Es necesario
recordar que, antes de conocer a Simón Bolívar, Manuela fue condecorada
junto a otras damas y generales del ejército libertador del General
San Martín, en Lima, en Enero de 1822. Se les entregó la “orden
del sol”-las damas, “caballeresas del sol”-, por sus
valiosos aportes en la conspiración y la lucha por la libertad. Según
Rumazo González, el decreto referido a las señoras, dice: “Las
patriotas que se hubiesen distinguido por su adhesión a la causa de
la independencia del Perú, usarán el distintivo de una banda bicolor,
blanco y encarnado, con una medalla de oro con las armas nacionales
al anverso, y en el reverso la inscripción: al patriotismo de las mas
sensibles”. En Abril de ese año, después de permanecer tres
años en Lima, Manuela regresa a Quito y allí se encuentra cuando se
libra la gloriosa Batalla de Pichincha, donde lograron contundente victoria
los patriotas comandados por el General Sucre.
El 25 de Mayo
entra Sucre, con sus tropas, a Quito. Allí esperan al General Bolívar,
que viene en campaña buscando consolidar su proyecto de la liberación
del Sur. El 16 de Junio llega Bolívar a la ciudad, donde es recibido
con grandes arcos con ramas de olivo y flores naturales en las calles
por donde pasaría. Ahora, para conocer del primer encuentro del gran
Simón con Manuela, disfrutemos de la narración de Rumazo González:
“…A paso por las calles empedradas, en donde resuenan los cascos
de los caballos, lluvias de flores, millones de aplausos y vivas, delirio,
frenesí, son arrojados a los rostros de los vencedores, con un fervor
que nunca presenciaron esas calles ya casi tricentenarias. El
pueblo se apretuja en las aceras, en el cruce de las vías, en los
zaguanes, en donde puede, para vitorear también hasta la plenitud,
a pesar de que seguramente no tenia cabal conciencia del suceso mismo.
Rendía tributo en esos momentos a los héroes; y nada más excelso
que éstos para la masa. No sólo la gente visible de los pueblos, sino
hasta el más miserable labrador ha salido a su encuentro, o a coronarlo,
o a regalarle rosas. El que menos lo llamaba
Moisés y no hubo quien no vertiese lágrimas al verlo. Marcha a paso
lento; trae el sombrero a la mano como buen caballero y saluda cortésmente,
con discretísima sonrisa, a las damas de los balcones.…
Así lo ve el pueblo. Así lo contempla Manuela Sáenz que, en compañía
de su madre, tíos y amigas, aguarda al vencedor en uno de los balcones
de la plaza principal, en la esquina diagonal del palacio del obispo.
En el preciso momento en que pasa el héroe, Manuela arroja una corona
de ramas de laurel. Alza la vista el general y se encuentra con los
ojos chispeantes de la quiteña, con su maravillosa sonrisa y con sus
brazos blanquísimos, redondos, que parten de los hombros desnudos como
dos llamaradas de amor. Sonríe más acentuadamente Bolívar, clava
en ella su mirada de fuego y agradece el homenaje con una reverencia
muy acentuada”.
Esa misma noche
se realiza un baile en honor a los patriotas. Allí los presentan;
y quedan, desde entonces, unidos para siempre. El propio Bolívar lo
destaca en una de sus cartas a la amada: “A nadie amo, a nadie
amaré. El altar que tú habitas no será
profanado por otro ídolo ni otra imagen, aunque fuera la de Dios mismo.
Tú me has hecho idólatra de la humanidad hermosa: de ti, Manuela”.
La Quiteña
se hace miembra del Ejercito Libertador y participa, de allí en
adelante, en la Campaña del Sur. En ayacucho, relata Rumazo González:
“…Ella y su caballo, sin embargo, no pueden soportar el estacionamiento.
Se precipitan; combate en la caballería de Silva, lucha lanza en mano,
con denuedo y bizarría, como veterano capitán, y como trofeo recoge
unos soberbios bigotes de un enemigo muerto tal vez por ella misma;
con este trofeo se hizo unos bigotes postizos, que los exhibía en los
bailes de disfraces o en las tertulias santafereñas…”.
Manuela llega
a Bogotá a finales de 1827, después de pasar varios meses separada
de Bolívar, debido a su regreso a la Nueva Granada, después de la
Campaña del Sur. Estaba en su apogeo la conspiración contra el Libertador,
dirigida por el propio Vice-presidente, el General Santander. Varios
intentos de asesinato habían fracasado, hasta que llegó el 25 de Septiembre
de 1828. La propia Manuela relata el atentado: “… A las seis
de la tarde me mandó llamar el Libertador; contesté
que estaba con dolor a la cara. Repitió otro recado, diciendo
que mi enfermedad era menos grave que la suya, y que fuese a verlo.
Como las calles estaban mojadas, me puse sobre mis zapatos dobles…
Desde que se acostó se durmió profundamente, sin más precaución
que su espada y pistolas, sin más guardia que la de costumbre, sin
prevenir ni al oficial de guardia ni a nadie, contento con lo que el
jefe de Estado Mayor, o no sé lo que era, le había dicho: que no tuviese
cuidado, que él respondía… Serían las doce de la noche, cuando
latieron mucho dos perros del Libertador, y a más se oyó un ruido
extraño que debe haber sido al chocar con los centinelas pero sin armas
de fuego para evitar ruido. Desperté al Libertador, y lo primero que
hizo fue tomar su espada y una pistola y tratar de abrir la puerta.
Le contuve y le hice vestir, lo que verificó con mucha serenidad y
prontitud… Dices bien, me dijo, y fue a la ventana. Yo impedí el
que se botase, porque pasaban gentes; pero lo verificó cuando no hubo
gente, y porque ya estaban forzando la puerta… Yo fui a encontrarme
con ellos para darle tiempo a que se fuese; pero no tuve tiempo para
verle saltar, ni cerrar la ventana. Desde que me vieron me agarraron:
¿¡Dónde está Bolívar?”. Les dije que en el Consejo, que fue
lo primero que se me ocurrió; registraron la primera pieza con tenacidad,
pasaron a la segunda y, viendo la ventana abierta, exclamaron: “-¡Huyó;
se ha salvado¡” Yo les decía: “-No, señores, no ha huido;
está en el Consejo. …Subí a ver los demás, cuando llegaron los
generales Urdaneta, Herrán y otros a preguntar por el general, entonces
les dije lo que había ocurrido; y lo más gracioso de todo era que
me decían: “-¿Y a dónde se fue?”. Cosa que ni el mismo Libertador
sabía a dónde iba… Por no ver curar a Ibarra me fui hasta la plaza,
y allí encontré al Libertador a caballo, con Santander y Padilla,
entre mucha tropa que daba vivas al Libertador. Cuando regresó
a la casa me dijo: “-¡Tú eres la Libertadora del Libertador…!”.
Después de
la desaparición física del Libertador, Manuela fue exilada por sus
enemigos y murió “desterrada y pobre, aunque muy altiva y
digna, en el Puerto Peruano de Paita, a los cincuenta y nueva años,
agobiada por la peste de difteria que asoló
esa población en 1856”.
Gloria eterna
a la Libertadora del Libertador; y a través de ella a todas las mujeres
luchadoras de nuestro continente; ¡de todos los tiempos!!. ¡Bolívar
vive, Manuela vive !!.
¡Patria Socialista o muerte!
¡¡Venceremos!!