La doctrina bolivariana, inspirada en el pensamiento de Simón Bolívar, ha sido históricamente un estandarte de resistencia frente a las formas de dominación extranjera en América Latina. En el siglo XXI, esta doctrina ha sido reinterpretada por gobiernos como el de Venezuela para denunciar la injerencia de potencias extranjeras (especialmente Estados Unidos) en los asuntos internos de la región. En este contexto, el mar Caribe se ha convertido en un escenario geopolítico de creciente tensión, donde la militarización revela las contradicciones entre soberanía regional y hegemonía global.
Bolívar como símbolo de soberanía
La visión bolivariana no solo aboga por la independencia política, sino también por la integración latinoamericana como mecanismo de defensa frente al imperialismo. Esta idea ha sido retomada por proyectos como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), que promueven una arquitectura regional alternativa al modelo neoliberal. En este marco, el Caribe adquiere un valor estratégico como espacio de conexión entre América del Sur, Centroamérica y Estados Unidos, lo que lo convierte en un punto neurálgico de disputa geopolítica.
El Caribe como teatro militar
La presencia de bases militares estadounidenses en Puerto Rico, Guantánamo (Cuba), y otras islas del Caribe, así como los ejercicios navales conjuntos con países aliados, han sido interpretados por gobiernos antiimperialistas como una amenaza directa a la autodeterminación regional. La militarización del mar Caribe no solo responde a intereses de seguridad hemisférica, sino también a la protección de rutas comerciales, recursos energéticos y zonas de influencia política.
En respuesta, algunos países han buscado fortalecer sus capacidades defensivas y establecer alianzas con potencias emergentes como Rusia y China, lo que ha intensificado la rivalidad geoestratégica en la región. Esta dinámica ha generado un ambiente de polarización, donde el discurso bolivariano se enfrenta a la lógica de contención promovida por Washington.
Esta militarización no responde únicamente a razones de seguridad hemisférica: también es una forma de escenificar poder, de enviar un mensaje claro al mundo (y a los pueblos caribeños) de que Estados Unidos sigue considerando esta región como su "patio trasero".
El despliegue de buques de guerra, radares y sistemas de vigilancia en aguas caribeñas no solo busca contener "amenazas imaginadas", construida a través de una sospechosa narrativa de batalla contra el narcotráfico, sino reafirmar una jerarquía geopolítica que coloca a Washington como presunto árbitro de los destinos regionales.
Esta lógica de dominación contradice los principios de igualdad soberana y no intervención consagrados en el derecho internacional.