Hace poco una madre se llegó a mi residencia para solicitarme que la apoyase para trasladar a su hijo a la Isla de Margarita donde ella vive.
Mientras hacíamos los arreglos para la mudanza, entre las interrupciones de su hija para certificar su historia, ella describía las malas condiciones en las que se encontraba su hijo de 17 años. Pudiéramos resumir dicha situación con una palabra: “Abandono”.
A Manuel lo conozco hace casi un año, poco después de que una bala cercenara sus esperanzas dejándolo con una tetraplejia irreversible. El chico se aferra a la idea de volver a caminar pero yo creo que no alcanzará su deseo. No se trata de que la cura de la lesión medular no llegue sino de que sus condiciones de vida no le permitirán sobrevivir hasta ese momento. No quisiera decir esto pero es la triste realidad.
Manuel era un estudiante de bachillerato perteneciente a un barrio pobre de Anaco. Quizá no hubiera terminado sus estudios de secundaria pero se abriría paso por la vida como cualquier otro muchacho de su entorno; aprendiendo un oficio o no aprendiendo ninguno para realizar trabajos esporádicos que le permitiesen el diario sustento. Quizá tendría un hijo que le dificultase la vida a una joven madre y que él vería de vez en cuando; eternizando así el círculo de pobreza.
Aquella bala recibida a medianoche hizo evidente, una vez más, la pérdida de valores de nuestra sociedad en la que el valor supremo de la vida parece carecer de valor. No por menos nuestro país lidera la negra lista de violencia y muertes a nivel mundial al punto que las cifras palidecen a las de naciones en guerra.
Manuel vivía en una pequeña habitación alquilada a una de sus tías, su padre y madrastra se ubicaban en una casa de dos plantas a pocos metros. Las carencias se notaban por todas partes y las infecciones lo hacían sudar gotas de desesperación. Tías, primos y allegados sin saber o sin querer qué hacer llamaron a su madre para que se lo llevase. Al fin explotó la situación: ¡Manuel es un estorbo!
Lo trasladamos a Margarita. “Estará bien allí con su madre”, pensé. ¡Oh no! Llega el amigo que nos ayudó con el traslado: “Dejamos a Manuel en un rancho de bloques donde ni siquiera hay espacio para caminar…” No quiero pensar qué pasará después…
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En el año 2008 tuve la oportunidad de seguir paso a paso el caso de un hombre que vivía a escasas cuadras de la casa donde habito cuyo final me afectó visiblemente sumiéndome en la depresión por algunos días a causa de mi limitación para favorecerlo.
La persona en referencia trabajaba como albañil en una construcción en el centro de la ciudad. Un día, casi al finalizar su tarea cayó del tercer piso de la estructura de hormigón quedando inconsciente en el suelo.
Al día siguiente, su jefe y compañeros de trabajo notaron su ausencia hasta media mañana cuando alguien lo divisó desde arriba: “Fulano está allá abajo, parece que está borracho”, gritó a los otros.
Bajaron, tomaron al hombre moribundo, lo llevaron cabeza bamboleante a su casa y lo tiraron como trapo viejo a las puertas de la residencia.
Al parecer se olvidaron de él.
Viendo que no respondía, su cuñada lo llevó al hospital donde le diagnosticaron fractura en la cervical. Lo atendieron, redujeron su fractura y al tiempo le dieron de alta, regresándole a casa con una severa cuadriplejia.
Durante y después de su gravedad sus hermanos, como única ayuda, le facilitaron algún dinero mientras se recuperaba con la condición de que les regresara lo prestado.
En tanto se mantenía en cama, quienes más lo “amaban”, a sus espaldas demandaron a la empresa donde trabajaba el infortunado, cobraron una pesada suma y dispusieron del dinero.
Recuerdo su último día…
Mientras yo trabajaba tecleando mi computadora, me visitó una señora a quien no había visto antes, me expuso la situación que hasta ese momento atravesaba el joven hombre; su pierna izquierda estaba tan inflamada que sonaba como tambor. A través del teléfono gestioné una ambulancia para él. La ambulancia lo trasladó al hospital y de allí a la capital del Estado. No hubo nada qué hacer. El hombre murió inundado de gusanos como consecuencia del descuido y el desamor.
Esta es una realidad que apena exponer pero es lo que pasa a muchos de aquellos sobrevivientes que aparecen en los titulares de los diarios “un muerto y tres heridos en accidente de tránsito” cuya mejor suerte parece ser la de los que bajan a la tumba.
En cuestión de discapacidad nuestro país viene experimentando cambios importantes que están mejorando sensiblemente las condiciones de salud y de inclusión social. Quizá como ningún otro país en el mundo, dichas transformaciones han vertido de arriba hacia abajo en las que más tiene que ver la gestión gubernamental que el colectivo. Las nuevas leyes impulsadas por el gobierno revolucionario del Presidente Hugo Chávez, el estímulo que con su verbo le ha impreso nuestro primer mandatario, las misiones “Milagro” “José Gregorio Hernández”, el Programa de Atención en Salud (PASDIS) y el sin igual trabajo de la Licenciada Ludyt Ramírez y su equipo al frente del Consejo Nacional Para Las Personas Con Discapacidad (CONAPDIS) nos hacen sentir esperanzados en mayores y mejores cambios pero nuestro pueblo requiere algo más: Un cambio de conciencia que sustituya el individualismo por la solidaridad, el desafecto por amor y el egoísmo por valores transformadores que nos hagan grandes por lo que somos y no por lo que tengamos o seamos capaces de hacer.
(*)Artista plástico - escritor
italoviolo@gmail.com