Veinte años no es nada

    Las revoluciones no son simples sediciones. El acto de fuerza no es la revolución misma. Las revoluciones se cumplen en varios períodos de honda transformación. Los actos de fuerza no son más que signos, revelaciones, burbujas de la fermentación interior. La resultante a distancia es lo único que nos permite reconocer nuestra obra cumplida.
    Pero esta idea, muy apasionada, de un gran anarquista Ricardo Mella, no siempre se concibió así. Tuvo orígenes muy distintos a una euforia espiritual; surgió de una fuerza unida de hombres que aspiraban a la transformación total del universo social en que les había tocado vivir. Si bien es cierto que el anarquismo se compenetró hasta la médula con la idea revolucionaria, no lo es menos que la misma  trascendencia de la Revolución ha dejado huellas de un compromiso conciente con la causa. Sería injusto atribuir únicamente al  anarquismo ese fulgor espiritual con que las sociedades, desde aquella Revolución Gloriosa Inglesa de 1688, han exteriorizado sus ánimos frente a un poder omnipotente.

    Franz John Tennyson Lee, mi profesor en la Universidad de Los Andes, fallecido recientemente (2011), en una obra muy "visceral" en pro del marxismo militante, ilustra en lo que a la génesis del concepto Revolución atañe. La palabra "revolutio" (latín), apareció en Europa en la tardía Edad Media. Fue un problema derivado del verbo latino revolvere, que significa revolverse, moverse progresivamente hacia adelante en sentido circular, completando una revolución o giro para llegar nuevamente al punto de partida; por ejemplo, el movimiento de traslación de la luna en su órbita circular alrededor de la tierra. Se ve, entonces, que en las postrimerías del siglo XV la palabra "revolutio" era un concepto astronómico prepolítico. Luego, cuando se dieron los descubrimientos de los científicos naturales: Copérnico (1473-1543), Galileo Galilei (1564-1642), y Sir Isaac Newton (1642-1727), el término tomó  una connotación físico-política... La palabra revolución recibió su connotación política con el origen mismo del capitalismo. Se originó en las Ciudades-Estados septentrionales de Italia, donde el capitalismo encontraba en su etapa embrionaria. Palabras como "rivoltura" y "rivoluzione" eran usadas para describir serias rebeliones sociales o descontento popular. Lo que estas palabras designaban exactamente, puede compararse con la comprensión política actual de desorden social o acontecimientos turbulentos, en las cuestiones políticas internas o externas.

    El sabio Rousseau (filósofo francés, 1712-1778), por su lado, entendió la revolución como parte del progreso "civilizado" de la humanidad. Un progreso, y ello nos une a la visión de Franz Lee, que se iba formando y materializando en la medida en que existía un movimiento continuo de los hechos sociales. De esa idea de movimiento, que en Heráclito (filósofo griego, 540-475 antes de Cristo) tuvo tanto significado, emergen las "motivaciones" que llevaron al hombre a aspirar al "cambio"; a aspirar al fluir de las aguas de un río que será imposible volver a tocar.

    Pero esa idea de movimiento que concluye con ser consecuencia de un giro, al ir revolucionando, es decir, al producir varios s en forma continua, produce que tanto el principio como el fin coincidan, y ello se erige dentro de la teoría anarquista (y la a marxista), como la esencia del proceso revolucionario, es que los medios coincidan con un fin justo que produzca transformación completa de la sociedad. Esta idea nos fue agenda por un fragmento de Heráclito: "En el circulo, el principio y el fin coinciden".

    A todas estas, la violencia en sí misma es diosa, apuntaba el ácrata Ricardo Mella,  y si es verdad que fatalmente se ha de confiar a la fuerza la solución definitiva de las contiendas humanas, no lo es menos, que las revoluciones son algo más profundo y más humano y más grande que las bárbaras matanzas que en el curso de los siglos han hecho más que afirmar las bestias y someter al hombre.
    La revolución que se inició el cuatro de febrero del noventa y dos, es el despertar del espíritu de rebeldía que precisamente impulsa ese sentimiento de independencia y ese soplo de audacia, sin los cuales ninguna revolución podrá jamás llegar a los fines anhelados. Ello me llevó a leer al griego Cornelios Castoriadis, fallecido en la década de los noventa, quien aprecia la política revolucionaria en el contexto del reconocimiento de los problemas de  la sociedad como totalidad, pero precisamente porque la sociedad es una totalidad, reconoce a la sociedad como otra cosa que como inercia relativamente a sus propios problemas.

   Extrapolando estas ideas a la praxis revolucionaria del cuatro de febrero, se puede concluir que la sociedad apunta a su "transformación" por la acción autónoma de los hombres, y la instauración de una sociedad organizada en vistas a la autonomía de todos. Esto constituye, ciertamente, un proyecto. Y como tal no se presenta como una utopía, un acto de fe, o alguna apuesta arbitraria; se presenta original en sus alcances de conquistas, autónomamente todas las aspiraciones y soluciones que derivan de la convivencia social.

    En una palabra, la idea de revolución sólo aplica legítimamente cuando ocurren mutaciones históricas profundas que llevan consigo modificación efectiva de las relaciones del hombre con la naturaleza, con sus semejantes y consigo mismo. La revolución iniciada el cuatro de febrero del noventa y dos, es entendida no como la conquista del Estado, sino como la supresión de los valores mezquinos de ese Estado que vivía enmarcado en un burocratismo asfixiante y en un bipartidismo traidor.

    La propuesta revolucionaria de los comandantes del cuatro de febrero, se basaba, específicamente, en propiciar un salto brusco en el seno de una lenta y continua evolución. Ese cambio no sólo transformó la sociedad venezolana, sino que la orientó a una espontaneidad en donde se hizo inútil la presencia del Estado para crear desde allí la arquitectónica de un poder colectivo solidificado y liberado.

    Pero esa revolución que se iniciara el cuatro de febrero no tendría cuerpo y trascendencia, sin una política internacional de interacción e intercambio. La patria, en su connotación singular de un territorio, es el lugar donde se ha nacido, en que se vive, trabaja y donde se participa en la vida común. Ese lugar, o país, es preciso amarlo. Y tienen el derecho de amarlo quienes cumplen con su papel en el país y propician progreso a través del trabajo. EL patriotismo no surge por encargo, por oficialidad, por escuela, menos aún por religión; surge por convicción interna que une al medio con el hombre y le hace expresar su valor a través del cuido y la perseverancia cotidiana. Es de este modo que el criterio de una política internacional de la revolución se funda en un nacionalismo, o patriotismo, de sentimiento humano hacia la tierra, desde ese punto de vista la Patria, o somos nosotros mismos, o no es nada; y siendo así, nadie mejor que nosotros mismos puede saber lo que nos conviene.

   Por ello, luego de indagar acerca de lo que llevó a aquellos hombres a dar su vida por la Patria, no queda otra que aceptar que el cuatro de febrero del noventa y dos, fue lo que para el proceso de independencia significó el diez de abril de mil ochocientos diez: un acto de declaratoria de rebeldía para motivar un trasformación total en el Estado y sus Instituciones. Eso es “algo que está ocurriendo” y espero siga desencadenando liberaciones, porque ya somos una sola voz en el Sur.


azocarramon1968@gmail.com



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Ramón E. Azócar A.

Doctor en Ciencias de la Educación/Politólogo/ Planificador. Docente Universitario, Conferencista y Asesor en Políticas Públicas y Planificación (Consejo Legislativo del Estado Portuguesa, Alcaldías de Guanare, Ospino y San Genaro de Boconoito).

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