Si la inseguridad es parte de un plan desestabilizador, entonces nos jodimos: LA OPOSICION GANA LA PARTIDA

Los titulares de prensa, referidos a los muertos nuestros de cada día son de susto. Todas las semanas, Wilmer Poleo nos presenta una crónica de casos crónicos: muertos sin justicia, madres que han perdido hasta tres muchachos en esta lucha sin cuartel, no declarada, pero real. Las declaraciones de Pedro Carreño, máximo representante de Interior y Justicia, nos confunden: insiste en discriminar las cifras haciendo alusión a los que caen por enfrentamientos y hasta se atreve a afirmar que se trata de un “plan desestabilizador”. Lo que es obvio, respetable Ministro, es que son muchos muertos; la mayoría de ellos apenas alcanzan a llegar a la adolescencia.

Mención aparte merecen los casos de “enfrentamientos” con cuerpos policiales, como por ejemplo el de Carlos Castro, joven trabajador asesinado por la DISIP y presentado posteriormente como un bicho con uñas armado, que arremetió contra estos guardianes del orden.

Como la explicación del Ministro es tan “brillante”, la salida que propone también lo es: “…incrementarán el número de efectivos policiales en las zonas de mayor porcentaje de delitos”. Ay mamá, que Dios nos coja confesados, porque la misma prensa señala casi todos los días que en muchos de los delitos que se cometen en el país hay por lo menos un tombo haciendo su trabajito extra.

Hace muchos años, una amiga acuño una frase que me pareció dramática: los barrios piden módulos policiales para tener seguridad. Eso, decía, es fascismo plebeyo. Los de a pie, que no somos ni tombos ni malandros, siempre nos hemos preguntado de dónde salen las armas y las balas que tienen estos últimos. El tiempo nos ha ido dando pequeñas lecciones: decomiso aquí y vendo o alquilo más allá, porque no existen controles para quienes acceden a estos cuerpos y la formación sigue siendo muy precaria.

Lo triste de toda esta situación es que cada que vez alguien es capaz de sentir rabia y levanta su voz protestando por esta guerra no declarada, se le tilda de amarillista, contrarrevolucionario y demás hierbas. Peor aún, la muerte de niños y adolescentes se nos ha vuelto tan cotidiana como los niños de la calle, futuros semilleros de muertos en “enfrentamientos”. ¿Nos estaremos o estamos colombianizados?. ¿Se convirtió la muerte violenta de jóvenes que apenas asoman a la vida en algo tan común como ir al cine y comprar cotufas? Creo firmemente que sí. Sobre todo para quienes tienen en sus manos la responsabilidad de buscar salidas a una situación que no se resume en meter más policías sino en crear (o permitir que otros lo hagan si no se tiene capacidad para ello) salidas integrales a una situación que (coincido con los escuálidos), está produciendo más muertes que la guerra de Irak.

Más triste todavía cuando usted lee la prensa y ubica dónde se produce la mayor cantidad de asesinatos, enfrentamientos, ajusticiamientos: en los barrios pobres de toda la geografía nacional; porque ni pequeños pueblos escapan a este horror. ¿Y eso tendrá que ser así porque sí? ¿Habrá algún gen o virus en los barrios que lleve a nuestros muchachos a querer ser los “duros”, a poner su pellejo en riesgo todos los días? ¿Serán producto de “enfrentamientos entre bandas” todas las bajas? ¿Algún brillante funcionario, buscando “resolver” la situación de inseguridad habrá propuesto temibles escuadrones de exterminio como los hartamente conocidos en Portuguesa y Guárico?

Si usted visita los barrios de Caracas, de Valencia, de cualquier ciudad o pueblo, señor Ministro, es probable que encuentre allí algunas claves de por qué esos chicos insisten en ser tan “malos”. No hay oportunidades para ellos, a pesar de las numerosas Misiones llevadas adelante por el gobierno y controladas en muchos casos por unos pocos que deciden a su antojo quienes son los “elegidos”. Súmele a ello esa antimoral que fue creciendo y alimentándose muchas veces desde las empresas de comunicación (prensa, televisión) que nos dicen todos los días que la vida es bella si tienes carro, celular de última generación, zapatos y ropa de marca para conquistar a una chica belmont.

Otra miseria la constituyen las cárceles. Si el chamo se salva del horror de la guerra del barrio y su apellido es pobre, lo esperan varios hoteles “cinco estrellas” llamados “Centros de Reeducación” que, efectivamente van a hacer un excelente trabajo: si entró por robo o tráfico de drogas y si sobrevive a los ya también cotidianos motines, saldrá con Master, Postgrado y hasta Doctorado en todas las artes del delito. Será un “duro” respetado por la grey de noveles malandros.

Mi ignorancia no me permite saber dónde revisar, por ejemplo, el presupuesto asignado a la construcción de esos majestuosos estadios donde se jugó la Copa América (conste que no estoy en contra de estas grandes y necesarias obras); tampoco se si los chamos del barrio cercano tendrán acceso a sus instalaciones. Tampoco se dónde revisar la inversión que se ha hecho o se está haciendo para que los depósitos de pobres (cárceles las llaman) dejen de ser escuelas que exacerban el resentimiento, el odio, el ocio y donde lo único que se fabrican son expertos y chuzos.

Quisiera saber, por ejemplo, cuántas cárceles han sido rehabilitadas más allá de la pintura y los barrotes; cuántas tienen talleres de carpintería, orfebrería, herrería, cuero, etc. que les permitan a los desahuciados, perdón, presos, hacer de su ocio un trabajo creativo para, desde su sitio de reclusión, producir el sustento para su familia y salir a la calle con un oficio bajo el brazo. Quisiera saber cómo se están comiendo las Misiones Robinson, Rivas y Sucre en estos depósitos de seres humanos. Quisiera saber cuántos llamados pomposamente corruptos (que en el argot malandro siguen siendo ladrones) comparten celda con el que se robó la licorería o la semana de salario de su vecino. Quisiera saber por qué los presos para ser oídos tienen que hacer “huelgas de sangre” o secuestrar a sus propias familias mientras a quienes delinquen con guarimbas los reciben en la Asamblea Nacional con todos los honores. Quisiera saber, finalmente, hasta cuándo la indiferencia propia y ajena (la de los funcionarios) va a tomar el toro por los cachos y a entender que esta guerra nuestra de todos los días no la ganamos con más tombos y más represión. Que las medidas extremas comienzan por escuchar al sabio y viejo profesor Gómez Grillo quien a cada momento explica por qué no cualquiera que sea mi amigo y esté buscando chamba puede ser custodio, guardia, administrador de cárceles; que hacen falta profesionales porque, independientemente de la razón por la cual estén pagando condena quienes allí están, son SERES HUMANOS. Y mientras tengan tal condición, sigue existiendo la esperanza de educarlos, de re-enseñarles que la vida vale la pena.

Señor Ministro Carreño, señores administradores de Justicia, señores responsables de la seguridad, ustedes no tienen por qué sabérselas todas. Revisen experiencias habidas en el pasado. Pregunten por Carlos Villalba, profesor de la Escuela de Psicología de la UCV, quien hace muchos años, sembrando utopías, reclutó un grupo de jóvenes para trabajar en el extinto Reten de Catia. Allí, con las uñas y con mucha obstrucción por parte de las autoridades del penal, se logró demostrar que preso no es sinónimo de mierda. Y que muchos esperan por oportunidades para convertir el ocio en trabajo creador, en prosecución de estudios, en esperanza de vida.

¿Será, acaso, que la revolución no va a llegar a las cárceles?; ¿Hay esperanzas de que los internos aprendan a hacer algo más que chuzos? ¿Podremos soñar con que se seleccione el personal para que las armas y las drogas dejen de ser una especie de “salario extra” de quienes en ellas laboran? ¿Escucharán los órganos encargados de administrar justicia el grito desesperado de José Castro, el padre de Carlos, clamando porque se castigue a los DISIP asesinos de su hijo?

Mención aparte merecen los casos de “enfrentamientos” con cuerpos policiales, como por ejemplo el de Carlos Castro, joven trabajador asesinado por la DISIP y presentado posteriormente como un bicho con uñas armado, que arremetió contra estos guardianes del orden.


Quien esto escribe sigue creyendo que el estiércol es bueno para sembrar flores; claro, siempre y cuando contemos con la tierra y el abono adecuados que sólo ustedes pueden proveer. Revisen sus presupuestos y calculen si vale la pena que nuestras calles se sigan llenando de muertos o de verdad, reconociendo que la guerra es real y dolorosa, tomen medidas como visitar las cárceles y las oportunidades que tienen nuestros muchachos de crecer sanos y esperanzados en el futuro.


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Ana T. Gómez F. (La Guara)


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