Un pequeño video (un "reel") se hizo viral en las redes sociales (el medio de comunicación por excelencia en esta época), mostrando una peculiar circunstancia del presidente Maduro, su mujer y también dirigente política, Cilia Flores, y el Presidente de la AN, Jorge Rodríguez. Es decir, tres de los cinco o seis cabecillas del régimen de partido hegemónico que se pretende instaurar a sangre y fuego en el país. Maduro decía no sé qué cosa sobre las votaciones (no, elecciones, porque no se eligió nada) y, al colocar el codo en la mesa y bajar un poco la manga de la chaqueta, mostró un rolo´e Rolex de 15 mil dólares. Jorge Rodríguez, el hijo, el escritor, el psiquiatra, el jefe político, lo miró como uno se imagina lo mira a uno una mamá temible, o el Super Yo freudiano o el Gran Otro de Lacan, es decir, la instancia psíquica que representa la moralidad externa impuesta, cuando uno comete algún pecadillo. De inmediato, Maduro esconde el Rolex, levantándose la manga y estirando hacia abajo el brazo.
Uno se queda pensando: la mirada de Jorge, como la del Super Yo freudiano, ¿ocasionó alguna vergüenza en el mirado debido a la ostentación del carísimo reloj? ¿O solo fue un disimulo fríamente calculado y recomendado por el psiquiatra y jefe político, con base en encuestas de opinión acerca de esas ostentaciones?
Uno recuerda aquellas escenas, que también se difundieron ampliamente en 2018, de la ostentosa comida en un lujosísimo restaurant (el famoso, para el jetset mundial, Nus-ret) en Turquía, que le sirvieron al presidente de facto y su mandante consorte. Fue una muestra de lujo evidente. Y hubo diversas reacciones, desde la lógica del Super Yo moral que señalaban la falta de respeto hacia el hambre de la inmensa mayoría de los venezolanos, la ostentación obscena de riqueza mal habida, la burla a la desgracia nacional; hasta la de aquella poeta valenciana que preguntó retadora, en un tono muy poco lírico: "pero, bueno, ¿qué esperan ustedes? No va a andar viajando con un cachito de jamón y un juguito de naranja", reacción que, de paso, informaba el menú que ofrecen a la militancia que se montan en los buses, rumbo a las grandes concentraciones y rumbas que organiza el gobierno.
Según Aristóteles, la vergüenza es "cierto pesar o turbación relativos a aquellos vicios presentes, pasados o futuros, cuya presencia acarrea una pérdida de reputación". En otras palabras, la vergüenza es un pesar que siente la persona cuando hace o piensa las cosas que estén reñidas con un ordenamiento moral y social. Por eso, la vergüenza tiene un aspecto, digamos, político: el avergonzado teme por su reputación, por la imagen que el colectivo tenga de él, por las críticas que los demás hagan. La vergüenza es un regulador social, porque los actos vergonzosos van contra algunos valores y reglas de la sociedad o la comunidad. La vergüenza en internet (o en la TV, o en cualquier medio de difusión masiva) comparte algunas características con la "vergüenza arcaica" o burguesa, sujeta al "honor", aquella que hacía que ciertas familias expulsaran de casa o metieran en un convento a la niña que, de pronto, mostró su panza de preñada. Especialmente, su aparente estado objetivo (una publicación vergonzosa incluso puede cuantificarse en los comentarios y los likes) y la posibilidad inminente de ser expulsado de una comunidad.
La situación que muestra el "reel" que comentamos es revelador de, por lo menos, dos cosas: el rol que desempeña Jorge Rodríguez en relación a Maduro y la conciencia de la camarilla gobernante de que algunos de sus gestos y conductas son censuradas por todo el mundo, incluidos los seguidores, y hay que "cuidar" algunas formas y apariencias. Los de los roles de cada integrante de la camarilla gobernante puede ser motivo de un análisis mucho más extenso. Ya ciertos rasgos de ese reparto de papeles son evidentes: Diosdado es el "policía malo", una especie de verdugo sádico y gozón, puesto ahí para amenazar e insultar; Cilia es la bruja detrás del poder, la cabeza de una familia poderosa que ubica a su parentela en los recodos del aparato del Estado; Delci es la ejecutiva, con cierto aire de gerente exitosa, con una ironía mucho más elaborada que la de otras representantes femeninas de la dictadura; Padrino quiere mantener cierta seriedad, pero ya no aguanta esa mecha de tener que repartir las prebendas entre varias decenas de generales; Jorge (¡oh, Jorge!), quizás el más ilustrado del grupo, el negociador con el enemigo, el irónico genial, el que sabe manejar las periodistas sifrinas histéricas, escritor, el cerebro (¿quién será su Pinky? ¿Maduro?), etc.
Supongo que esa mirada seria, superyoica, es una línea política. Algo así: "está bien, hagan sus negocios; pero disimulen". Es algo así también como las referencias eventuales a la corrupción y la ineptitud que hacen en sus discursos de ocasión. O algunas medidas que de vez en cuanto toman. Las "caídas en desgracia", tan del gusto de los Stalin de ayer y de hoy. Tal vez por eso se han llamado "purgas": los peos y los retortijones ya son demasiado vergonzosos; hay que evacuar eso. Se ha sido descarado, muy descarado. Tanto que, pasamos del Estado del Disimulo que comentaba Cabrujas en la anterior etapa de la historia nacional, al Estado del Descaro, donde la corrupción las tropelías, las violaciones a la Constitución (hasta la que se hizo a la voluntad popular el 28 de julio de 2024; esa página se niega a ser pasada), se hacen sin ninguna vergüenza, ostentosamente, como la riqueza recién habida de unos contratistas del gobierno, recién enchufados.
Asimilado a una línea política, esta mirada superyoica, vergonzante, disimuladora, tiene cierto "aire de familia", con la apelación a los sentimientos religiosos o, más ampliamente, a la "espiritualidad" de la gente. Veamos, por ejemplo, el "culto a Chávez" que tuvo su culminación a la muerte del personaje, y su sima cuando unos cuantos muchachos le cayeron a martillazos a las estatuas el 29 de julio, en un sano ejercicio de iconoclastia, una especie de estornudo social, un 27 de febrero clarito, que fue aplastado con miles de detenidos. Ya todos sabemos que en el 23 de enero de Caracas, hubo o hay, un altar a Chávez, donde algunas personas le prenden velas. Historiadores de las religiones como Mircea Eliade, o psicólogos como Erich Fromm, refiriéndose a Jesús, ya han analizado cómo los pueblos endiosan a los líderes de cierta notoriedad. Pero el culto a Chávez fue promovido por el Poder, y a nivel continental. Incluso Maduro dijo en un mitin que se había comunicado con el "comandante" gracias a un pajarito que le cantó en el oído. Lo sublime siempre está a un paso de lo ridículo.
Hace poco un decrépito Daniel Ortega consideró a Chávez como el Jesucristo actual. Y, con su hilito de voz, intentó emular al caudillo y dijo "Daniel ya no soy yo, Daniel somos todos". Mientras llegaba a este éxtasis espiritual, sus esbirros detenían a Bayardo Arce, el último de los nueve comandantes del FSLN que dirigieron la revolución sandinista hasta su victoria el 19 de julio de 1979. Arce parecía mantenerse a la vera de Ortega y sus negocios, en contraste con los otros comandantes que fueron perseguidos, detenidos o exiliados, por denunciar la evidente traición a los ideales sandinistas, salvo, quizás, Tomás Borge quien, discretamente, se fue a México a vivir sus últimos días.
La revolución se come a sus hijos. Eso ha ocurrido desde la Revolución francesa, cuando Robespierre le cortó la cabeza al fogoso Dantón, llegando a Stalin (para no hacer tan larga la lista), quien eliminó a prácticamente todo el comité central del Partido Bolchevique que dirigió la revolución rusa de 1917. Hoy, el chavista religioso, perseguidor de curas, Daniel Ortega, y su pareja, la tenebrosa Chayo, le da inspiración "espiritual" a los de aquí, con el cerco de leyes inconstitucionales y la reforma constitucional a la medida de la pareja malévola, tanto que crea la figura de la copresidencia, para que reinen los dos, como lo Reyes Católicos de la España del siglo XV.
¿Qué relación tiene la mirada superyoica, la "vergüenza" por el Rolex y este arranque místico de Daniel, tan parecido al "pajarito" de Maduro? Una suerte de esquizofrenia o, mejor, la disolución de la vergüenza, de la estructura de la personalidad. La misma desestructuración que acompaña al loco Trump, cuando, por un lado, conversa con la dictadura y por el otro, pone precio a la información sobre el paradero o la captura del jefe del "Cartel de los Soles". Igual de loco si es una política consciente y deliberada. Digno de psiquiatras brillantes. O, simplemente, las sinvergüenzuras de unos sinvergüenzas.