Interpretaciones convencionales del Imperio

El análisis del imperialismo contemporáneo se ha renovado con distintos enfoques. Pero los aportes de las teorías convencionales son en algunos casos limitados y en otros irrelevantes. Las interpretaciones dominantes incluyen diversas posturas de apologistas, propulsores, justificadores y críticos.

LOS REIVINDICADORES

Las cruzadas militaristas que introdujo Bush en la última década alimentaron el predicamento de los teóricos neoconservadores, que realzan las virtudes civilizatorias de cualquier invasión imperial. Algunos exponentes de esta visión reaccionaria -como, Kaplan, Ignatieff e Ikenberry- presentaron esas misiones, como mecanismos de pacificación mundial o instrumentos de la prosperidad económica3.

Estas caracterizaciones equipararon las expediciones norteamericanas al Medio Oriente, con la obra constructiva desarrollada por Roma al comienzo del primer milenio. También compararon su efecto con la expansión internacional de la modernidad, que llevó a cabo Gran Bretaña durante el siglo XIX.

En la misma línea de reflexión, otros autores (Kristol, Kagan,) realzaron la labor cumplida por las tropas estadounidenses en la difusión de los valores de Occidente. Ensalzaron especialmente el impacto positivo de esta acción, en sociedades sometidas al totalitarismo político, o carentes de pujanza mercantil. Alabaron sin eufemismos la función benévola del imperio para liberar a esas regiones del primitivismo4.

Estas concepciones florecieron durante el período de mayor soberbia unipolar de Bush. Cada brutalidad militar de los marines era exaltada como un aporte invalorable al género humano.

El primer fundamento de esta visión es el simple hegemonismo. Considera que Estados Unidos es una hiperpotencia militar, que debe recordar al resto del mundo quién maneja la fuerza. Entiende que sólo esa exhibición bélica le otorga sentido al manejo de la mitad del gasto mundial de armamentos. Esta apología de la supremacía coercitiva incluye la reivindicación de todas las agresiones necesarias, para reafirmar el poder norteamericano.

Las conexiones de estos planteos con los intereses del complejo militar-industrial norteamericano son evidentes. La intención es utilizar, además, los recursos del Pentágono para contrapesar las dificultades económicas de Estados Unidos. La estrategia de militarizar los conflictos presupone que una ventaja bélica sólo pesa en el escenario geopolítico, si atemoriza en forma permanente a toda la comunidad mundial.

Algunos teóricos de este intervencionismo retoman las viejas justificaciones de la acción imperial como actos de ordenamiento internacional, impuestos por la inmadurez de los países subdesarrollados. Estas naciones amenazan la estabilidad por la simple perdurabilidad de su atraso. Son estados pre-modernos (Bolivia, Colombia, países de África, Afganistán), que generan amenazas contra sus pares pos-modernos (democracias occidentales) y afectan el despertar de los emergentes (India, China)5.

Se plantea neutralizar ese peligro con actos de fuerza, que adopten la forma de un “imperialismo voluntario”, para erradicar las amenazas que genera la continuidad del primitivismo. Esta acción debe inducir nuevas limitaciones al principio de autodeterminación nacional y permitir la constitución de protectorados regidos por la ONU. La invasión a Irak fue justamente presentada como un ejemplo de estos correctivos.

Las familiaridades de estas teorías con el colonialismo clásico saltan a la vista. Simplemente se actualiza el lenguaje, para evitar los términos que la hipocresía diplomática ha ubicado en el casillero de lo políticamente incorrecto. No se habla con desprecio de los indios, los negros o los árabes, sino de “poblaciones inmaduras” y en lugar de estigmatizar a los salvajes, se transmite pena por los conglomerados pre-modernos. Con excepción de estas diferencias decorativas, el planteo repite todos los lugares comunes de cualquier convocatoria imperial.

Los defensores contemporáneos del hegemonismo buscan nuevos argumentos para sostener su denigración de los pueblos invadidos. Recurren a la teoría del “choque de civilizaciones” que formuló Huntington para describir, por ejemplo, la intrínseca incapacidad de progreso que afecta al mundo árabe. De este diagnóstico deducen la necesidad de un auxilio modernizador de Occidente6

Estas versiones del hegemonismo han perdido su parentesco inicial con las justificaciones, que en el pasado se postulaban para explicar la conveniencia de cierta supremacía. Se resaltaba especialmente la función disuasiva de las grandes potencias (Carr y Aron). Este argumento -que identificaba la estabilidad geopolítica con alguna primacía imperial- fue utilizado posteriormente, para subrayar la importancia del liderazgo norteamericano, como antídoto de la crisis económica (Kindleberger, Gilpin).

Pero este tipo de aprobaciones del intervencionismo, no constituye el único fundamento del belicismo estadounidense. Existe también un argumento realista, basado en las concepciones tradicionales de los consejeros del Departamento de Estado (Brezinzki, Kissigner, Albright). En este caso, identifican cada movimiento imperial, con algún posicionamiento en el ajedrez geopolítico internacional.

Ese enfoque no se interesa tanto por los argumentos de cada invasión, sino que destaca su simple funcionalidad para asegurar la supremacía global. Es una visión basada en la indiferencia moral, que presta muy poca atención a las motivaciones de cada agresión. Sólo resalta la importancia de ganar nuevas posiciones en un escenario inexorablemente cruento, para mejorar la preparación ante las batallas del futuro.

La implementación de esta “realpolitik” exige impunidad total para los diplomáticos y militares. Nadie debe cuestionar sus acciones, ni exigir explicaciones de sus actos. Cuando estas interpelaciones abundan, el realismo pierde efectividad y debe incorporar razonamientos, pretextos o justificaciones para implementar la política imperialista.

Los hegemonistas y los realistas comparten la reivindicación descarada de la fuerza. Esta defensa los conduce al aval de guerras infinitas, sin límites definidos o escrúpulos jurídicos. Este enfoque es visible en las doctrinas recientes del Pentágono, que quebrantan las viejas restricciones de la “guerra justa”. Ya no contemplan proporcionalidad de la respuesta bélica, ni recurren a los viejos objetivos precisos de cada operación (rendición del rival, domesticar a los indígenas, organizar el comercio, garantizar la supremacía naval). En las cruzadas actuales contra el narcotráfico o el terrorismo estos propósitos y limitaciones están borrados.

Se busca potenciar el miedo, a través de incursiones que rompen las fronteras de la auto-contención. A veces no se identifica ningún estado o adversario nítido y la amenaza alegada es ubicua. En cada momento se puede definir un nuevo enemigo para propinarle un ataque preventivo. En este tipo de guerras infinitamente elásticas, el imperio busca golpear para demostrar poder.

Este despliegue retrata intenciones hobbesianas de ejercer la coerción en forma irrestricta, con prácticas de violencia adaptadas a las necesidades inmediatas de la supremacía norteamericana. Los nazis recurrían al genocidio y el Pentágono utiliza periódicamente las guerras irrestrictas.

Los rasgos genocidas que asume cada nueva invasión son consecuencia de esta compulsión a una agresión perpetua, que combina propósitos globales (compartidos por los socios del imperio) y objetivos específicos de Estados Unidos.

LOS PROPULSORES

La llegada de Obama a la presidencia atenuó la euforia imperial, diluyó los exabruptos y redujo la impudicia belicista, pero no alteró la defensa oficial de las misiones del Pentágono. Los estrategas tradicionales han recuperado el manejo de la política exterior, utilizan un lenguaje sobrio y preservan los códigos de la diplomacia, frente a la actitud de matón que adoptaron los neoconservadores. Pero este cambio de actitud no modifica el ejercicio coercitivo de la dominación imperial.

En este nuevo clima han recobrado preeminencia las justificaciones liberales, que disfrazan el militarismo con mensajes benevolentes. La justificación de la intervención norteamericana en la periferia retoma los mitos paternalistas, que presentan estas acciones como actos de protección de un hermano mayor, sobre las desguarnecidas sociedades subdesarrolladas.

A diferencia de los apologistas corrientes, los liberales objetan los excesos y reconocen los fracasos de las acciones imperiales. Son muy críticos de las aventuras de Bush, exigieron un retorno a la gestión multilateral, cuestionan la conducta de las tropas norteamericanas en Medio Oriente y resaltan el escaso complemento civil de esas operaciones. Alertan, además, contra las consecuencias de la expansión militar excesiva y objetan el reducido auto-financiamiento del belicismo estadounidense7.

Esta mirada justifica las invasiones imperialistas con argumentos humanitarios. Destaca el socorro de los pueblos sojuzgados y el auxilio de las minorías perseguidas por los tiranos. Con ese planteo se aprobó, por ejemplo, la ocupación de Irak y Afganistán o el ingreso de los Cascos Azules en Kosovo y Bosnia.

Pero esos pretextos son tan arcaicos como el propio imperialismo. Sólo ofrecen una actualización a los viejos engaños coloniales. Ya no se menciona a los nativos, ni a sus salvadores de tez blanca. Pero el desembarco de las tropas, alegando el rescate de los pueblos desamparados no ha cambiado. Los imperialistas renuevan el libreto que utilizaban los ingleses para ocupar la India o que presentaban los alemanes para ingresar en Checoslovaquia. Una variante de ese relato expusieron los norteamericanos para auxiliar a Kuwait.

Las intervenciones humanitarias actuales son invariablemente precedidas de campañas mediáticas, destinadas a divulgar los padecimientos de cierto pueblo. En estas presentaciones nunca faltan las denuncias de limpieza étnica (Kosovo), persecución religiosa (Afganistán) o torturas a los opositores (Irak). Se transmite una sensación de urgencia, para que los marines detengan cuanto antes el derramamiento de sangre.

Pero esta sensibilidad hacia los pueblos más sufridos desaparece súbitamente luego de la ocupación, cuándo las tropas imperiales se encargan de continuar las masacres contra las mismas (u otras) víctimas. En todos los casos se oculta la naturaleza selectiva de las intervenciones extranjeras y el interés geopolítico, económico o militar que determina cada acción.

Los derechos humanos vulnerados en Irak, Yugoslavia, Somalia o Sierra Leona suscitan gran indignación, pero su violación en Turquía, Colombia o Israel es totalmente ignorada. Los “auxilios humanitarios” ocupan la primera plana cuando están referidos a regiones con petróleo o diamantes, pero pierden relevancia cuando involucran zonas sin grandes recursos. En esas áreas la opresión de las minorías, las mujeres o la juventud es totalmente omitida.

Este tipo de intervenciones cobró fuerza desde el fin de la guerra fría ante la desaparición del “peligro comunista”, que justificaba todos los despliegues del Pentágono. Los genocidios étnicos (Ruanda), los terremotos (Haití) y las hambrunas conforman las nuevas motivaciones alegadas para ingresar en los territorios ambicionados.

En todos los casos los derechos humanos son el bien supremo a custodiar. Cuando las evidencias de las atrocidades ya han sido propagadas, basta con una foto de la tragedia para enaltecer la llegada del ejército liberador. Pero los crímenes punibles están rigurosamente encasillados. Siempre afectan a los países de África, Asia o América Latina.

Los tribunales internacionales dependen de un mandato de Naciones Unidas, que bloquea cualquier causa contra los responsables de las grandes masacres contemporáneas. Se puede juzgar a Milosevic por los asesinatos en Serbia, pero no a Bush por la destrucción de Irak o a Kissinger por las matanzas de Vietnam. Los artífices de la acción imperial actúan como amos del universo y guardianes de la moral. Se auto-atribuyen el derecho a regir la vida del planeta y a comportarse como salvadores de la humanidad.

Un fundamento de estas intervenciones es la teoría pluralista (Nye, Keohane), que asocia la estabilidad con el predominio de una legislación mundial concertada. Se percibe a este sustento, como la fuente de legitimidad para cualquier acción militar global. Se supone que ese cimiento contrarresta las fragilidades de los distintos estados nacionales8.

Esta visión tuvo primacía durante la gestión de Carter y fue muy utilizada por Clinton, para identificar la globalización con una nueva modalidad de gobernabilidad mundial. Ha sido tradicionalmente defendida por los popes de la política exterior, que argumentan a favor de un poder global manejado por una sociedad de Estados Unidos con las potencias occidentales (Kissinger) 9.

Este enfoque cuestiona las adversidades que genera el hegemonismo y cuenta con el visto bueno del establishment, especialmente en los períodos de crisis del unilateralismo. En los hechos, las dos concepciones han ejercido una influencia pendular sobre la elite norteamericana. La primera teoría cobra importancia, cuando resulta necesario golpear los tambores de la guerra y la segunda visión gana terreno, cuando se requiere administrar una pacificación armada.

La opción por una u otra alternativa nunca está determinada por criterios normativos. Son cursos de acción seleccionados por su aptitud para reforzar la supremacía imperial. Las contradicciones de esta acción imponen una oscilación entre ambos polos, que se refleja en el predominio variable de guerras hegemónicas y globales.

JUSTIFICADORES

Existe una corriente de autores que aprueba el intervencionismo imperialista con argumentos legalistas. Resalta especialmente la necesidad de auxiliar a los pequeños países, recurriendo a nuevas normas del derecho internacional. Afirman que el salto registrado en la interconexión mundial torna obsoletos los viejos principios de soberanía nacional. Interpretan que la legitimidad de cada guerra se asienta actualmente en criterios universales de justicia y ya no en violaciones fronterizas. Esta fundamentación fue muy utilizada para validar el ingreso de tropas extranjeras en los Balcanes y el Golfo, con el visto bueno de la ONU.

Estos planteos destacan que el avance de la mundialización anuló (o por lo menos restringió), el viejo derecho de cada estado a gobernar un territorio delimitado. Consideran que en la actualidad rige una internacionalización de todas las decisiones políticas y militares de envergadura. Proponen alcanzar un nuevo consenso para administrar el planeta, mediante acuerdos negociados en los organismos globales10.

Pero nunca se explica por qué razón estos principios son aplicados en forma tan desigual. Las grandes potencias ejercen un descarado monopolio, a la hora de resolver como se instrumentan los criterios de extinción de la soberanía. Recurren al socorro de los más débiles, mediante un ejercicio discrecional de la justicia por parte del más fuerte.

Algunos autores afirman que ciertas acciones militares son indispensables, para consolidar el desarrollo de una sociedad civil progresivamente mundial. Estiman que esas incursiones extienden el radio de la modernidad y forjan -en el ámbito de las Naciones Unidas- los nuevos espacios de la democracia post-nacional. Sostienen que el sistema económico se ha globalizado, pero carece aún de correlato político equivalente. Consideran que el declive del estado-nación justifica la internacionalización de las decisiones militares, en la medida que promueve las ventajas del universalismo frente los resabios del particularismo11.

Pero estas caracterizaciones identifican la globalización con una era de paz, que sólo existen en la imaginación de los justificadores. Omiten la estrecha relación de este período con el agravamiento de las desigualdades sociales y nacionales y con el creciente despojo de las poblaciones más desfavorecidas..

Esta dramática realidad es encubierta con elogios a una ciudadanía cosmopolita, que adoptaría posturas progresistas junto a la construcción de una nueva “sociedad civil global”. Pero nunca se define con nitidez, quiénes son los integrantes de este último conglomerado. A diferencia de su contraparte nacional, esa entidad no puede aglutinar a los actores políticos diferenciados del estado, puesto que no existe un órgano de este tipo a nivel global. Esta ausencia de referente estatal torna muy difusas todas las nociones referidas a la opinión pública mundial.

Pero el principal inconveniente del concepto “sociedad civil global” es su total omisión de la naturaleza clasista de la sociedad. En cualquiera de sus dimensiones geográficas, esa entidad constituye bajo el capitalismo, un ámbito de dominación de los explotadores. El control político, militar, institucional que las clases opresoras ejercen a través del estado, prolonga la supremacía que detentan en la sociedad. El uso del aditivo “civil” simplemente oscurece este hecho.

La presentación de las intervenciones imperiales como ejemplos de “primacía del derecho internacional” tiene numerosos abogados. Algunos elogian las tesis kantianas que reivindican la supremacía de la ley en las relaciones interestatales, contra las visiones hobbesiana que avalan el imperio de la fuerza.

Estos enfoques realzan la utilidad del derecho internacional para regular el uso policial de la fuerza, a medida que se perfecciona una Constitución de alcance planetario. Esta norma permitiría asegurar la paz y erradicar el suicidio colectivo de la guerra, que perpetúa la continuidad de las rivalidades fronterizas. Con este razonamiento se justifica la sustitución del principio de no intervención por criterios de acción humanitaria administrados por la ONU12.

Pero cualquier balance de esas intervenciones refuta el universalismo abstracto de esa teoría. El orden internacional está regido por reglas que fijan las potencias imperialistas. Estas normas son despóticas y encubren con disfraces jurídicos la estructura totalitaria vigente. Los dominadores manejan la violencia en función de los intereses de las clases capitalistas, mientras sus voceros propagan convocatorias al altruismo y a la primacía de la moral.

El carácter manifiestamente fantasioso de estos razonamientos limita frecuentemente el alcance de las propuestas basadas en el derecho internacional. Ciertos analistas estiman, por ejemplo, que el ideal pacifista constituye tan sólo un objetivo de largo plazo. Consideran que esa meta forma parte de un proceso imperfecto de globalización, cuya maduración exigirá la democratización previa de los organismos internacionales. Este avance implicaría, a su vez, el otorgamiento de mayores poderes a la asamblea general de la ONU, en desmedro de las atribuciones de veto que monopoliza el Consejo de Seguridad. Para implementar las decisiones de esa renovada institución, entienden necesario conformar una fuerza militar independiente13.

Este enfoque considera que el humanismo militar tendrá legitimidad, cuando la asamblea de la ONU alumbre un real parlamento de ciudadanos. También pondera los pasos intermedios que ya se han consumado en materia jurídica, para lograr esa meta (como las Cortes Internacionales de Justicia). Estima que en forma paulatina la democracia planetaria global comenzaría a despuntar, dejando atrás las desigualdades que imperan en el planeta14.

Pero es evidente que las instituciones globales solo han servido hasta ahora para ratificar el poderío imperial y la hegemonía militar de Estados Unidos. El orden vigente se perfecciona en la actualidad, mediante las tratativas secretas que desenvuelven las potencias en los ámbitos muy restringidos. No existe el menor indicio de un cambio de ese status opresivo. Es una ingenuidad suponer que esos principios -dictados por la capacidad económica, política y bélica de cada contendiente- serán sustituidos por criterios de respeto y consideración.

La democratización de los organismos internacionales es un objetivo inalcanzable bajo el capitalismo actual. Las instituciones de este sistema reflejan las desigualdades nacionales y sociales imperantes. Hay una dictadura del Consejo de Seguridad para viabilizar el poder asociado que ejercen las potencias gobernantes del planeta. Los cambios que se registran en los organismos mundiales preservan estos pilares.

Ciertamente pueden consumarse algunos pasos hacia la democratización de las Naciones Unidas, partiendo del foro que ofrece esa institución. Pero esas modificaciones serán efímeras, si no se remueve el poder imperialista que controla las decisiones de ese organismo.

CRÍTICOS

El brutal expansionismo de la última década, la sangría de Medio Oriente y la chocante reivindicación imperial de los neo-conservadores han desatado reacciones críticas, que desbordan el patrón liberal. Estos cuestionamientos no objetan sólo la oportunidad de las invasiones o sus excesos, sino también el propio accionar del imperialismo. Tal como ocurrió en la época de Vietnam, estos rechazos son promovidos por ciertos soportes tradicionales de la política exterior.

Algunos ex funcionarios han quedado conmocionados por la barbarie imperial y proponen medidas radicales para contener esa degradación. Postulan el retiro inmediato de Irak, el cierre de las bases militares y la anulación de los privilegios extraterritoriales de las tropas estadounidenses. También proponen introducir un férreo control democrático de los servicios secretos e ilegalizar las armas más peligrosas.

Este enfoque considera que el imperialismo es una desgracia. Ha corroído la vida norteamericana durante el siglo XX y conduce al declive del país. Destruye las tradiciones democráticas y conduce a la instalación de formas dictatoriales. Postulan detener esta involución eliminando paulatinamente la estructura imperial, mediante un camino que conduzca a repetir el curso seguido por el precedente británico15.

Pero esta solución omite que Inglaterra no se deshizo voluntariamente de sus posesiones de ultramar. Fue obligada a abandonar esos territorios por el debilitamiento sufrido durante la Segunda Guerra y por la sucesión de derrotas padecidas frente a la resistencia anticolonial.

Gran Bretaña pudo procesar su repliegue -sin renunciar por completo al intervencionismo externo- por la asociación gestada con un sustituto norteamericano, que actualmente no cuenta con esa opción. La reiteración del camino inglés choca, además, con el novedoso rol de superpotencia protectora del capitalismo global, que ejerce el Pentágono. Esta función dificulta su abandono de la primera escena.

Otros críticos con larga trayectoria en la historiografía conservadora (y experiencia personal en la actividad militar), consideran que el expansionismo imperial conduce a la auto-destrucción. Estiman que las invasiones de los últimos años han enredado a Estados Unidos en una madeja de incontrolable belicismo. Este tejido genera enemigos desde la propia estructura militar (como lo prueba el caso de los talibanes) y destruye el espíritu de progreso que forjó a la nación16.

Pero ese militarismo no es tan sólo culpa de las últimas administraciones. Expresa necesidades económicas y políticas de las clases dominantes, que no pueden revertirse con simples advertencias. La política imperial norteamericana está determinada por el lugar que ocupa el país en el orden capitalista mundial. Este rol tiende a reciclarse por las ganancias que obtienen las elites estadounidenses. Estas clases dominantes lucran con los privilegios que genera el manejo de los resortes militares del planeta. Desde ese lugar pueden ejercer un chantaje mayúsculo sobre cualquier enemigo, rival o adversario.

Algunos analistas cuestionan la existencia de estas ventajas y subrayan las consecuencias negativas de cargar con responsabilidades imperiales. Entienden que esos efectos pesan en el plano económico (menor productividad) y político (creciente desprestigio). Señalan, además, que la renuncia a esas prerrogativas resultaría ampliamente conveniente17.

Pero esta deducción es tan abstracta como engañosa. Estados Unidos no sólo cumple un rol objetivamente dominante en el escenario mundial, sino que además usufructúa de esa supremacía. No es muy sensato suponer que ejercita esa función por una compulsión indeseada. El Pentágono y el Departamento de Estado actúan cotidianamente a favor de las empresas norteamericanas y custodian los beneficios que genera esa dominación.

La acción imperial es una necesidad y no una opción del sistema imperante. Estados Unidos cumple este rol para asegurar la reproducción del capitalismo y facilitar la primacía de sus propios intereses. Al igual que sus antecesores, el imperialismo contemporáneo necesita recrearse a través de la guerra. Lo que ha cambiado son los destinatarios y las formas de ese desenvolvimiento bélico. Las sangrientas confrontaciones entre las grandes potencias han quedado sustituidas por devastadoras invasiones imperialistas, que coordina el mando norteamericano.

Estas intervenciones se suceden con cierta periodicidad, para restablecer un orden socavado por la propia opresión. Un sistema de explotación de los pueblos oprimidos genera turbulencias y exige contar con un ejército siempre disponible para controlar el petróleo, los minerales y las materias primas, en las zonas más calientes del planeta.

Como estas acciones incrementan la desigualdad, desintegran las estructuras económicas y pulverizan los sistemas políticos, cada acción imperial acrecienta la cuota usual de violencia. La magnitud de estos atropellos cambia en las distintas coyunturas, pero el belicismo es tan estructural, como la competencia por beneficios surgidos de la explotación.

MARXISTAS

Todas las teorías convencionales del imperialismo se inspiran en caracterizaciones que asocian el fenómeno con las ambiciones de poder. Este anhelo es emparentado, a su vez, con las conductas de monarcas o presidentes y con las rivalidades por ensanchar territorios para reforzar la dominación internacional.

Estas concepciones presentan al imperialismo como una acción geopolítica determinada por decisiones de caudillos, que actúan por impulsos nacionalistas y anhelos de primacía regional. El hecho imperial es identificado con la expansión de un ejército fuera de sus fronteras nacionales18.

En estas teorías, la dominación es ejercida por estados que inicialmente disputaban territorios o capacidad de tributación y luego entablaron rivalidades por el manejo de las colonias, el control del dinero y el acaparamiento de las finanzas. Se considera que estas confrontaciones tienden a perpetuarse, en la medida que el triunfo de un bando prepara la reacción del otro.

Estos enfoques destacan que la batalla imperial reaparece permanentemente, puesto que al estabilizar su hegemonía cada potencia victoriosa pone en marcha tendencias corrosivas. Estos procesos recrean las disputas, puesto que despiertan el apetitivo de revancha de los derrotados y la ambición de poder de los emergentes. El equilibrio perdura mientras persiste el temor creado por cierto liderazgo militar y se diluye cuando se verifica la posibilidad de un desafío. Estas secuencias tienden a repetirse a la largo de la historia, con la simple modificación de las jerarquías imperantes en cada orden global19.

Las concepciones marxistas se han desarrollado con presupuestos muy diferentes y en polémica sistemática con los enfoques convencionales. En lugar de interpretar al imperialismo contemporáneo como una prolongación de luchas eternas por el poder (entre individuos, déspotas, etnias o países) se asocia el fenómeno con tendencias de la acumulación capitalista a escala global. Con esta mirada se plantea una visión opuesta a las tesis de los apologistas, los propulsores, los justificadores y los críticos de la acción imperial.

Este abordaje es un legado de los marxistas clásicos, que a principio del siglo XX indagaron el belicismo de las grandes potencias en función de las presiones creadas por la competencia, el beneficio y la explotación. La dinámica del imperialismo es siempre estudiada a la luz del funcionamiento y la crisis del capitalismo. Se busca establecer una distinción cualitativa entre el imperialismo contemporáneo –gobernado por la lógica de la acumulación- y los imperios precedentes, guiados por impulsos a la expansión comercial o territorial.

El enfoque marxista considera que todas las peculiaridades del imperialismo actual expresan transformaciones equivalentes del capitalismo. Por esta razón la era clásica, el período de posguerra y la etapa neoliberal han modificado las modalidades del fenómeno. Con cada cambio en el proceso de acumulación se alteran las jerarquías geopolíticas vigentes y se modifican las formas de la dominación mundial. Pero esta interpretación compartida por todos los marxistas suscita también intensos debates, en torno a múltiples problemas.



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RESUMEN

Los aportes de las teorías convencionales al análisis del imperialismo contemporáneo son limitados. Las cruzadas militaristas de los neoconservadores realzan las virtudes civilizatorias de la invasión imperial. Son reivindicadas por los teóricos hegemonistas, que proponen recordar al mundo la gravitación del poder norteamericano. Otra tesis más realista defiende esta acción con planteos pragmáticos, pero sosteniendo la misma política hobbesiana.

Con Obama han recobrado preeminencia las justificaciones liberales que disfrazan el militarismo con mensajes benevolentes. Se retoman los mitos paternalistas y la acción humanitaria se ha convertido en la principal justificación imperial. Pero se oculta la naturaleza selectiva de las intervenciones y el doble patrón utilizado frente a los aliados y los adversarios. Predomina una argumentación pluralista, que busca argumentos de gobernabilidad mundial. Omite que en lugar de criterios normativos, siempre predominan las prioridades imperiales.

Las justificaciones legalistas del intervencionismo imperialista postulan la vigencia de un nuevo derecho internacional para proteger a los pequeños países. Pero no explica el continuado monopolio que ejercen las grandes potencias, en la administración de esas normas. No existe una “sociedad civil global” que regule esas acciones, sino que impera el derecho del más fuerte. El humanitarismo militar convalida el orden imperial.

El expansionismo ha desatado reacciones críticas que proponen desmantelar el imperio, siguiendo el precedente inglés. Pero esta secuencia choca con la protección norteamericana del capitalismo global. El belicismo no es una carga indeseada, sino una ventaja utilizada por las clases dominantes estadounidenses. Constituye una necesidad y no una opción del sistema.

En lugar de identificar al imperialismo con la ambición de poder, el enfoque marxista asocia el fenómeno con la acumulación capitalista a escala global. A partir de este presupuesto, existe un intenso debate al interior de esta escuela

claudiokatz1@gmail.com


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Claudio Katz

Economista, Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET (Argentina), Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda).

Sitio web personal: www.lahaine.org/katz


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