El consumo en las clases altas, de productos, modas y servicios, que a través de la publicidad se presenta como pauta de estilo o "distinción", también expresa un esquema discriminatorio que refuerza jerarquías sociales, excluye a quienes no pueden acceder a tales bienes y naturaliza la desigualdad.
Este consumo diferencial actúa como patrón y se difunde a los otros grupos sociales, clases medias y de trabajadores que a menudo sin percibir la imitación, emulan esos gustos y consumen productos que se parecen a los que consumen las clases altas, que a su vez repiten las modas y gustos de Estados Unidos y Europa. Así, los sectores populares reconocen y legitiman el prestigio del grupo dominante y consideran que adquieren los atributos de esa clase alta.
Las marcas y la publicidad se convierten en el campo donde se libra una lucha social y simbólica. No se trata solo de adquirir un producto, sino de posicionar al consumidor en una jerarquía social. Comprar el producto correcto, es una forma de adquirir, aunque sea de manera no real, sólo simbólica, una posición superior. Es una manifestación de la lucha de clases que se cuela por todas partes y en el mundo simbólico venezolano quieren crear un laberinto que nos lleve a pelear en el bando extranjero equivocado.
La salida al laberinto comienza entendiendo que la cultura y la sociedad son simbólicas, no solo participas o adquieres situaciones o productos concretos, sino que se consumen símbolos. Este mundo representativo o simbólico no se limita a esferas como el arte, la religión o la política, sino que permea cada rincón de la vida cotidiana, transformándose en un modo de existencia, en nuestro modo de existencia y de cotidianidad. A los grandes símbolos los acompañan los pequeños.
Lo que usamos para vestirnos, hasta cómo hablamos o qué películas vemos, ya no son solo elecciones personales, se dan en un contexto nacional, por lo que al dominio simbólico hay que oponer la lucha simbólica. Hay muchas fuerzas que tratan de llevarnos a su terreno simbólico.
Estamos transitando ese camino de la lucha simbólica, en la cual nos inició decididamente Hugo Chávez, con su rescate del principal símbolo de un país que es su historia. Ahora cada vez es más común expresiones como valorar lo nuestro, navidad con nuestros símbolos, sin que eso signifique un desprecio abierto a lo externo.
Desde las redes sociales hasta los espacios urbanos, desde las marcas que consumimos hasta las formas en que nos relacionamos, todo está atravesado por estructuras simbólicas que organizan no solo cómo vemos el mundo, sino cómo actuamos en él. Este dominio simbólico deja de ser un recurso externo para convertirse en un aire que respiramos: moldea deseos, define nuestras identidades y establece lo que consideramos normal, deseable o posible.
Vivimos inmersos en una trama de significados y símbolos que, aunque invisibles, ejercen una presión constante sobre nuestras decisiones y percepciones. Están en nuestra mente, por lo que dominar los símbolos es dominar nuestras mentes y nuestra identidad. Por eso lo simbólico ha pasado a ser un escenario de lucha en lo cotidiano, en las actividades diarias. En este contexto, resistir o transformar el orden social implica necesariamente intervenir en ese entramado simbólico y su hegemonía, y abrir espacios para los modos propios de dar significados y representar la realidad.
Porque si hemos entendido que el dominio simbólico se ha vuelto cotidiano, la lucha simbólica también.