No soy un economista, ni un político de oficio, ni un gurú de la geopolítica. Soy solo un ciudadano que lee, observa y se pregunta: ¿por qué cada vez más gente habla del "declive" de Estados Unidos? Claro, se siguen viendo películas de Hollywood, usando iPhones y escuchando que el dólar es la moneda del mundo. Pero algo huele a podrido en el imperio, y no es solo por los opioides o los tiroteos masivos en las escuelas. Hay grietas más profundas, y China parece estar esperando con un martillo en la mano.
Empecemos por lo básico: la educación. Recuerdo que en los años 70, todos repetían que EE. UU. era la "tierra de las oportunidades". Hoy, las pruebas internacionales de aprendizaje muestran que los niños y jóvenes estadounidenses están estancados en matemáticas y ciencias, mientras los chinos, coreanos y hasta los estonios les pasan por encima. A nosotros, los latinoamericanos del "patio trasero", nos asombra que las escuelas de Detroit o Alabama parezcan sacadas de un documental de los años 70. Y no, no es solo un problema de presupuesto: es un problema de prioridades. Mientras en EE. UU. se discute si se debe enseñar teoría crítica de la raza, China gradúa a más ingenieros cada año que los estadounidenses en una década.
Pero la educación es solo el síntoma. El verdadero problema está en la economía. Sí, Wall Street sigue batiendo récords, ¿pero para quién? La clase media se ahoga: los salarios no suben, las fábricas se fueron a Asia, y comprar una casa parece un sueño para millennials con deudas estudiantiles. EE. UU. camina a convertirse en un país de baristas y repartidores de Amazon, mientras China fabrica desde teléfonos móviles hasta trenes bala. Y no me vengan con que "ellos roban tecnología": si los estadounidenses llevan décadas desmantelando su industria para buscar mano de obra barata en China, ¿qué esperaban?
Ahora hablemos de política, ese circo que entretiene y divide. ¿Recuerdan cuando los demócratas y republicanos al menos fingían trabajar juntos? Hoy, el Congreso parece un reality show donde se ganan puntos por bloquear al rival, aunque eso signifique dejar puentes colapsando y escuelas sin fondos. Mientras tanto, China planea en décadas, no en ciclos electorales. No digo que su modelo sea mejor; tienen serios problemas de derechos humanos, pero es innegable: su eficiencia le está comiendo el terreno a EE. UU.
Y luego está lo que no se ve. ¿Cómo competir con una nación que construye hospitales en 10 días, cuando el sistema de salud estadounidense es un laberinto de burocracia y bancarrotas? ¿O cuando millones de jóvenes prefieren doparse con fentanilo antes que pagar una deuda médica? Hasta en lo demográfico pierden los estadounidenses: China envejece, pero al menos intenta automatizarlo todo con robots e IA. Por otro lado, EE. UU. depende de migrantes para cuidar ancianos y cosechar alimentos, mientras Donald Trump los trata como terroristas y delincuentes.
Pero cuidado, esto no es un obituario. Estados Unidos sigue teniendo armas poderosas: universidades como Harvard y el MIT, emprendedores que revolucionan el mundo desde un garaje, y una cultura que seduce. El problema no es que hayan caído, sino que otros, sobre todo China, corren más rápido mientras los estadounidenses se tropiezan con sus propios fantasmas: racismo, armas, deshumanización, deuda y una obsesión por mirarse el ombligo.
¿Decadencia? Tal vez. Pero más que eso, es una crisis de identidad. ¿Quieren seguir siendo el país que pone un hombre en la Luna o el que discute si la Tierra es plana? ¿El que integra a migrantes talentosos o el que levanta muros? La respuesta no está en el Pentágono ni en Silicon Valley, sino en aulas abandonadas, en fábricas cerradas y en esa sensación incómoda de que su tan celebrado "sueño americano" se fue al exterior.
China no les ganará por misiles ni espionaje. Les ganará porque temen al cambio; su arrogancia y su incapacidad para mirar más allá de sus intereses inmediatos pueden convertirlos en lo que más temen: una potencia del ayer.