Mientras aguardamos en ascuas a que la PUD decida en horas lo que debió decidir hace meses, consideremos por un momento qué es la ruta democrática.
Año 1972. Nuevo Circo de Caracas. Retumbante discurso de Teodoro Petkoff: "Venimos a decir, ¡la pelea sigue! Ahora es cuando hay coraje, ahora es cuando sobra espíritu... porque jamás se apagará esa llama eterna que ha ardido por siempre en el sueño del hombre: el de un mundo justo, habitado por hombres justos e iguales". Luego toma la palabra José Vicente Rangel, primer candidato presidencial del MAS. Entre otras cosas dice: "Vamos a llegar al poder... hasta por la vía electoral". Con esa frase provocadora han de titular los diarios al día siguiente.
Sí, pertenecíamos a ese universo mitológico de la izquierda ex comunista que aceptaba la vía democrática al socialismo casi a regañadientes, no como un componente esencial del proyecto de cambio que se quería encarnar: medio y fin de nuestra política (eso sólo lo hicimos dos años después, cuando debatimos las llamadas "Tesis del nuevo modo de ser de la política socialista" y con ellas impugnamos el maximalismo y el esencialismo de la izquierda marxista y comunista de entonces).
Lo que dijo Rangel aquella noche fue, en resumidas cuentas, que podíamos llegar al poder por la vía electoral... pero que no desechábamos la línea insurreccional de la cual recién salíamos, con las tablas en la cabeza y cientos de tumbas a nuestras espaldas. En el fondo aún añorábamos el fusil del Bella ciao, las imágenes de Einsenstein sobre el asalto al Palacio de Invierno, la Larga Marcha de Mao y la Sierra Maestra, y casi lamentábamos que no fuese por las armas que nos dispusiésemos a aproximarnos al poder. Todavía no habíamos internalizado la propuesta gramsciana de guerra de posiciones, acaso muy aburrida y lenta para nuestro exaltado espíritu.
Para un extremista, la ruta electoral puede ser una buena "treta" para engañar a incautos, un embauco del que echar mano cuando otras estrategias no funcionan. Es lo que pienso cuando escucho a algunos ultras del oposicionismo vernáculo. Y así llego a la conclusión de que para muchos de ellos la ruta electoral es una simulación, pero que en el fondo siguen añorando, como buenos "revolucionarios" (no importa si de derecha), ese amanecer rojo en que todas las injusticias serán vengadas, del que hablaban los comunistas y anarquistas de diversa ralea.
Manuel Rosales, en una reciente entrevista, lo ha dicho con claridad: algunos hablan de la ruta electoral, pero allá en el fondo de su corazón calcinado por el maximalismo y el esencialismo, acarician con nostalgia volver a la nada de la abstención, como con acierto la bautizó para siempre Mires. Algunos son fanáticos de ponerse al margen.
La falla de origen de esa duda ontológica que atormenta las febriles cabezas de nuestros oposicionistas más recalcitrantes, es que no admiten que la ruta electoral es sólo parte de algo más vasto y profundo: la ruta democrática.
La ruta democrática, por ejemplo, implica admitir que la ruta insurreccional queda descartada como estrategia. Que al cambio político se llegará a través de un proceso evolutivo y acumulativo de reformas, y no "de golpe y porrazo", como anhelan los cultores del mito de la ruptura revolucionaria.
La ruta democrática se hace parte del sistema, ése que quiere cambiar desde adentro, por tanto no desafía ni desconoce sus leyes, sus instituciones, su poder. Si se sienta a la mesa de juego, constata y acepta sus reglas, y no amenaza con tirar el tablero al aire. Por ejemplo: se respalda la Constitución, incluso para cambiarla.
La ruta democrática nos impone admitir al otro como un igual, y no como un enemigo que debe ser exterminado de la faz de la tierra. Implica convertir al diálogo y la negociación en el oficio permanente y privilegiado de la política, que no excluye pero que gobierna a la lucha de calle*. Comprende los valores del otro aunque no los comparta. Sólo conociendo al adversario y pensando como él es posible ganar, escribió hace miles de años un estratega llamado Sun Tzu. Toda ética comienza por ser capaces de ponernos en el lugar del otro.
La ruta democrática supone el respeto al otro, y por tanto el abandono de prácticas como la descalificación personal y moral del adversario. Esto incluye abandonar la cómoda épica del bien contra el mal, donde siempre yo soy el bien y el otro es el mal.
La ruta democrática es pacífica o no es democrática.
La ruta democrática radica por definición en la soberanía popular que es parte de la soberanía nacional. Por lo que es soberanista y no admite tutelajes de ningún polo de poder internacional.
Podríamos borronear cien cuartillas abundando en cuánto más que voto es la ruta democrática. Pero permítanme concluir subrayando que la ética política descarta por impertinente el juicio moral respecto de las opiniones contrarias, pues suele ocurrir que en nombre de pretendidos atributos espirituales la acción termine en la ineficacia y ésta a su vez en la perpetuación del mal que se quiere combatir. Con lo que lo moral viene a ser inmoral.
De fariseos y de falsos profetas está llena la historia. Conviene no olvidarlo.