La falla moral que atraviesa Estados Unidos hoy no es menor en su historia nacional, sino que se ve como una fractura profunda y creciente que compromete su legitimidad y aceptación como potencia global. Es que se origina en la arraigada convicción y aventureramente aceptada por toda su población de que el liderazgo mundial exige dominar, violentar y explotar a otros países. Esta creencia, sostenida por décadas de intervenciones, sanciones, guerras y manipulación económica, ha convertido el crecimiento estadounidense en una maquinaria que se alimenta del sufrimiento ajeno. Pero adicionalmente una conducta de abuso tiene que ser sostenida por delincuentes o por personas honestas que se convierten en delincuentes, usando la fuerza de su país.
Se crea internamente al país una dinámica destructiva que se perpetúa al desviar recursos que podrían utilizarse para el bienestar interno, contribuyendo así con su propia desigualdad e injusticia. Es una pregunta necesaria, ¿De los inmensos recursos obtenidos por los aranceles incrementados, cuanto se le asignó al bienestar de los pobres? La falta de rendición de cuentas no solo erosiona la confianza en las instituciones, sino que también envía un mensaje dañino a la conducta de sus pobladores, que la moralidad puede ser sacrificada en nombre del poder. Así, el camino hacia una verdadera grandeza se ve bloqueado por una ideología que prioriza la dominación sobre la cooperación, y lo urgente es un cambio de paradigma que promueva la paz y el respeto mutuo.
Esta falla moral de Estados Unidos no es una exageración de mi parte ni un ataque ideológico, es una constatación histórica que se repite con distintos rostros y escenarios, desde Irak hasta Haití, desde Vietnam hasta Venezuela hoy, porque mientras se habla a lo interno de respetar las diferencias este país es acosado y vilipendiado por querer ser distinto. Inclusive se logran leer artículos que deberían hacer pensar a los pensadores de Estados Unidos, como se encuentran casos de familias que abandonan ese país porque no quieren que sus hijo de 8 o 10 años decidan de que sexo quieren ser en el futuro o que tengan que ir con armas de fuego a sus colegios, para defenderse. Creo que significa que está rota la relación entre el la dominación global y el bienestar de su población.
Porque la idea de que el poder se construye sobre la subordinación del otro ha sido legitimada por discursos que apelan a la seguridad nacional, la democracia o el libre mercado, todos valores compartidos y que cimientan la unidad del país, según el interés nacional. Pero detrás de esas palabras se esconde una práctica sistemática de despojo que realiza de las más variadas formas, y como en el caso del gobierno de Argentina, algunos le dan las gracias por este desvalijamiento.
Es que Estados Unidos no solo invade con sus ejércitos; invade con tratados, con deudas impagables, con corporaciones que extraen recursos y destruyen tejidos sociales. Su modelo de expansión no reconoce límites éticos, y convierte la geopolítica en una competencia darwinista donde solo sobrevive quien se somete o se alía a sus intereses. Es la ley de la selva aplicada a las relaciones entre países. Con ello ha generado una arquitectura global profundamente desigual, que complementa la antiguamente estudiada división internacional del trabajo, donde el bienestar de pocos se sostiene sobre la pobreza de muchos.
Toda esta falla catastrófica moral le sirvió de pedestal a Donald Trump el presidente de los antivalores, condenado delincuencialmente por los tribunales de su país, para llegar a la Presidencia. Todo en nombre del bienestar de los Estados Unidos. La maldad, la violencia, los insultos y el asesinato están incluido en esa lista de antivalores que para él son valores. Todo en su cabeza esta al revés.
Lo más alarmante es que esta falla moral no se vive como tal dentro del país. En lugar de provocar vergüenza o reflexión, se celebra como éxito. El dominio se confunde con liderazgo, y la violencia estructural con estrategia. Y aunque han aparecido voces que cuestionan el eterno papel hegemónico y solo preocuparse por sus intereses, los intelectuales y las universidades reproducen esta visión sin cuestionarla, mientras se construye una narrativa heroica que oculta las consecuencias humanas de sus decisiones. ¿Cuántos países han visto sus estados destruidos por intervenciones disfrazadas de ayuda? ¿Cuántos pueblos han sido condenados al subdesarrollo por tratados que benefician solo a las multinacionales?
Esta falla moral no es solo un problema ético; es una amenaza para la humanidad. Porque cuando el país más poderoso del mundo normaliza la explotación como camino al éxito, legitima que otros lo imiten. Se crea un mundo donde la dignidad es negociable, donde los derechos humanos no son efectivos, y donde la soberanía de los pueblos puede ser violada si no conviene al interés de Washington.
Estados Unidos necesita algo que hoy se ve imposible, una revisión profunda de su papel en el mundo. Se requiere una transformación moral que reconozca que el verdadero liderazgo no se construye sobre cadáveres ni sobre relaciones abusivas. Que la dinámica de dominación es destructiva tanto para los dominados como para el dominador. Liderar implica inspirar, no someter. Crecer implica compartir, no extraer. Y ser potencia debería significar cuidar, no dominar. Mientras esta falla moral no se repare, cualquier discurso sobre democracia, libertad o derechos humanos será fachada en el edificio de la hipocresía global.