El tema no es fácil. Históricamente, comenzando por el propio Carlos Marx, la reflexión debeladora de los mecanismos de control, dominación y explotación capitalista, generó un debate en el contexto internacional del siglo XIX, que se extendió a las consideraciones realizadas por Kaustky sobre el desarrollo de la socialdemocracia, o las apreciaciones que Rosa Luxemburgo hace en Reforma o revolución (1912), o las propias consideraciones realizadas por Vladimir Ilich Lenín en su obra sobre el Estado y la revolución. Como sea, las consideraciones tienen el mismo punto en común: qué hacer con las lógicas de dominación y coerción que son propias de las estructuras formales del Estado, como es el control sobre el ejercicio de la violencia, la apropiación de los mecanismos de distribución económica o las lógicas institucionales que justifican a los actores hegemónicos.
Desde la experiencia leninista, que le tocó no sólo reflexionar sobre la teoría marxista sino que tuvo que afrontar la necesidad de dar respuesta a la urgencia de construcción de una alternativa al capitalismo imperialista, la vía del socialismo pasaba por la legitimación de la violencia contra la burguesía a través de la “dictadura del proletariado”. Se partió del supuesto –por demás cierto- que las condiciones de lucha entre las clases que históricamente controlan los medios de producción y los nuevos grupos de poder surgidos a la luz de la revolución bolchevique, no se solucionarían pacíficamente, menos aún en un contexto mundial sumamente movido y agresivamente opuesto. Por ello la dictadura del proletariado era un mecanismo para construir una base de acción – jurídica y política- a partir de la cual generar el definitivo desplazamiento de los actores antiguamente hegemónicos. El problema, es que la tradición leninista surgida sobre esa experiencia, extendió la ortodoxia de la interpretación extrema de la dictadura del proletariado a formas de construcción de hegemonía que implicaron grandes acciones de violencia política y dominación. Las experiencias actuales de construcción del socialismo en toda Nuestra América, están bastante alejadas del exceso burocratismo, la ortodoxia interpretativa, la violencia extrema y la rigidez dogmática que caracterizó algunos de los socialismos del siglo XX.
Por ello, la intervención de García Linera es una reflexión no ortodoxa desde la práctica política, pero no la política en el sentido weberiano de dominación, sino la política como voluntad de vivir, es decir, como esfuerzo de resolución de las necesidades de la población. García Linera plantea el reto de adelantar el esfuerzo de construir un proceso de mandar-obedeciendo, es decir, el ejercicio de la fuerza legitimadora del Estado, pero no en su sentido tradicional de coerción y dominación violenta, sino como una consecuencia de la ampliación del espacio de decisión y participación. El espacio de participación es contradictorio, pues la planificación política por naturaleza, esa que permite mantener la producción de petróleo, que es la base del financiamiento de las misiones, pensadas para disminuir – o desaparecer- las contradicciones y exclusiones , se basa en una perspectiva controladora, centralizadora y por supuesto, en vía contraria a la ampliación de la participación y cogestión, de la política pública.
No resulta fácil, por un lado, la discusión simbólica – y práctica- de la construcción del socialismo bolivariano – o boliviano- señala contundentemente el compromiso de apertura de los espacios de decisión. De hecho es una ruptura con la clásica visión tecnoburocrática que sólo una “elite ilustrada” puede – y debe- planificar la política pública. Hay ahí una contradicción o nudo crítico: democratizar las decisiones vs controlar la planificación. La resolución no ha sido fácil. El enfrentamiento entre una tendencia o intención ortodoxa – emuladora del centralismo soviético- de control contra los voluntarismos y compromisos movilizantes de los colectivos organizados es algo propio del proceso revolucionario acá en Venezuela, en Bolivia o Ecuador.
Construir
socialismo desde el Estado que tenemos, se traduce en superar los elementos
de separación, de segregación selectiva en la participación política,
tanto en el campo electoral como en el área de planificación pública.
Construir socialismo, y avanzar en la conformación de un Bloque Histórico
hegemónico, sobre una base de las organizaciones populares que han
sido incorporadas, que históricamente han sido maltratadas, se traduce
también en incorporar en ese bloque “otros sectores”, sin renunciar
a la ambición de una alternativa al capitalismo. Ahora bien, esa alternativa
no puede ser concretada a menos que se avance – en forma contundente-
en un desmontaje discursivo, semiótico y simbólico, de los discursos
neocoloniales de dominación y subordinación, que le dicen a los colectivos
que no pueden cambiar la historia, que lo que sucede es lo correcto.
Se trata de superar la visión que vivir en socialismo es vivir en precariedad
y carencia. Vivir en socialismo debe ser voluntad de vivir bien, es
decir resolver lo necesario para que la propia condición de ser vivo
sea una condición de ratificación del ser-si-mismo, mejor dicho, de
ser por lo que somos y no ser por lo que poseemos. En este proceso
debemos equilibrarnos con la necesidad de producir lo necesario sin
que signifique que deterioremos nuestro entorno natural. Esas contradicciones
son sólo parte de los Nudos críticos del Socialismo Bolivariano en
Venezuela.
(*) Dr.
Historiador
29/11/2011