La posible invasión de EE.UU. a Irán

La primera batalla de la cuarta guerra mundial

Los planes norteamericanos para efectivizar su dominio total sobre oriente medio y sus recursos petroleros pueden desequilibrar el frágil equilibrio geopolítico planetario.

En la película “2001, Odisea del espacio”, un clásico del cine de ciencia ficción dirigida por el talentoso y multifacético Stanley Kubrick (realizador inglés fallecido hace pocos años) encontramos una secuencia cargada de simbolismo, y que si bien no tiene que ver directamente con el desarrollo posterior de la trama en sí, la contextualiza de forma poética e ideológica a la vez.

Dos grupos de primates, antepasados del homo sapiens, se disputan el dominio sobre una charca de agua. Primeramente el enfrentamiento es sólo con gritos, ademanes, movimientos amenazantes. Pero cada bando permanece en su orilla, tratando de intimidar al otro. Hasta que un macho de una de las bandas, quizás un líder, no lo sabemos, toma del suelo un hueso de animal, y lo blande amenazante ante los contrincantes.
Uno de los machos rivales acepta el desafío, y cruza a través del agua para dar pelea. Cuando están frente a frente, el mono que porta el hueso destroza, literalmente, la cabeza de su contrincante. Aterrorizados, los compañeros del muerto se retiran, cediendo el dominio sobre la charca de agua. El primate vencedor, en un acto de festejo, arroja el hueso al aire.
La cámara sigue en un demorado plano las evoluciones de esta oblonga arma – herramienta, que tras una elipsis de ... ¿un millón de años?.... que en pantalla dura unos segundos, se transforma, por fundido encadenado, en las evoluciones de una estación espacial satélite de última tecnología.
Si bien como todo producto artístico, esta secuencia se presta para múltiples interpretaciones, voy a arriesgar una.
En ella encontramos escenificada la identidad clánica o totémica primitiva, que hoy sigue vigente, por ejemplo, a través de la identificación de las personas con su religión, su pertenencia nacional, o ambas. También la disputa por un recurso estratégico, central para la existencia misma de la especie, la comunidad, el individuo. En este caso, se trata nada menos que del agua. Además, el uso de la violencia grupal, simbólica, y física, llegando hasta el asesinato, para resolver la disputa. Es lo que modernamente conocemos como guerra. Finamente, un dato no menor: el uso de la superioridad tecnológica (la metáfora del hueso – arma mutando en estación espacial es harto contundente) por parte de quien la descubre, desarrolla y posee, para dirimir el conflicto.
Podemos encontrar todos estos elementos si auscultamos el trasfondo de la escalada mediática y política que se está llevando adelante para preparar el bombardeo y posterior ocupación del estado islámico de Irán. Prolegómenos de una guerra generalizada en medio oriente que obligará a definir nuevos sistemas de alianzas a los actores fundamentales del sistema político internacional, y por propiedad transitiva, al resto de los actores, incluyendo los estados nación, las empresas multinacionales, los organismos multilaterales, las ongs y la opinión pública planetaria.
La simbiosis de tecnología y violencia la visualizamos en el despliegue que realiza la mayor potencia bélica de las historia humana en la segunda Guerra del Golfo.
Las “identidades totémicas” las encontramos definidas, en términos ideológicos, por lo que en occidente se ha dado en llamar, por parte de los intelectuales de la nueva derecha, como “el choque de las civilizaciones”. Una arquitectura ideológica armada para demostrar la primacía de la versión, profundamente parcializada, que tienen los epígonos del capitalismo sobre lo que es la tradición cultural de occidente, por sobre el resto de las tradiciones culturales, particularmente la árabe musulmana.
Como su contracara y/o espejo, la “guerra santa” declarada por los sectores musulmanes denominados “fundamentalistas”, que en sus distintas variantes ofrecen también una versión parcializada, particularmente sectaria y autoritaria, del rico y complejo mundo cultural de la tradición árabe musulmana.
Ambas corrientes estuvieron unidas durante la tercera guerra mundial: la “guerra fría”, para combatir al nacionalismo árabe, o pan arabismo, ideología laica y progresista, hegemónica en medio oriente desde fines de la década del cuarenta hasta la “revolución” iraní de los ayatolah. El panarabismo, si bien nunca se definió como marxista, sino como “socialismo árabe”, se apoyó en la desaparecida Unión Soviética por razones de orden geopolítico, y por una cierta afinidad en términos culturales: la burocratizada y anquilosada primer “república de los trabajadores” profesaba como discurso la democracia participativa, la reformas sociales y la lucha contra el colonialismo, en consonancia con la tradición intelectual del pensamiento progresista occidental, del cual se alimentaban, al menos en parte, los movimientos de liberación del antaño llamado “tercer mundo”.
El ejemplo más claro, y patético, de este acuerdo entre quienes hoy se declaran enemigos irreconciliables, es la guerra de Afganistán. A principios de la década del ’70 llega al poder en ese país un gobierno claramente progresista, que intenta llevar adelante una profunda modernización del país: reforma agraria, igualdad de derechos entre mujeres y hombres, eliminación del analfabetismo, política exterior autónoma de las potencias occidentales. Por razones geopolíticas, y una cierta comunión de valores, cuenta con el apoyo de la URSS.
Inmediatamente se alzan los grupos fundamentalistas islámicos para intentar derrocar al gobierno. Son asistidos, entre bambalinas, por los Estados Unidos. Los soviéticos, que consideran a Afganistán su “área de influencia natural”, cual los norteamericanos al mar Caribe, prestan su apoyo al asediado gobierno progresista. Infantes y tanques rusos cruzan la frontera. Los fundamentalistas organizan guerrillas en las montañas, siguiendo la larga tradición de resistencia afgana, lanzando una “guerra nacional” contra la ocupación moscovita.
La Central de Inteligencia Americana (CIA) entre otros organismos, financia, entrena y provee logística a estas fuerzas guerrilleras, que tienen sus santuarios en el norte de Pakistán. Cualquiera que quiera conocer la versión norteamericana del conflicto, no tiene más que buscar en algún canal de cable, o en el video club de su barrio, la película “Rambo IV”. El inefable personaje de Silvester Stallone, un ex “boina verde”, veterano de Vietnam, incomprendido por los “mano blanda” demócratas que concilian con el comunismo, en este episodio presta su ayuda moral, material y combatiente a la “resistencia afgana”, matando soldados del ejército rojo a mansalva...
Esa resistencia islámica, que mezcla una versión maniquea y fanática del Islam con el nacionalismo afgano, se hallaba integrada, entre otras fuerzas, por un grupo de jóvenes dirigentes que habían comenzado su formación intelectual en las escuelas de la “revolución” iraní: se trata de los Talibanes. Otro personaje influyente, niño mimando de la CIA y el Pentágono, era un joven saudí de familia petrolera: Osama Bin Laden.
Pues bien. La Unión Soviética implotó en 1989. China es hoy la potencia capitalista emergente, bajo la dirección política de un Partido Comunista que, de esa ideología, sólo conserva el nombre. La mayoría de los Movimientos de Liberación del Tercer Mundo, o fueron derrotados, o subsisten aplicando las políticas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El progresismo y la izquierda occidentales no encuentran cobijo en sus partidos tradicionales, ni tampoco una brújula para orientarse, como la gran mayoría de las corrientes críticas a escala planetaria.
Pero Francis Fukuyama se equivocó. A pesar de todo, la historia continúa. La vuelta de rosca del sistema imperial capitalista que se ha denominado “globalización”, basada en un salto tecnológico exponencial, la primacía del capital financiero transnacional, los sistemas de comunicación y una homogeneización cultural sin precedentes, va por lo que necesita de los países de la periferia en esta nueva organización de la división internacional del trabajo: recursos naturales y mano de obra esclava.
Si la coalición de ciudades estado griegas libró la guerra de Troya para controlar el comercio del Peloponeso y Asia Menor, Los Estados Unidos, a la cabeza de una probable coalición de potencias europea occidentales, va a generalizar la guerra medioriental, hoy acotada a Irak y la Franja de Gaza, a toda la región, para tratar de quedarse con el control del petróleo, todavía hoy la fuente de energía fundamental para el capitalismo post industrial. Al menos, hasta que se encuentre y desarrolle otra mejor, o más útil a este modo de producción.
Cabe un agregado al análisis. Las motivaciones particulares de la actual administración de los Estados Unidos para apostar a una guerra de resultado incierto no son sólo económico estratégicas. Las consideraciones ideológicas y de política doméstica son también de primer orden.
Como ha señalado el historiador británico Eric Hoswabn, los neoconservadores, particularmente los norteamericanos, profesan un proyecto ideológico político que consideran la salvación de la humanidad, y están dispuestos a reformar el mundo para imponerlo, usando las dos herramientas de la política: la diplomacia y la guerra. Con una fuerte inclinación por esta última. Además, la administración Bush se encuentra en su nivel más bajo de popularidad, producto del pantano de la guerra de Irak, la ineptitud del manejo de la catástrofe natural del huracán Katrina, y los escándalos de corrupción en su entorno. Nada mejor que “fugar hacia delante” profundizando la escalada bélica. Una guerra fomenta la unidad nacional y el fervor patriótico, acalla a los opositores y facilita la concentración de poder en el ejecutivo.
Ahora bien. Este probable escenario plantea dilemas a Rusia, China, la India, y, de alguna forma, al complejo político económico que constituye la Unión Europea.
Rusia no puede permitir el protagonismo militar extranjero en una zona que ya desde la época de los zares esta potencia considera su área de interés. Además, es un gran productor de petróleo y gas, como Irán, y además, su presidente, Vladimir Putin, está delineando una política exterior de recuperación del protagonismo internacional de su país, apelando a la posesión de un recurso estratégico, y de su anquilosado, aunque todavía efectivo, arsenal de ojivas nucleares. Y su asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Nada más, nada menos.
China depende del petróleo iraní, y de todo aquel país que pueda proveerlo de recursos energéticos. Calificada por muchos analistas como la potencia del siglo XXI, no se puede permitir el control directo por parte de una potencia competidora de la región productora de “oro negro”. Necesita sostener al régimen de los ayatolah, o a cualquier otro que sea autónomo, y le garantice abastecimiento. Agreguemos que también tiene su banca permanente en el Consejo de Seguridad, y sus ojivas nucleares a buen recaudo. Además de ser el país más poblado del mundo.
En una situación similar se encuentra la India, con el agravante de que un sector importante de su población profesa el Islam como religión. No cuenta con asiento permanente en el Consejo de Seguridad. Pero es una de las economías emergentes del siglo XXI, posee 500 millones de habitantes..... y proyectiles nucleares.
La Unión Europea se encuentra en una encrucijada. Un análisis lúcido de sus intereses estratégicos aconseja que se mantenga apartada de cualquier aventura, por dos razones. No resulta matemático que los Estados Unidos, a pesar de su formidable potencia bélica, pueda vencer netamente a Irán. La situación de Irak es un botón de muestra, que apunta a la prudencia. Por otro lado, están geográficamente muy cerca de medio oriente, y poseen una numerosa población inmigrante de origen árabe, muchos de ellos de religión musulmana, en general moderados.
Por otro lado, la “nueva derecha” europea, emparentada con la norteamericana, se ha sumado a la cruzada internacional imperialista incentivado los sentimientos xenófobos de los europeos, quienes se encuentran en un estado de “psicosis” colectiva, que obedece a múltiples explicaciones, pero de las cuales me interesa resaltar tres.
Una, el estado de fragilidad psicológica en que ha sido puesta gran parte de la población de Europa occidental a partir del desmantelamiento del estado de bienestar construido por las fuerzas progresistas luego de la derrota del fascismo, al fin de la segunda guerra. La liquidación del pleno empleo, la seguridad social y médica, el acceso a la vivienda digna, llevadas a cabo por gobiernos neoliberales de distinto signo partidario, son el caldo de cultivo de la violencia e inseguridad urbana que se vive en cualquier ciudad de mediana importancia en ese continente.
Dos, el derrumbe ideológico, doctrinario y cultural de las fuerzas progresivas que protagonizaron, tanto la lucha y la derrota del fascismo, como la democratización económica, social y cultural del continente. El progresismo y la izquierda europea son la sombra de lo que fueran, y las fuerzas que encarnan una renovación de la tradición intelectual cultural y crítica no alcanzan a tener el protagonismo suficiente, hasta ahora, para cambiar el curso de los acontecimientos.
Tres, el factor de la gestión biopolítica de la sociedad. En una serie de clases dictadas por Michel Foucault en su cátedra de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París durante 1979, que han sido compiladas y publicadas en castellano bajo el nombre de “Genealogía del Racismo”, este brillante pensador francés arriba a ciertas conclusiones sobre este fenómeno.
No podemos desarrollar todos sus fundamentos en un artículo periodístico, pero sí podemos señalar lo que Foucault sostiene es que el Estado Moderno se hace cargo de la gestión de la vida social. El poder del soberano ya no se define por la facultad de quitar la vida, sino de administrarla. Pero si el principio de la soberanía se funda en el monopolio de la violencia por parte del estado, es decir, en la facultad de quitar la vida, con la gestión biopolítica, ¿adonde parar este principio?. Foucault (se) responde: este principio rige ahora para el extranjero, el otro étnico cultural, sobre el cual se tiene derecho de señorío, de vida y de muerte. Este es el fundamento ideológico del colonialismo moderno.
Y continúa dando como ejemplo de este corolario al estado que aplicó la gestión biopolítica llevándola hasta sus últimas consecuencias: la Alemania Nacional Socialista. Señala que su política de “higienización” procediendo al exterminio metódico y sistemático de judíos, eslavos, gitanos, todo tipo de opositor político, discapacitados, y cualesquiera que fuera considerado “anormal”, está en perfecta línea con el afán de dominio a escala continental y planetaria.
“El nazismo sólo llevó su paroxismo el juego entre el derecho soberano de matar y los mecanismos del biopoder. Pero este juego está inscrito efectivamente en el funcionamiento de todos los Estados, de todos los Estados modernos, de todos los Estados capitalistas. Y no sólo de estos”. (Michel Foucault, Genealogía del Racismo, Editorial Altamira, Rep. Argentina, 1996, página 211).
Tanto en Europa como en los Estados Unidos han resurgido corrientes profundamente antidemocráticas que afirman la supremacía étnica cultural de la raza blanca. Sería larga la lista de grupos y partidos de extrema derecha que en el viejo continente han adquirido un serio peso electoral. George Bush conquistó la mayoría interna dentro del Partido Republicano apoyándose en la extrema derecha religiosa estadounidense y los sectores de clase media autodenominados WASP (siglas en inglés de Blanco, Anglosajón, y de religión Protestante), que no se resigna al avance de los derechos civiles de las minorías, particularmente las afroamericanas y latinoamericanas, cada vez con más peso demográfico, económico y cultural en la geografía norteamericana.
Y es que con la violación masiva de los derechos humanos llevada adelante en múltiples países en nombre de la “guerra contra el terrorismo”, cuyo símbolo máximo es la prisión de Guantánamo, que las Naciones Unidas han conminado a desmantelar, la nueva derecha conservadora en lo político cultural, neoliberal en lo económico, y filofascista en lo militar, libra dos batallas, una hacia el exterior de los países desarrollados, y otra interna, contra sus propios ciudadanos disidentes. De ahí la necesidad de permanentes normas de excepción para restringir los derechos civiles.
Es que una auténtica democracia no puede sobrevivir a la conformación de un sistema imperial sin pervertirse a sí misma. Al menos, no existen ejemplos históricos que demuestren que esto sea así. Pero desde los romanos sabemos que la República siempre ha fenecido de la mano del Imperio.
*Agencia Periodística de Mercosur


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