Mientras esperamos invasiones, nos Invade el hambre

La verdadera guerra económica la libra el pueblo venezolano cada día en los anaqueles vacíos de dignidad

Existe una crueldad particular en el hambre anunciada. No es la del desastre natural impredecible ni la de la guerra declarada. Es peor: es la crueldad del abandono consciente, del mirar hacia otro lado mientras tu pueblo se desangra económicamente, del inventar enemigos imaginarios mientras los reales, la especulación, la avaricia, la inacción, devoran lo poco que quedaba de esperanza.

Un kilo de queso Santa Bárbara: de 7,50 a 12 dólares en treinta días.

Lean esa cifra con detenimiento. No es un dato estadístico frío. Es el grito silencioso de una madre que ya no puede preparar el desayuno de sus hijos. Es la humillación de un trabajador que gana en bolívares fantasmas mientras los precios viven en dólares reales. Es la prueba irrefutable de que algo está profundamente podrido en un país que se dice en "recuperación".

Nos dijeron que la dolarización traería estabilidad. Que fijar precios en la divisa estadounidense pondría fin a la locura inflacionaria. Y durante un breve momento, algunos, muy pocos, lo creyeron. Pero lo que no nos dijeron es que entregarían las llaves del país a los especuladores sin poner ni un solo candado, sin un solo guardia en la puerta.

Hoy, en Venezuela, el precio lo pone quien quiere, cuando quiere, porque quiere. No hay lógica. No hay justificación. No hay autoridad que regule. El comerciante se despierta y decide: "Hoy el queso vale 12 dólares". ¿Por qué? Porque sí. ¿Quién lo cuestiona? Nadie. ¿Qué consecuencias enfrenta? Ninguna.

La carne, ese alimento básico que alguna vez fue parte del menú semanal de cualquier familia venezolana, se ha convertido en artículo de élite. Las proteínas son ahora privilegio de quienes tienen acceso a dólares frescos, mientras la mayoría debe conformarse con las sobras de un sistema económico que los exprime hasta dejarlos secos.

¿Dónde está la revolución que prometía justicia social? ¿En qué manual del socialismo bolivariano se justifica que comer sea un lujo inalcanzable para quienes producen la riqueza del país?

Hablemos con crudeza sobre la mayor obscenidad de este sistema: los salarios de hambre. Un maestro gana el equivalente a 50 dólares mensuales si tiene suerte. Una enfermera, esa heroína que mantiene vivo lo poco que queda del sistema de salud, apenas alcanza los 80 dólares al mes. Un empleado público promedio se lleva a casa entre 3 y 10 dólares mensuales + bono. Lean eso de nuevo: diez dólares al mes en un país donde un kilo de queso cuesta 12 dólares.

La matemática del horror es simple y devastadora: con el salario mínimo venezolano no alcanza ni siquiera para comprar un kilo de queso más barato. El salario de un mes entero no cubre una compra básica de mercado para una familia. Trabajar en Venezuela se ha convertido en un acto de dignidad desesperada, no en un medio de sustento. La gente va a sus empleos no porque el salario les permita vivir, sino porque quedarse en casa sería reconocer la derrota total, porque mantener la rutina laboral es lo único que les queda de normalidad en medio del caos.

Y lo más perverso es que muchos de estos salarios los paga el mismo gobierno que permite que los precios se disparan sin control. El Estado es empleador y verdugo al mismo tiempo. Paga sueldos que sabe que no alcanzan para nada, mientras permite que la especulación convierta cada producto en un artículo de lujo. Es la hipocresía institucionalizada: te doy trabajo pero te condenó al hambre, te empleo pero te humillo, te pago pero te sentencio a depender de remesas, bonos miserables o milagros diarios para sobrevivir.

¿Cómo explicas a un trabajador que su mes de esfuerzo, sudor y dedicación vale menos que dos kilos de carne? ¿Cómo le dices a una maestra que educar al futuro del país le paga menos que lo que cuesta alimentar a ese futuro por una semana? No se puede. Porque es inexplicable. Porque es indefendible. Porque es, simple y llanamente, inmoral.

Lo más devastador no es solo el aumento desproporcionado de precios. Es la indiferencia institucional absoluta. Es la sensación de que al gobierno le importa más fabricar narrativas sobre invasiones desde Miami que enfrentar la invasión real que ya ocurrió: la de la miseria organizada, la del hambre sistemática, la de la especulación sin freno.

Mientras los voceros oficiales dedican horas de transmisión a denunciar conspiraciones externas, millones de venezolanos libran cada mañana su propia guerra de supervivencia. ¿Compro medio kilo de carne o pago el transporte de la semana? ¿Compro leche para el niño o recargar el gas para cocinar? Estas no son decisiones. Son sentencias diarias de un pueblo abandonado por quienes juraron protegerlo.

La inacción del gobierno no es pasividad. Es complicidad. Porque cuando tienes el poder de regular y no lo haces, cuando puedes inspeccionar y no inspecciones, cuando debes sancionar y no sancionas, te conviertes en cómplice de cada comerciante inescrupuloso que multiplica precios mientras las familias multiplican las formas de no morir de hambre.

Como si la situación no fuera suficientemente surrealista, ahora la economía venezolana se mueve al ritmo de plataformas digitales que nadie controla y que pocos entienden. El dólar paralelo, ese termómetro de la crisis que durante años marcó el pulso real del país, ya ni siquiera importa. Ahora la referencia es Binance. O el precio que publica en grupos de WhatsApp un ente misterioso llamado "la Carnetoday".

¿Es esta la soberanía económica que nos prometieron? ¿Un país donde el valor de tu dinero lo decide un algoritmo de criptomonedas o un chat de comerciantes? ¿Dónde para saber si puedes comprar comida debes consultar primero Telegram o grupos de especuladores en redes sociales?

Hemos llegado al punto en que las instituciones del Estado son irrelevantes para la economía real. El Banco Central puede publicar las tasas que quiera. El ministerio de economía puede hacer los anuncios que desee. La realidad la escriben otros. Y el pueblo paga las consecuencias.

Hay una ironía dolorosa en todo esto. Quienes se autodenominan revolucionarios, quienes construyeron su identidad política sobre el discurso de proteger a los más vulnerables, hoy presiden sobre uno de los despojos sociales más brutales de la historia contemporánea de América Latina.

La pelota está en su cancha. No hay forma de escurrirse. No hay enemigo externo al cual culpar cuando el queso sube 60% en un mes dentro de tu propio territorio. No hay bloqueo que justifique la ausencia total de controles sobre la especulación interna. No hay sanciones que expliquen por qué un gobierno que se dice revolucionario permite que comer sea un acto heroico.

Las medidas necesarias no son complejas. No requieren doctorados en economía:

  • Controles efectivos sobre márgenes de ganancia en la cadena de comercialización. No discursos. Inspecciones reales con sanciones reales.
  • Transparencia obligatoria en la fijación de precios. Que cada comerciante justifique sus márgenes. Que haya trazabilidad desde la importación hasta el consumidor final.
  • Salarios dignos acordes a la economía dolarizada. No se puede vivir en un país donde todo cuesta en dólares pero te pagan en calderilla bolivariana que no alcanza ni para el pasaje.
  • Sistemas de distribución alternativos que rompan el monopolio de los intermediarios especuladores. Mercados populares con precios regulados y controlados.
  • Persecución real del acaparamiento y la especulación. Con nombres, apellidos y consecuencias legales para quienes lucran con el hambre del pueblo.

Pero nada de esto ocurrirá mientras el gobierno esté más preocupado por defenderse de invasiones que no se sabe si ocurrirá, que por enfrentar la invasión real: la del hambre que ya tomó las calles, los hogares, las mesas vacías de Venezuela.

Los venezolanos hemos demostrado una capacidad de resistencia que desafía toda lógica. Hemos sobrevivido a hiperinflación de siete dígitos, escasez generalizada, apagones interminables, éxodo masivo, pandemia sin vacunas ni sistema de salud, y ahora, a esta nueva fase de violencia económica donde los precios suben sin razón y los salarios permanecen en el fondo del abismo.

Pero el heroísmo no debería ser requisito para comer. La resistencia no puede ser el proyecto de país. La supervivencia no puede ser la única aspiración de una nación que merece futuro, no solo presente agónico.

Cada vez que una familia venezolana regresa a casa con las manos vacías porque el salario no alcanzó, cada vez que un padre debe explicarle a su hijo por qué hoy no hay cena, cada vez que una madre llora en silencio mientras prepara agua con azúcar porque no pudo comprar leche, el proyecto revolucionario muere un poco más.

Porque al final, ninguna revolución se mide por sus discursos, sino por los platos que logra poner en las mesas de su pueblo. Ninguna ideología vale nada si no se traduce en dignidad cotidiana. Ningún gobierno merece llamarse revolucionario si revoluciona solo su capacidad de ignorar el sufrimiento de quienes dice representar.

Venezuela no puede seguir siendo el país donde comer es un acto de fe. Donde calcular el presupuesto familiar es una ecuación imposible. Donde los que trabajan no pueden comprar lo que producen. Donde los revolucionarios se volvieron espectadores de la mayor contrarrevolución posible: la del hambre contra la esperanza.

La historia está escribiendo su sentencia. Y será implacable con quienes, teniendo todo el poder para actuar, eligieron la comodidad de la indiferencia. Con quienes prefirieron inventar enemigos externos antes que enfrentar la verdad interna. Con quienes dejaron que su pueblo se hundiera mientras ellos miraban hacia otro lado.

El pueblo venezolano no pide limosnas. Pide justicia. No pide privilegios. Pide lo básico: poder comer sin que eso signifique elegir entre vivir o sobrevivir.

La pelota está en el terreno del gobierno. La pregunta es simple pero devastadora: ¿Seguirán mirando a Miami mientras Venezuela se muere de hambre, o finalmente volverán la mirada hacia su propio pueblo?

La revolución que no alimenta a su pueblo no es revolución. Es traición.

Nota: Total ya comienza la NAVIDAD, según nuestro presidente, y debemos ser felices o por lo menos fingir que lo somos.

 

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE

 



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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