mejías, que también es general, dice en un momento dado: "Basta ya de pretender establecer la democracia atravesando lagos de sangre, cuando tenemos expedito el camino de las elecciones." Esta es la cuestión: cuando se ha tenido expedito el camino de las elecciones (Falcón, Medina Angarita) se ha preferido recurrir a las armas. La impaciencia por el poder y la incultura del grueso de la población son dos de los factores de tan larga espera histórica.

As dictaduras de Castro y de Gómez termina la época del caudillismo militar. La revolución dirigida por un jefe militar de más o menos prestigio fue el método simplista de llegar al poder. Un cabecilla con su alzamiento y su proclama, ponía al país en estado de guerra: la alternabilidad republicana sólo se cumplía de ese modo. Después de la larga, dura, pausada y cruel dictadura gomecista, el alzamiento es sustituido por una forma más ágil: el golpe de Estado (1945, 1948, 1952, 1958), en el cual el ejército tecnificado resuelve los cambios sin que la población rural ni la urbana intervengan, como no sea en forma pasajera y tumultuaria. El campesino guerrero desapareció; el obrero no gusta de la asonada. Prefiere la ocasión de poder mover su capital político en las urnas electorales, adherido a una organización sindical partidista.

Hasta 1936 hubo incapacidad para la disciplina civilista, lo cual impidió la formación de partidos políticos y la estructuración de una conciencia pública civil en las esferas dirigentes y en las agrupaciones sociales con alguna ilustración. Esta situación comienza na variar, levemente, en cuanto se sienta la presencia de la economía petrolera.

* Cesarismo democrático (Estudios sobre las bases sociológicas de la Constitución efectiva de Venezuela), Caracas, 1952, tercera edición.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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