“Como gran parte del territorio carece de agua, que se visiten las vertientes de los ríos, se observe el curso de ellos, y se determinen los lugares por donde puedan conducirse las aguas a los terrenos que estén privados de ella”.( Bolivar)
En el marco del foro de tierras, realizado en la ciudad de Bogotá los días 17, 18 y 19 de diciembre de 2012, acordado entre el gobierno y la insurgencia de las FARC, como parte de la agenda de diálogos de paz, se hizo toda una radiografía del sector agrario en Colombia.
Entre los 1314 delegados asistentes de todos los rincones de Colombia, participaron numerosas organizaciones sociales, campesinas, indígenas, gremios del sector agroindustrial, bajo la batuta de las Naciones Unidas, destacándose su director, Bruno Moro y el politólogo Alejandro Vargas, de la Universidad Nacional, responsables ambos de organizar, así como dirigir el evento.
Las conclusiones durante el foro, fueron tajantes y concluyentes. El 94% del territorio nacional es rural, mientras el 32% de la población, vive en ese sector. En la última década, el índice de Gini en el campo, pasó del 0,74, al 0,88%. Actualmente, el 77% de la tierra, está en manos un 13% de propietarios, pero sólo el 3,6 de estos, tiene el 30% de la tierra. Se calcula que 6,6 millones de hectáreas de tierra, fueron despojadas por la violencia estatal en las últimas dos décadas. Ello, equivale al 15% de la superficie agropecuaria del país. El 78% de los predios registrados en catastro, se clasifican en pequeña propiedad, aunque apenas esta cifra, cubre un pobre 3,6% de la superficie productiva.
Se enfatizó que el principal problema, hoy, es la extranjerización de las tierras. De las casi 114 millones de hectáreas que comprenden el territorio nacional, cerca de 45 millones, se encuentran en manos de las transnacionales y 39 millones, son dedidacadas a la ganadería extensiva. Con estos breves antecedentes, alcanza para analizar y comprender el frio panorama del problema de la tierra en Colombia. El foro agrario, se caracterizó por la no presencia del sector ganadero, encabezado por el Señor Félix Lafurie, quien habría argumentado que no asistiría, por negarse a discutir el modelo de desarrollo, sustentado en la ganadería extensiva y al calor de la motosierra. Los efectos de tal política, tuvieron por resultado que campesinos, líderes sociales, defensores de derechos humanos, fueran las principales víctimas de este sector “productivo”, que pretextó implementarla para “defenderse” de la guerrilla.
Históricamente, la lucha presente del campesinado colombiano, como aparece en la superficie de la vida social, asume la forma visible de una vasta movilización de sectores explotados y pauperizados del campo -arrendatarios, aparceros, peones, jornaleros, campesinos desempleados y sin tierra- tendiente a provocar una decisiva redistribución de la propiedad rural. Es obvio que este combate los enfrenta, en primer término y de manera directa, con la clase de los grandes terratenientes y latifundistas. Es decir, con propietarios de grandes feudos rurales, destinados a la explotación ganadera extensiva, con los propietarios de unidades territoriales incultas y en general, no explotadas de forma adecuada.
La lucha del campesinado, se ha dirigido en un principio, contra este tipo de propiedad. Al examinar el desenvolvimiento de la economía en su etapa neocolonial, se observa con claridad que hasta la década de los cincuenta, con exactitud, desde el año 1949, los sectores dominantes consiguieron imprimir en todas las clases de la sociedad, una ideología que se planteaba las cuestiones económicas y sociales, a partir de los problemas del proceso de industrialización. Este último, concebido como un proceso ascendente e interrumpido, el cual habría de desembocar en la más completa modernización capitalista del país. El mismo, al iniciarse en la década de los años veinte del pasado siglo, se presentaba como un proceso de modernización y despliegue de las fuerzas productivas, de progresiva diferenciación entre ciudad y campo, de introducción al sector urbano, de las más avanzadas técnicas de la producción fabril.
El punto de vista sobre la cuestión agraria, se limitaba en estas condiciones a esperar un proceso semejante de modernización de las estructuras semicoloniales de la tenencia de la tierra y de las formas económicas de explotación del campo, como resultado natural “del naciente proceso capitalista de industrialización”. Movidos por una expectativa semejante, los representantes políticos de la burguesía liberal, expidieron la ley 200, de 1936, conocida como la “Ley de Tierras” del presidente Alfonso López Pumarejo. Tal como lo expresó el parlamentario de ese entonces, Darío Echandía, en la exposición de motivos que le correspondió hacer como ponente del respectivo proyecto de ley, esta pretendía establecer:
“…Una nueva modalidad en la propiedad territorial, desde el punto de vista de la función que debe llenar como elemento de transformación social y económica, da a la propiedad social seguridad, termina con el sistema feudal y antieconómico existente, impide que el labriego que ha vinculado su esfuerzo a la tierra sea vencido en los juicios posesorios por quien solo exhibe un titulo inscrito e incrementa la producción para que de esta manera pueda abaratarse la vida de las clases trabajadoras abrumadas por el alto costo de la subsistencia…”.
En opinión del analista y experto en economía agraria, Absalón Machado, el neo-estructuralismo reconoce la importancia de los factores políticos e institucionales; que las políticas selectivas, prestan atención a la participación, la democratización y la descentralización del poder, dando relevancia a los factores sociales, los valores y las actitudes en la formulación de políticas.
Los neo-estructuralistas buscan renovar la visión del problema agrario y superar las concepciones neoliberales. Subrayan las relaciones de la agricultura con otros sectores, principalmente, la industria y destacan el papel de las cadenas productivas.
Otro de los problemas latentes, discutido en el foro de tierras, fue la siembra indiscriminada de agrocombustibles, palma aceitera, caña de azúcar, etc., donde el gobierno actual, pretende sembrar 1.500.000 hectáreas de estos productos agroindustriales, que para la único que servirán, será para alimentar los motores de los carros, traídos con los tratados de libre comercio, atentando contra la seguridad y soberanía alimentaria de los más pobres del país.
También la minería a cielo abierto, se denunció como amenaza latente contra la soberanía nacional de nuestros recursos naturales. Como consecuencia de su inmediata implementación, las únicas consecuencias serán el despojo, la violencia social, la pobreza, la miseria y un eminente “ecocidio” a nuestra biodiversidad de las montañas andinas o las selvas tropicales. Estas políticas, desconocen, inclusive, el preámbulo de los derechos de la tierra que el mismo Estado Colombiano, se comprometió a respetar ante la Naciones Unidas, el cual expresa:
“…Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe elegir su futuro. A medida que el mundo se vuelve cada vez más interdependiente y frágil, el futuro depara, a la vez, grandes riesgos y grandes promesas. Para seguir adelante, debemos reconocer que en medio de grandes promesas. Para seguir adelante, debemos reconocer que en medio de la magnífica diversidad de culturas y formas de vida, somos una sola familia humana y una sola comunidad terrestre con un destino común. Debemos unirnos para crear una sociedad global sostenible fundada en el respeto hacia la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia económica y una Cultura de paz. En torno a este fin, es imperativo que nosotros, los pueblos de la Tierra, declaremos nuestra responsabilidad unos hacia otros, hacia la gran Comunidad de la vida y hacia las generaciones futuras…”.
Como propuestas centrales de este magno evento agrario, se contempló la urgente necesidad de fortalecer y hacer respetar las zonas de reserva campesina, como fuente sustentable de la verdadera economía agraria, con mercados justos campesinos, tecnología agroecológica, respetando los saberes y tradiciones autóctonas campesinas, donde las semillas originarias, germinen en los campos, como garantía de una alimentación libre de transgénicos.
Así mismo, se le recordó al Estado Colombiano, que debe adoptar por obligación, los derechos de los campesinos y campesinas, promulgados en el año 2010, porque ellos también son sujetos de derechos.
A modo de reflexión final, se concluyó que para la consolidación de la verdadera paz en Colombia, se torna inminente realizar una verdadera reforma agraria integral, entendida como la dignificación de quienes labran la tierra de sol a sol, con verdaderos subsidios al campo; hacer un censo real de la verdadera situación agraria del país, controlando la importación desmesurada de productos agrícolas; la diversificación de productos de pan coger, el desmonte definitivo de quienes financian políticamente el paramilitarismo, la no estigmatización de las zonas de reserva campesina, nacionalizar las tierras, que en estos momentos se encuentran en poder de las transnacionales; seguridad social para los jornaleros del campo, destinar del producto interno bruto (PBI) recursos suficientes para ciencia y tecnología y así, sacar del atraso y el ostracismo a la economía agraria del país, para recuperar el sitial que hace más de treinta años, ocupaba Colombia como una de las despensas agrícolas más importantes del mundo.
¡En definitiva, PARA LOGRAR LA PAZ EN COLOMBIA, HAY QUE AFLOJAR LA TIERRA! ¡NO HAY OTRA SOLUCION!
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