Estados Unidos: Ya comenzó el derrumbe

Todos tenemos algún pariente, amigo o conocido que vive en una relativa comodidad económica, o incluso opulencia, pero a costa de las deudas, de las tarjetas de crédito, de los malabarismos en definitiva. Todos sabemos que eso no es sostenible, que es un castillo de naipes.

En esos casos vivimos rogando que no seamos nosotros mismos el próximo candidato a quien recurrirá el sujeto en cuestión para paliar su empantanamiento crónico; así pensamos, porque sabemos que su proyecto de vida asienta en una mentira, y no queremos ser víctima de ella.

Esta metáfora vale para los Estados Unidos. Hoy por hoy, gigante de proporciones planetarias como es, su economía asienta sobre una mentira; y aunque no queremos terminar fagocitados por ella, poco podemos hacer contra ese proceso. Pero todos comenzamos a saber - siendo los estadounidenses los primeros - que el castillo ha comenzado a desmoronarse.

En algún momento de su historia, hacia fines del siglo XIX, o ya en el XX, sin ningún lugar a dudas su ímpetu irrefrenable lo llevó ocupar un lugar de preeminencia; el crecimiento de su economía fue impresionante, evidenciando una tendencia constantemente creciente. Por aquellas épocas doradas no vivía del crédito; por el contrario, la producción y el ahorro eran la esencia última de su éxito. Terminada la Segunda Guerra Mundial, hacia mediados del siglo XX, su supremacía se hizo incuestionable. Pero las cosas cambiaron.

Su población - todas las clases por igual: adinerados y estratos inferiores - hizo del consumo la esencia misma de la vida; consumo que ha quedado asociado al placer, a la obtención inmediata de satisfacción, a felicidad como valor relacionado con lo material. La medida del éxito y del bienestar viene dada por la tenencia de bienes, de cosas.

Esto, en realidad, es el núcleo mismo del capitalismo; pero en los Estados Unidos la tendencia se elevó a niveles inconmensurables, transformándose en una cultura del consumo, del hedonismo simplista e inmediato. En cierto sentido lo que define a este país es, sin más, esa cultura: tener un auto o una tarjeta de crédito son los valores por antonomasia.

Por décadas la sociedad estadounidense siguió desenfrenadamente esa pauta, depredando recursos, sintiéndose el ombligo del mundo. Hoy la situación no es igual a hace 30, 40 ó 50 años. El endeudamiento fue creciendo y la capacidad de ahorro mermando, mientras el consumismo voraz no se detuvo sino que, al contrario, siguió aumentando. Como consecuencia de todo este proceso los Estados Unidos constituyen hoy el personaje del ejemplo con que abríamos el artículo: un endeudado que no quiere ni puede mermar su nivel de vida. Por lo tanto - conclusión irremediable -: la deuda se los está comiendo y no encuentran salida; aunque de momento esa deuda la paga el resto del mundo.

Pero, en definitiva, alguna salida existe: no por la fuerza de la razón sino con la razón de la fuerza - al modo de un tirano oriental de la antigüedad - el proyecto a futuro como nación los pone en la perspectiva de querer continuar su modo de vida opulento a base del terror.

La economía estadounidense hace tiempo que no sigue creciendo sanamente; está estancada. El país, pese a continuar funcionando como el centro del mundo, comienza a ver que su hegemonía no es eterna. Si bien nadie, en la actualidad, puede oponérsele militarmente, su supremacía comienza a ser puesta en entredicho. El euro, la pujanza de China Popular, un dólar empantanado, un período recesivo que no cesa, un promedio de desocupación de alrededor del 6 %, un crecimiento salarial anual de 2,7 % y un índice de aumento de precios al consumidor de 2,6 %, más un monumental déficit presupuestario cercano a los 400.000 millones de dólares y en aumento todavía, muestran con palmaria claridad que la prosperidad indefinida se acabó.

Por cierto que muy lejos está el país de conocer la pobreza, al menos en términos generales (de hecho hay bolsones de miseria donde entran algunas minorías, pero no es eso la norma). Sin embargo las alarmas han comenzado a sonar. La posibilidad de un euro fuerte que compita de igual a igual con el dólar es inadmisible para la lógica de su hegemonía; de ahí la trágica invasión a Irak.

Lejos estamos aún de la caída estrepitosa del monstruo, pero la locura militarista que vemos ahora a manos de la administración republicana - y que seguiremos viendo - no es otra cosa sino un signo de desesperación.

No debemos ser ingenuos ni triunfalistas, por cierto. Falta mucho, pero mucho, para que asistamos a la caída del imperio, a su desintegración. Quizá nunca caiga, al menos si lo pensamos al modo de la caída de Roma, o de Tenochtitlán. Pero el proceso de crecimiento como sociedad comienza a evidenciar signos que indican que, hoy por hoy, los Estados Unidos se parecen al endeudado que ya no sabe cómo hacer frente a los vencimientos. De nosotros depende que aprovechemos la coyuntura para, si bien no pensar en la toma de Washington (quimérico, por cierto), apurar un proceso de contención de su expansión imperial belicista. ¿Por qué tenemos que seguir pagándole su deuda, su derroche, su fiesta?



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Marcelo Colussi/Argenpres.info

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