Por Atilio A. Boron) Al cumplir un año la Administración Obama presenta inequívocos signos de deterioro. Según el Rasmussen Report, dedicado a producir un seguimiento día a día de la popularidad de los presidentes de Estados Unidos, en apenas un año la aprobación popular de la gestión de Obama descendió desde un 65 % el día de su inauguración al 47 registrado el 27 de Enero del 2010.1 En esa misma fecha la encuestadora Gallup le asignaba un porcentaje levemente superior de aprobación popular: 48 %, desde un 69 % inicial.2
Las razones de esta rápida declinación son muy variadas: la crisis general capitalista ha generado un profundo descontento popular que las ortodoxas medidas adoptadas por la nueva administración para enfrentar la crisis-fundamentalmente, el multimillonario rescate de los grandes oligopolios a costa del gasto social y la muy injusta repartición de los esfuerzos para superarla- no hacen sino acentuar. En los días previos a su discurso ante el Congreso y golpeado por la inesperada pérdida de la banca senatorial en el Estado de Massachussets, tradicional bastión del partido Demócrata, Obama anunció su intención de establecer regulaciones más estrictas sobre los bancos y el sector financiero y, además, de promover un conjunto de medidas tendientes a favorecer la creación de empleos y facilitar el acceso de las familias de los trabajadores a crecientes niveles de educación.
Estas promesas fueron sin duda impulsadas por la derrota electoral y la pérdida de la estratégica super-mayoría en el Senado (60 votos sobre los 100 que componen ese cuerpo) que, entre otras cosas, le permitiría avanzar con su programa de reforma del sistema de salud. Pero también fueron aguijoneadas por la constatación de la indignación popular desatada por el contraste entre las exuberantes ganancias de los principales operadores bancarios y la caída de los ingresos (y el aumento del desempleo) de los trabajadores. Goldman Sachs, tal vez el más importante banco de inversión del mundo, anunció días atrás que en 2009 había obtenido “una ganancia de US$ 3.385 millones, antes del reparto de dividendos, una cifra que resultó seis veces mayor que el beneficio logrado en 2008.” 3 Es decir, para el capital financiero la crisis fue un espléndido negocio, y por eso los gerentes y directivos de Wall Street serán premiados, tal como lo asegura Robert Reich, con una suma cercana a los 25.000 millones de dólares en bonificaciones anuales que serán distribuidas en los próximos meses entre un puñado de privilegiados.4 Un verdadero escándalo para un país cuya tasa real de desempleo –es decir, incluyendo a los trabajadores indocumentados, los que trabajan a medio tiempo y los que dejaron de buscar empleo- supera ya la marca del 20 % y en el cual las diferencias de remuneraciones entre la gerencia y los trabajadores se ha disparado a las nubes. Hace unos 25 años los primeros percibían salarios que fluctuaban entre 30 y 40 veces por encima de los del trabajador medio; en la actualidad estudios concretos revelan que esa diferencia alcanzó la astronómica cifra de 344 veces. Magia del mercado, que le dicen. 5
Llegados a este punto es conveniente preguntarse por las razones que produjeron tan fenomenal polarización entre las remuneraciones de unos y otros. Hay dos causas principales: por una parte, las políticas neoliberales de desregulación y liberalización de la vida económica, que removieron los controles existentes desde la época del New Deal y la posguerra que ponían ciertos límites al despotismo del capital. Ronald Reagan comenzó la demolición y sus continuadores, sin excepción, profundizaron esa política. Por otro lado, el radical debilitamiento de los sindicatos: si en la década de los cincuentas más de la tercera parte de los empleados del sector privado estaban sindicalizados, la legislación anti-laboral (“flexibilización” y precarización de la relación obrero-patronal) promulgada desde los años ochenta hicieron que la proporción de trabajadores encuadrados en organizaciones sindicales se desplomara a un 7 % en los últimos años. Investigaciones empíricas demuestran que en las empresas sin sindicatos los gerentes tienen sueldos y compensaciones un 20 % superiores a las de sus colegas en empresas en donde existen sindicatos; y que los trabajadores en las primeras perciben ingresos muy superiores a los que reciben quienes se desempeñan en otras en las cuales no hay actividad sindical.
Lo anterior revela los alcances del proceso de intensificación de la explotación capitalista en Estados Unidos y la exacerbación de la concentración de la riqueza en manos de la clase dominante. En cierto sentido podría pues decirse que en ese país asistimos a una situación en la cual la lucha de clases se desenvuelve sordamente bajo un espeso velo ideológico que impide a las clases y capas subalternas adquirir una verdadera comprensión de sus propias condiciones de existencia y las causas de sus pesares. Toda la industria cultural norteamericana ha sido diseñada para negar la existencia de las clases y su irreconciliable contradicción. La permanente invocación y exaltación del American Dream -que llegó a su apoteosis con la llegada de un afro-americano a la Casa Blanca- no es sino ese cemento ideológico del cual hablaba Gramsci y mediante el cual los víctimas del sistema se culpabilizan a sí mismas de sus miserias y fracasos e inocentizan al sistema capitalista por sus desdichas y padecimientos. Lucha de clases velada y, además, atrofiada, porque la crisis del movimiento obrero, el derrumbe del sindicalismo y la claudicación del partido Demócrata (que abandonó por completo su antigua pretensión de representar a las capas medias y los trabajadores para entregarse de cuerpo y alma a los yuppies del capital financiero) dejan a la enorme masa de trabajadores asalariados norteamericanos huérfana de toda expresión política y sindical y, por eso mismo, sin capacidad para poner coto a las exacciones a que se ve sometida por la clase dominante. Bajo estas condiciones, los anuncios y la retórica de Obama difícilmente puedan surtir algún efecto: se requiere mucho más que palabras y discursos, y parece que eso es todo lo que aquél puede ofrecer al menos por ahora.
El deterioro de la situación social en los Estados Unidos puede graficarse elocuentemente si se repara que a partir del 2008 “7 millones perdieron su empleo, ... 1 de cada 8 (norteamericanos) se alimenta a través de vales de comida y 1 de cada 5 dice que el año pasado tuvo serios problemas para dar de comer a los suyos.” 6 También, si se tiene en cuenta que “si antes de las reaganomics (en los años 70s ) el 10% más acomodado capturaba menos de un tercio de la riqueza -igual no era poco-, hoy se alza con la mitad.”7 Esto constituye el telón de fondo de los recientes anuncios de Obama. Son también, por supuesto, factores que explican la abrupta caída en la popularidad presidencial. De todos modos, bastó que aquél hiciera algunos anuncios previos en relación a estos programas para que el establishment norteamericano y sus voceros reaccionaran con virulencia, fulminando al ocupante de la Casa Blanca con el rótulo de “populista” por su fuerte “retórica en contra de los bancos.” 8
Pero el malestar y la debilidad de Obama tiene también otras fuentes: una de ellas es la generalizada sensación de que la “guerra infinita” de George W. Bush es una pesadilla interminable que se agrava con el paso del tiempo, tal como lo demuestran las fatídicas noticias que a diario llegan de Irak, Afganistán y Pakistán. Y si bien en su alocución al Congreso Obama aseguró que las tropas estacionadas en Irak regresarían a casa en Agosto son pocos los que creen en semejante promesa. Es más, no sería absurdo conjeturar que la creciente militarización de las relaciones hemisféricas -con base en Colombia, convertida en la Israel latinoamericana- podría tener como consecuencia la apertura de un tercer frente bélico, ahora en esta parte del mundo. La obsesión por derrocar a Hugo Chávez y “normalizar” el cuadro político latinoamericano podría llegar a precipitar tal desatino.
A ello agréguese la muy difundida percepción de que la decadencia del “imperio americano” no encuentra en el ocupante de la Casa Blanca el piloto de tormentas que se necesita para enfrentar tan delicada situación agravada, además, por la creciente complejidad de un escenario global caracterizado por: (a) la aparición de nuevas actores dotados de extraordinarios recursos –China, en primer lugar, pero también India, Rusia y la misma Unión Europea- y (b), por el surgimiento de inéditos desafíos, como el cambio climático, la crisis del agua, el terrorismo internacionalizado y el tráfico ilegal de drogas, personas y armas, cuestiones estas que ponen en entredicho la eficacia de los mecanismos tradicionales de intervención en el sistema internacional.
Por eso, a poco andar, las promesas electorales de Obama se fueron abandonando sin mayores explicaciones. Su decepcionante conducta en la Cumbre de Kopenhagen demostró claramente la tibieza de sus afanes innovadores. Y lejos de “desmilitarizar” la política exterior de Estados Unidos lo que hizo Obama, sin fuerzas para sobreponerse a las presiones de sus generales y el “complejo militar-industrial”, fue delegar cada vez más sus prerrogativas como comandante supremo de las fuerzas armadas en manos del establishment. Una buena prueba de ello la ofrece el hecho de que el presupuesto militar aprobado para este próximo año es el mayor de toda la historia de Estados Unidos, superando con largueza el billón de dólares (un millón de millones de dólares) si se consideran los gastos militares efectuados por todos los departamentos de la Administración federal y no sólo por el Pentágono. Lejos de revertir el papel dominante del Departamento de Defensa en la formulación de la política exterior, que es uno de los legados más funestos de la era Bush Jr., lo que hizo Obama fue proseguir en el mismo curso, algo que podía fácilmente pronosticarse a partir de la ratificación de Robert Gates al frente del Pentágono, nombrado como se recordará por su predecesor en reemplazo de Donald Rumsfeld. La gira por Asia mostró, además, a un presidente norteamericano a un paso de la humillación en su visita a China, y con Japón reclamando cada vez con más energía la redefinición de las relaciones nipo-estadounidenses constreñidas aún por los leoninos arreglos de la postguerra y las secuelas de la Guerra Fría.
En lo que hace a esta parte del mundo el desempeño de Obama fluctúa entre la intrascendencia y, otra vez, la continuidad con las políticas de Bush Jr. Pese a sus promesas de cerrar en el plazo de un año la cárcel ilegal que mantiene en la base naval de Guantánamo Obama tuvo que reconocer que tal cosa será imposible, al menos por ahora. La Cuarta Flota sigue navegando nuestras aguas y ahora los marines (unos 14.000 al día de hoy) asumieron el control de una devastada Puerto Príncipe que necesita médicos, trabajadores sociales, ingenieros y arquitectos y no máquinas de matar. El objetivo, claro está, es reforzar hasta el paroxismo su control territorial en la región, y el terremoto y la posterior tragedia haitiana le brindó a Washington una magnífica excusa, al igual que el derrumbe de las Torres Gemelas lo hizo para lanzar los planes belicistas de Bush y compañía. El comportamiento de Obama durante el golpe de Honduras fue, al principio errático, pero luego que la Secretaria de Estado Hillary Clinton fijara la postura de los sectores dominantes del imperio -que encuentran en ella a su más calificada y confiable representante- y caracterizara lo ocurrido en ese país centroamericano como un “interinato” la Casa Blanca se plegó a la línea emanada del “gobierno permanente” de Estados Unidos y, en la actualidad, ha convalidado plenamente el golpe por la vía del reconocimiento de la validez de unas elecciones tan fraudulentas y viciadas que la OEA y el Centro Carter decidieron que no valía la pena monitorear. Como si lo anterior fuera poco Obama no hizo absolutamente nada en relación a la situación de los 5 cubanos prisioneros en las cárceles de Estados Unidos, bajo condiciones que ni siquiera se le aplica al más feroz criminal serial y que fueron sentenciados en un escandaloso juicio que constituye una vergüenza para el sistema judicial norteamericano. En relación al bloqueo a Cuba, condenado por toda la comunidad internacional con la excepción del propio Estados Unidos, su estado-cliente Israel y su protectorado en la Micronesia, Obama no tomó ninguna medida significativa para la eliminación de tan infame política. Como si lo anterior fuera poco firmó con Uribe un tratado por el que se le concede a Estados Unidos el derecho a instalar siete bases militares en Colombia, cuyo objetivo apenas silenciado es el de poder controlar con sus aviones cualquier movimiento significativo que tenga lugar en Sudamérica, hasta las cercanías del Cabo de Hornos. Tal como lo señalara el Comandante Fidel Castro, ese tratado constituye en realidad una anexión de facto de Colombia a los Estados Unidos: sus militares y civiles pueden entrar y salir a voluntad de Colombia, sin utilizar pasaportes. Basta para ello con exhibir un simple carnet de identidad. Los colombianos que quieran ingresar a Estados Unidos, en cambio, son sometido a toda clase de controles y vejaciones. Los cargamentos que los norteamericanos internen o saquen del país no pueden ser sometidos a fiscalización alguna por parte de las autoridades colombianas. Pueden importar armas de destrucción masiva, si se lo proponen; y exportar estupefacientes, cosa que ya hicieron en el pasado (recordar el affaire Irán-Contras). Por si lo anterior no bastara, los estadounidenses establecidos en Colombia gozan de total inmunidad diplomática y no pueden ser llevados a los tribunales colombianos por cualquier delito o crimen cometido en ese país. Y este tratado lo firmó Obama, no Bush. Para resumir: al cabo de un año la gestión Obama revela que es más de lo mismo, a pesar de sus recientes arrestos dialécticos que habrá que ver si son sucedidos por iniciativas concretas, cosa que no parece demasiado probable. Noam Chomsky tenía razón cuando advirtió, mucho antes de su elección, que “Obama tomó demasiado sol.”
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