Derek Manaure, suspendido el derecho a vivir

Si mal no recuerdo, en una entrevista televisiva de los años 90, algunos años antes de morir, José Ignacio Cabrujas habló sobre el cambio sufrido en los hábitos sociales de sus hijos por la delincuencia desenfrenada que impuso su régimen depredador a los habitantes de Caracas. “No duermo hasta que no llegan a casa, quisiera que no salieran a la noche caraqueña”, decía estremecido nuestro gran dramaturgo y renombrado autor de telenovelas. Imagínense: esto lo oí hace ya casi treinta años.

En este incipiente siglo XXI la situación es más grave y trágica.  Los informes de cada semana semejan partes de guerra en cualquier país medianamente preocupado por el derecho a vivir de sus habitantes.  Aquí son simples cifras que ya ni siquiera prenden las alarmas.  Por ejemplo, hace apenas dos semanas leí que “el aumento en las tasas de crimen no es tan problemático en todos los países de América Latina, pero sí en México, Venezuela y el Triángulo del Norte (Honduras, El Salvador y Guatemala), en donde está muy vinculado al crimen organizado y esto hace parecer que toda la región tenga la paradoja de alto crimen, cuando en realidad está concentrado en ciertas partes”, señaló Daniel Lederman, economista principal y economista en jefe adjunto de América Latina y el Caribe del Banco Mundial.  Nadie habló de este dantesco diagnóstico, al parecer no tuvo lectores el referido informe.

También leí que en un olvidado y escondido pueblo trujillano, Cuicas para más señas, una jubilada enfermera fue asesinada porque se negó a entregarles a una banda criminal el 50% de sus prestaciones sociales como vacuna.  Los bandidos se enteraron que había salido en el listado que el Presidente Maduro anunció en la televisión, inmediatamente tocaron la puerta de la casa de la humilde trabajadora.  La extorsión –como se refleja en esta crónica de una desgracia humana— se ha perfeccionado: anticipan el dinero que van a recibir sus víctimas.  

Pero la realidad (en cuestiones delictivas) supera la imaginación más delirante.  Vimos en la televisión que un Pran fue tiroteado en Playa Parguito (Margarita) en compañía de sus familiares.  La noticia fue que el delincuente estaba cumpliendo su condena en la cárcel de Tocorón (Aragua) y no hay razones de ninguna índole que explique su tour vacacional: sólo la carencia de principios éticos más elementales pueden dar razón de algo tan inaudito. La Ministra del ramo no dijo nada, la noticia pasó sin pena ni gloria. Nadie se ocupó más del asunto.

No nos puede sorprender el hecho público y notorio de que los verdaderos jefes de las cárceles en el país son los delincuentes que deberían estar sujetos a condenas por sus fechorías.  Como dice Galeano, el mundo al revés: los presos de vacaciones y los ciudadanos en toque de queda decretado por sus compinches. En San Juan de los Morros los pranes de la cárcel local decidieron hacer un secuestro colectivo para que les trasladaran delincuentes a ese recinto porque se estaban vaciando los calabozos y cada preso representa una vacuna de 100.000 Bolívares mensuales.  El ente gubernamental respectivo llevó a 2.000 presos en una procesión de condenados a un infierno en vida.  Hasta allí llegó el asunto: los pranes ganaron.

Entonces, el derecho a la vida de los venezolanos está suspendido, no lo tenemos garantizado, está borrado por una maraña de complicidades de cuerpos policiales penetrados por la delincuencia y un gobierno que perdió el rumbo hace rato en esta situación tan delicada.  Los delincuentes son los dueños del país, unos con “saco y corbata” que se escudan en ostentosos cargos oficiales para cometer todo tipo de actos reñidos con la ley. Otros, los más, se apoderaron de los espacios públicos de las ciudades y pueblos.

En los anales de la historia del crimen mundial ya Venezuela tiene ganado un capítulo completo. El año pasado publiqué una reflexión sobre las megabandas criminales que imponen sus códigos de violencia e impunidad en las barriadas del país.  El país se estremeció cuando vimos que mataron a un alto comisario policial junto a su hijo y posteriormente fueron incinerados con descaro en una calle de El Cementerio (Caracas).  Este ajusticiamiento llamó la atención porque se trataba de un funcionario importante, pero miles de muertes similares son noticias poco sorprendentes y ya forman parte de nuestro paisaje social.

Esta trágica situación también toca a figuras importantes del país, la última fue la muerte violenta de Derek Manaure, hijo de nuestro destacado deportista.  En esta dolorosa situación se combinaron todos los elementos del escenario criminal venezolano: desde la cárcel fue planificado, contrataron a una banda, tuvieron complicidad familiar, asesinaron sin piedad a un adolescente y sus autores intelectuales fueron silenciados misteriosamente en Tocorón el día siguiente cuando se encontró el cadáver.  Como se atrevió a decir un fiscal: un crimen resuelto policialmente.
Pero, ¿y el derecho a la vida de los venezolanos? Al parecer, este alto funcionario de la fiscalía no tuvo repuestas y todo el estado venezolano tampoco tiene.  Así que, de hecho, tenemos suspendido nuestro derecho constitucional a la vida. Si alguien duda, el dolor de la familia Manaure es un inequívoco testimonio de lo que expreso con rabia e impotencia.



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Nelson Suárez

Docente/Investigador Independiente (Literaratura, Ciencia, Tecnología y Sociedad)

 suarez.nelson2@gmail.com

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