La gloria de Ayacucho nos convoca ante la majestad de su grandeza, la plenitud de los acontecimientos históricos y la noble presencia del Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre.
Se admira la imaginación al contemplar sobre el campo de los heroísmos, a punto de decidirse el destino de América, al joven general venezolano, dilecto hijo del honor y la virtud, montar su brioso rocín y recorrer las líneas de quienes iban a demostrar entonces, hasta donde los hombres son capaces de defender su patria y alcanzar su libertad.
La acción determinaría si la República que había nacido en el norte en el sur de ésta angustiada América, mantendría sus leyes y sus instituciones hijas de la victoria.
Porque no solamente en el campo de Ayacucho se consumaría la disputaba entre dos ejércitos: uno a nombre del Rey y otro a nombre de la patria, sino que se decidiría la terrible contienda entre la esclavitud y la libertad, entre los privilegios y el derecho, la dominación y la independencia, la monarquía y la República, la discriminación y la igualdad, el autoritarismo y la democracia, entre un mundo pasado y otro en el futuro.
Contemplemos a Sucre al recorrer la línea en su regio corcel… Mira a los hombres que se van a batir, a los suyos y los que están más lejos. Exalta en éstos el honor, el deber, las hazañas, la patria, los ejemplos, los sacrificios, los recuerdos, el destino.
En aquellos mira a la tiranía amenazante e inconforme que quiere detener la marcha de los tiempos. Mira en éstos las batallas pero también sus resultados, la libertad y los derechos erigidos entre pueblos esclavos; mira en aquellos las cadenas como pretenden sujetar aún al orgullo español la rebeldía americana, que proviene de las razas indígenas, que proviene de los que ha venido de la propia España, el valor y la templanza de los hidalgos que descubrieron más allá un mundo diferente.
Escucharían sus soldados el ruido subyugante de los trompetas y de los tambores, que anunciaban la batalla, contemplarían las banderas alzadas, agitadas por la brisa de los andes, donde sobresalían los símbolos de la corona, las aguerridas divisiones que llevaban en sus pendones la admirable historia del Cantabria, del Burgos, del Victoria, del 1º Imperial, del Infante, del Primer Regimiento, entre otros, con los que el Rey poseía más allá del océano todos los dominios; observarían el esplendor de los vistosos uniformes realistas portados por quienes habían desfilado en sus luchas en Europa y quienes habían sabido sostener su autoridad hispánica desde la Florida hasta La Plata.
Y si alguna aprehensión pudo causarles, Sucre supo evidenciar a sus soldados, que desde las orillas del Orinoco hasta la Pampa de Ayacucho ellos habían marchado con dignidad y honor a nombre de Colombia, conducidos por la gloria inmarcesible de Bolívar, y que era éste en la ecuménica hora, a quien correspondía concluir lo que había intentado otros supremos héroes del Sur de América. Porque en efecto Ayacucho representa en términos históricos, el mundo nuevo contra el mundo antiguo, el mundo del ayer y el mundo del mañana; pero además, que una misma era la patria para todos.
Los hechos en el desenvolvimiento de la contienda han sido ya narrados a los largo del tiempo por quienes participaron en la lucha, la marcha vigorosa de Valdés por la izquierda; la carga formidable de Rubín de Célis hacia la derecha; la carga de Monet en el centro; el valor y la determinación de Canterac, pero a pesar de sus esfuerzos y su número, de nosotros fue la constancia, de nosotros la causa, nuestro el mayor sacrificio, la verdad, la virtud y la justificación, que conducidas por el general Sucre, supo sortear con una extraordinaria previsión tantas dificultades, tantas marchas y retrocesos, tantos imprevistos, tantos accidentes, tantas exigencias por aquellos parajes, nada propicios por las hostilidades del terreno y por los rigores de la naturaleza.
Es harto conocido ya el desenvolvimiento de aquellas tropas patriotas que superaron los intentos realistas de cortarlas y apresarlas en medio de los abismos de las montañas, y que solo la sapiencia militar de Sucre derrotó las acciones del experto La Serna y del aguerrido Canterac.
La victoria coronó las frentes de los patriotas, la derrota la de los realistas, pero solo el genio providencial de Sucre, valeroso en la lucha, magnánimo en el triunfo, pudo cumplir en aquel instante de las historia los deberes, no de la venganza y del ofuscamiento, sino los del honor y la piedad, al imponer sobre el odio y el desquite, la las lecciones generosas de su alma, la conciencia admirable de su humanidad, donde vence el hombre a las pasiones, donde vence el superior espíritu, donde triunfa sobre la barbarie la sabiduría de los siglos.
Y es allí donde Sucre, ya grande de por sí, asume proporciones colosales en medio de las historia del mundo, en medio de la civilización. Porque él además de soldado eminente, genial, asciende en los instantes decisivos donde solo alcanza en hombre notable y superior, capitán insigne de la armas, general insigne de la paz.
Pocos héroes como Sucre alcanzan tal lugar, más allá de la circunstancia favorable y del momento cuando son invencibles, la resolución de demostrar la humana condición de respetar al otro que estuviere vencido.
En él pudo cumplirse en la historia americana, aquella máxima que inspirase al jurista Emer de Vattel, en su célebre obra: "Derecho de Gentes o Principios de la Ley Natural": "Los hombres aunque sean vencidos a la necesidad de tomar las armas para defender y sostener sus derechos, no dejan por eso de ser hombres…".
Necesario resulta analizar los hechos de la guerra sus realidades y principios para determinar la ubicación de Sucre en ella, en la gran epopeya de nuestra independencia, en el singular enfrentamiento que por siglos ha confrontado a un pueblo contra otro, por móviles diversos y efectos desastrosos contra la humanidad.
Si consideramos nuestra propia guerra emancipadora, por no citar los acontecimientos de la conquista y de la resistencia que algunas razas aborígenes ofrecieron a los españoles, tendríamos que expresar con horror: ¡Cuánta sangre…! ¡Cuánta desolación! ¡Cuánto exterminio…! Basta pensar en nuestra tierra en los sucesos de la Guerra a Muerte, terrorífica y cruel que azolara a nuestra patria, a nuestras ciudades. Caracas, Valencia, La Victoria, Barcelona, Cumaná y otras más, resistieron denodadamente en medio de la lucha, la huestes asesinas que entraban en sus calles, violentaban sus casas, ofendían sus templos, asesinaban a sus hombres y humillaban a sus mujeres. Basta imaginar aquí el incendio y el crimen ofendiendo al heroísmo y a la virtud. Monteverde, Morales, Boves, Antoñanzas, Cerveriz…, nombres de monstruos desatados entre los hombres para ofender y doblegar cuanto hay de sublime y santo: la dignidad, la libertad.
Y como no apreciar el dolor del joven oficial que fuera parte del Estado Mayor del generalísimo Miranda, quien portaba al decir de Napoleón, "un fuego sagrado" con el que intentaba incendiar la conciencia americana y que luego de lograr que su patria se proclamase soberana y libre, y de que intentase darle ejemplos, principios, disciplina, autoridad, instituciones, leyes y un ejército, tuvo que capitular ante la fuerza superior del enemigo, Domingo de Monteverde, de quien esperaba: "una capitulación decorosa que salve las personas y propiedades de todos los que han promovido y seguido la justa causa de Caracas" y de quien recibiera en aquel mes de julio de 1812, él el experimentado General, él héroe de Valmy o de Ambers, superior a Dumoriez, a la cárcel de la Revolución Francesa y a la Revolución misma, la afrenta humillante de las negativas de sus enemigos, que sin honor militar, lo emplazaban a firmar el acuerdo con el señalamiento:
"Este convenio quedará concluido y ratificado dentro de cuarenta y ocho horas después que llegue al Cuartel General de La Victoria, sin más espera, demora ni propuesta, en inteligencia de que si pasado este término no se verifica la ratificación, queda por el mismo hecho disuelto el armisticio, y el ejército de S. M. Católica expedito para obrar como le parezca".
Sucre observaría la venganza de Monteverde, sus engaños y su falta de honor militar al violentar los términos del pacto en el que se había comprometido a que:
"Las personas y bienes que se hallen en el territorio no reconquistado serán salvas y resguardadas; dichas personas no serán presas ni juzgadas, como tampoco extorsionados los enunciados sus bienes, por las opiniones que han seguido hasta ahora, y se darán los pasaportes para que salgan de dicho territorio los que quieran, en el término que se señala".
El Derecho de Gente lo obligaba, hasta el honor mismo de la propia España se lo imponía:
"La fe de los tratados –expresaba Vattel- debe guardarse entre los enemigos".
La guerra siempre impía ha destruido cuanto hay a su paso y cuántas sin "justa causa" han acabado por ambiciones y desquites, la vida de los hombres, la paz de las naciones. Nunca extendidamente ha cesado el horror, siempre ha privado, salvo excepciones admirables, en la práctica vil de las contiendas, actos injuriosos, actos impíos, esos que acriminan eternamente a los generales y soldados que los ejecutan o que manchan de eterno oprobio el nombre del soberano que los manda.
No todos en la guerra eran como Alejandro, que una vez al infame Darío, Rey de Persia, y cuyo modo de lucha era inmisericorde, le amonesta:
"que si hacía la guerra de aquel modo le perseguiría de muerte".
Es por ello que el mismo ginebrino Vattel, internacionalista celebrado en el siglo XVIII y XIX, señalaba entre sus máximas jurídicas:
"La humanidad se irrita contra un soberano que derrama pródigamente sin necesidad o razones evidentes la sangre de sus más fieles súbditos, y exprime a su pueblo a las calamidades de la guerra cuando pudiere hacerle gozar de una paz gloriosa y saludable".
Consejo necesario que incumbe a gobernantes y a militares, no siempre acatado como regla infranqueable de la política y de la conducción de los pueblos.
No obstante que la Guerra a Muerte autorizaba la barbarie feroz, y que Sucre luchaba como subalterno bajo la autoridad de Mariño y Bermúdez, y que él mismo y su familia habían sido víctimas de aquellos horrores en los que perecieron varios de ellos, no hizo con su espada la guerra miserable, como la de quienes sin límites agreden sin conmiseración y destruyen el honor. Por el contrario, instruye, planifica, organiza, disciplina al soldado, les habla del honor y de la patria, afirma en ellos las reglas del deber militar, las obligaciones ciudadanas, la moral republicana, no acepta conductas impropias. Su presencia infundía respeto por la severidad de sus principios y la rectitud de sus acciones, inclusive a los jefes superiores. Sucre era el hombre que con bien ejercida autoridad enfrentaba el desorden y reprendía donde lo observase el caos.
Ante él se disponía en esa hora el resultado sorprendente de la batalla, los ayes del dolor, los resultados de tantos sacrificios. Allí a su frente se expanden en el ensangrentado campo en un instante, 15 años de aflicciones y de esfuerzos contantes, las visiones de tantos sacrificios y de nobles intentos; la oportunidad definitiva de triunfar sobre el mal, sobre todo aquello que había impedido el curso de otro tiempo, la reivindicación de América en toda la plenitud de un mundo nuevo para la libertad y la justicia.
El parte de la lucha señala que a su disposición se encuentran un Virrey, varios generales, varios oficiales, cientos de hombres…; en sus manos está la posibilidad de castigar todo lo ocurrido, acabar de una vez a tantos enemigos, vengar todos los hechos padecidos. Tiene la oportunidad de sancionar lo que era preciso luego de la batalla en términos de guerra. ¿No nos había obligado España a llegar al último extremo de las armas, cuando nunca había aceptado por sí misma los derechos de los hombres y de la patria?
El Derecho de Gentes, aquel que había consultado tal vez entre los libros extraordinarios de Miranda, expresaba:
"El objeto de una guerra justa es vengar o precaver la injuria, es decir lograr por la fuerza una justicia que no se puede conseguir de otro modo y obligar al injusto a que repare la injusticia hecha o de seguridades contra con que nos amenaza con su parte".
Y más nos dice:
"…tenemos el derecho de hacer contra el enemigo todo lo necesario para debilitarle e imposibilitarle de resistir y sostener su injusticia; podemos elegir los medios más eficaces y propios a este fin…".
Era factible que dispusiese con la resolución y con la prontitud ante futuras amenazas, lo que la Ley de las naciones le permite:
"se tiene derecho para detener y hacer prisioneros a todos los enemigos vencidos…, a todas las personas que pertenecen a la nación enemiga y aún a las mujeres y los niños, ya sean para impedirles que vuelvan a tomar las armas, ya con el designio de debilitar al enemigo".
¿Y no había sido esa la práctica de sus enemigos? ¿Y nos había sido la costumbre de quitarles la vida a los prisioneros?
No nos sorprenda lo que el mismo Vattel no enseña en sus lecciones militares considerando los sucesos anteriores a lo largo de todas las guerras ocurridas en el mundo:
"El Estado que toma las armas por un motivo justo tiene duplicado derecho contra su enemigo: primero, el desposesionarse de lo que le pertenece y que le niega el enemigo; a los cual se debe añadir los gastos hechos con este fin, los de la guerra y la satisfacción de los perjuicios…".
Pero Sucre toma la determinación suprema de imponer sobre la historia de venganzas y crímenes que por siglos habían escrito las naciones, iniciar esta vez la página admirable del honor, de la justicia y de la paz, establecer aquel principio suyo por naturaleza, pleno de promesas heroicas, grande en contenidos superiores, alto en virtud y entendimiento humano: "gloria al vencedor, honor al vencido", y rendidos más aún los enemigos, recuperada la razón, el entendimiento de lo que era sublime, en respuesta a su caballeroso saludo con el que el héroe cumanés se descubre con dignidad y respeto ante su adversario, el general de España, la España de altivez y pundonor, le respondería con reconocimiento: "tan joven y con tanta gloria".
Se había pues evidenciado sobre el campo de batalla en Ayacucho en toda su magnificencia, tal vez por vez primera y con tanta significación histórica por las proporciones de la lucha, por lo implicaba como el sí aquella contienda, entre la prevalencia de dos sistemas políticos: la conquista y la independencia, la libertad o la esclavitud, la igualdad o el privilegio, aquel resultado, del que nacía con virtud y con honor la nueva América independiente.
La Capitulación ofrecida por Sucre al ejército realista en Ayacucho determinaba lo siguiente:
"2° Todo individuo del ejército español podrá libremente regresar a su país, y será de cuenta del Estado del Perú costearle el pasaje, guardándole entretanto la debida consideración ysocorriéndole a lo menos con la mitad de la paga que corresponda mensualmente a su empleo, ínterin permanezca en el territorio.
"2° Concedido; pero el gobierno del Perú sólo abonará las medias pagas mientras proporcione transportes. Los que marcharen a España no podrán tomar las armas contra la América mientras dure la guerra de la independencia, y ningún individuo podrá ir a punto alguno de la América que esté ocupado por las armas españolas.
"3° Cualquier individuo de los que componen el ejército español, será admitido en el del Perú, en su propio empleo, si lo quisiere.
»3° Concedido.
"4° Ninguna persona será incomodada por sus opiniones anteriores, aun cuando haya hecho servicios señalados a favor de la causa del rey, ni los conocidos por pasados; en este concepto, tendrán derecho a todos los artículos de este tratado.
"4° Concedido; si su conducta no turbare el orden público, y fuere conforme a las leyes.
"5° Cualquiera habitante del Perú, bien sea europeo o americano, eclesiástico o comerciante, propietario o empleado, que le acomode trasladarse a otro país, podrá verificarlo en virtud de este convenio, llevando consigo su familia y propiedades, prestándole el Estado proporción hasta su salida; si eligiere vivir en el país, será considerado como los peruanos.
"5° Concedido; respecto a los habitantes en el país que se entrega y bajo las condiciones del artículo anterior.
"6° El Estado del Perú respetará igualmente las propiedades de los individuos españoles que se hallaren fuera del territorio, de las cuales serán libres de disponer en el término de tres años, debiendo considerarse en igual caso las de los americanos que no quieran trasladarse a la Península, y tengan allí intereses de su pertenencia.
"8° El Estado del Perú reconocerá la deuda contraída hasta hoy por la hacienda del gobierno español en el territorio.
»8° El Congreso del Perú resolverá sobre este artículo lo que convenga a los intereses de la república.
"9° Todos los empleados quedarán confirmados en sus respectivos destinos, si quieren continuar en ellos, y si alguno o algunos no lo fuesen, o prefiriesen trasladarse a otro país, serán comprendidos en los artículos 2° y 5°.
"9° Continuarán en sus destinos los empleados que el gobierno guste confirmar, según su comportación.
"10. Todo individuo del ejército o empleado que prefiera separarse del servicio, y quedare en el país, lo podrá verificar, y en este caso sus personas serán sagradamente respetadas.
"10. Concedido.
"15. Todos los jefes y oficiales prisioneros en la batalla de este día, quedarán desde luego en libertad, y lo mismo los hechos en anteriores acciones por uno y otro ejército.
"15. Concedido; y los heridos se auxiliarán por cuenta del erario del Perú hasta que, completamente restablecidos, dispongan de su persona.
"16. Los generales, jefes y oficiales conservarán el uso de sus uniformes y espadas; y podrán tener consigo a su servicio los asistentes correspondientes a sus clases, y los criados que tuvieren.
"16. Concedido; pero mientras duren en el territorio estarán sujetos a las leyes del país.
»17. A los individuos del ejército, así que resolvieren sobre su futuro destino en virtud de este convenio, se les permitirá reunir sus familias e intereses y trasladarse al punto que elijan, facilitándoles pasaportes amplios, para que sus personas no sean embarazadas por ningún Estado independiente hasta llegar a su destino".
Nunca habían sido otorgadas tantas garantías, ni nunca se había cumplido de tal forma los preceptos más altos y más distinguidos del honor militar y de la generosidad política con los que ha principiado el Perú y en "ésta América", como la llamaba Morelos, los términos del hecho más admirable de las armas republicanas, el hecho superior con el que concluía en buena parte nuestra guerra de independencia, y del que nacería un legado magnífico que atestigua a los hombres las posibilidades de la paz que suscita nuestra propia justicia, las cualidades y virtudes que inspiraron al general Sucre, vencedor en Ayacucho y que le sitúan entre los grandes héroes de la historia, entre los más encumbrados políticos, entre los más esclarecidos ciudadanos, entre los más sublimes libertadores, que mejor comprendieron en sentido de nuestra lucha libertadora y mejor señalaron el destino que nos toca cumplir en la forja de nuestra patria.
Como él nos los dice:
"La venganza no es el sentimiento de las almas nobles entregadas a la gloria"; "La paz restablecerá las desgracias de la revolución"; "Nuestra América necesita la paz".
Nombre: José Miguel.
Apellidos: Salas Mejías.
CI. 15.742.667.
Profesión: Sociólogo, Historiador, Locutor.
Lugar de nacimiento: Cumaná, estado Sucre.
Fecha de nacimiento: 29-09-1983.
Título de la ponencia: Sucre y la Capitulación Humanitaria de Ayacucho.