La actual legislación, una obra
maestra del terror, autoriza a quienes así lo deseen a circular armados en la vía
pública con tal de que su arma no sea exhibida: pueden entrar a cualquier sitio, salvo un consultorio
médico o una oficina empresarial. Se puede ingresar armado al recinto de la
legislatura estadual y a cualquier oficina pública del estado de Arizona.
También a restaurantes y bares, a condición de que el individuo armado no
consuma alcohol, algo que dependerá exclusivamente de su propia voluntad pues
ni el cantinero ni el mesero están autorizados a preguntarle a quien ordena una
bebida alcohólica si es que lleva un arma oculta entre sus ropas. Las escuelas
públicas no son excepción a esta regla: sólo que quienes porten armas deberán
llevarlas descargadas y dejarlas en su automóvil mientras se lleva o recoge a
un niño. Lo paradojal del caso es que algunas de las víctimas de la reciente
masacre de Houston, como la congresista Gabrielle
Giffords aprobó estas medidas, amparadas en una sesgada
interpretación de la
Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y
en el respeto a los valores tradicionales de Arizona y, en general, del Lejano
Oeste. Quien sí lo pagó con su vida, aparte de otros inocentes, entre ellos una
niña de 9 años, fue el juez federal John M. Roll, quien había sentenciado la
inconstitucionalidad de cualquier decisión del gobierno federal que obligara a
los estados a llevar a cabo revisiones de antecedentes penales antes de vender
un arma de fuego.
Una perlita indicativa de la
gravedad de la crisis política que existe en la ejemplar democracia del Norte
la ofrece el hecho de que no haya sido otro que el sheriff del condado de Pima,
Clarence W. Dupnik, quien haya aportado un grano de cordura al criticar las
leyes vigentes en Arizona y las iniciativas de algunos legisladores del estado
que, como respuesta a la masacre perpetrada en Virginia Tech (Abril 2007,
ocasionando 32 muertos) habían propuesto nada menos que permitir a estudiantes
y maestros portar armas en colegios y universidades. Contrariamente a las
enseñanzas de la filosofía política, que supone que jueces y legisladores deben
ser personas sensatas, iluminadas por la sabiduría y bendecidas por la
templanza, estos personajes públicos de Arizona -y, me arriesgaría a decir, en
la mayoría de los estados de la Unión- son energúmenos merecedores de un
profundo tratamiento de rehabilitación psiquiátrica antes de ser luego
condenados al ostracismo vitalicio. Cabe preguntarse: en la tragedia de Tucson,
¿quién es el loco? El que vació su cargador matando a tantos inocentes o
quienes estampan el sello de legalidad a tanta locura?
Pese a todo esto, los publicistas de la derecha insisten en que nada hay de malo en la sociedad norteamericana, que sus leyes son justas y sabias, y que no hay causalidad social que actúe como desencadenante de la tragedia de Tucson. El sistema es maravilloso, lo que fallan son algunos individuos. Si un afro-norteamericano como Obama llegó a ser presidente –una fenomenal tentativa de reanimar al ya difunto Sueño Americano- el que se quedó en el ghetto y vive del narcotráfico o la mendicidad es por sus vicios, su holgazanería y su irresponsabilidad. Las víctimas del sistema se convierten, en ese discurso, en victimarios. En línea con esta interpretación uno de esos publicistas, Howard Fineman, escribió días atrás en el The Huffington Post que “Las muertes no fueron provocadas por la política, por ideologías o por partidismo. Por lo que sabemos hasta ahora, los actos fueron cometidos por un loco que evidentemente estaba divorciado de la realidad, así como del debate público”. Un debate público que, para hacerlo más ameno, tiene como protagonistas a una gran cantidad de sujetos armados hasta los dientes. Pero con sus armas ocultas, eso sí.
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